3 La verdad en cada imagen

Dos días después me dieron el alta. Caminé por los pasillos del hospital con una mezcla de alivio y vacío. El alivio de salir de esas paredes blancas que me recordaban la soledad… y el vacío de no haber recibido ni una sola llamada, ni un mensaje de Adrián. Ni siquiera un “¿cómo estás?”.

Durante esas horas interminables en la cama, no podía dejar de mirar mi teléfono. Cada vibración me hacía contener la respiración, cada silencio era como un golpe seco en el pecho. Pero no había nada. Él no había intentado contactarme, no había aparecido por esa puerta, ni siquiera un gesto de preocupación.

Y entonces, como una idiota, abrí las redes sociales.

La primera publicación que apareció fue de Lucía. Mi Lucía. Mi amiga de toda la vida. Sonreía frente a un desayuno digno de revista, una mesa llena de detalles. La frase bajo la foto me heló la sangre: “Hoy me están mimando ❤️”.

Quise cerrar la aplicación, pero mis ojos se aferraron a la imagen. Allí estaba… en la esquina de la fotografía, casi invisible: una mano. Una mano masculina. Y ese reloj plateado con detalles azul titanio que yo misma le había mandado a hacer a Adrián para nuestro cuarto aniversario. Usé mis ahorros, privándome de cosas que necesitaba, porque quería sorprenderlo, porque creía que ese reloj sería un símbolo de nuestro amor.

El corazón me dio un vuelco. El aire se escapó de mis pulmones. Y lo entendí todo.

No fue solo esa foto. Empecé a deslizar hacia abajo en su perfil, revisando las últimas publicaciones. Allí estaba la playa: Lucía sonriendo, y al fondo, apenas una silueta que reconocí al instante. Luego una foto de compras, y otra vez esa mano, esa espalda, ese gesto tan suyo. Adrián estaba en todas partes. Siempre al lado de ella, escondido en las sombras, como si su relación fuera un secreto disfrazado de casualidad.

Me reí. Sí, me reí con amargura mientras las lágrimas corrían por mi rostro. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo pude ser tan ciega? Durante seis años me arrastré detrás de un hombre que nunca me amó y de una amiga que, mientras fingía apoyarme, me hundía cada día un poco más.

Volví a mirar la pantalla. El estómago se me revolvió. Cada foto, cada gesto de Lucía me pareció de pronto calculado. Esa sonrisa inocente no era más que una máscara, y yo, tonta, caí en su juego una y otra vez.

Salí del hospital con esa certeza quemándome en el pecho. El trayecto hasta mi apartamento fue largo, aunque vivía a pocos minutos de la empresa familiar de Adrián. Me burlé de mí misma en silencio. ¿Cómo pude mudarme allí solo para estar más cerca de él? Todo lo hice por Adrián: preparar sus desayunos pensando en sus problemas estomacales, llevarle los trajes impecables, correr cada mañana para llegar antes que nadie. Yo giraba alrededor de su vida como un satélite sin luz propia. Y él… él solo me usaba para alimentar su ego.

Abrí la puerta de mi apartamento y el silencio me recibió como un golpe. Caminé hasta el sofá y me dejé caer, abrazándome las rodillas. Los recuerdos empezaron a inundarme.

Lucía y yo nos conocimos en secundaria. Dos huérfanas de cariño —porque aunque ella tenía padres, siempre decía sentirse sola, y yo… bueno, yo nunca tuve a nadie—. Nos volvimos inseparables. Compartimos risas, secretos, planes de futuro. Y en la universidad, cuando me enamoré de Adrián, fue Lucía quien me animó a seguirlo, quien me empujó a confesar mis sentimientos.

Ahora lo veo todo distinto. Cada vez que ella me decía que era “demasiado tímida” y que debía atreverme, cada vez que me empujaba hacia él, ¿era realmente apoyo… o era parte de su juego cruel?

Recuerdo tantas ocasiones en las que me sentí pequeña a su lado. Lucía siempre sabía qué decir, cómo lucir, cómo brillar. Y yo, como una sombra, me conformaba con sus palabras dulces que en realidad eran veneno disfrazado de halagos. “Eres tan buena, Sofía, pero no te valoras…”. Ahora lo entiendo. No eran palabras de aliento, eran cadenas.

Me llevé las manos a la cara, conteniendo un grito.

—¿Cómo no lo vi? —susurré, temblando—. ¿Desde cuándo estuvieron juntos? ¿Desde siempre? ¿Me usaron los dos, así de simple?

El apartamento me pareció más frío que nunca. Todo lo que había en él era un monumento a mi obsesión. Cada detalle, cada mueble, cada rincón estaba ahí porque me recordaba a Adrián, porque me acercaba más a él. Y ahora, todo me gritaba una sola palabra: estúpida.

Me levanté y caminé hasta la ventana. Afuera, la ciudad seguía su vida como si nada hubiera pasado. Los autos corrían, la gente reía, el mundo no se había detenido… solo el mío.

Respiré hondo. Algo dentro de mí se rompió, pero al mismo tiempo, otra cosa empezó a nacer. Una fuerza que nunca había sentido antes. Una certeza.

No volveré a ser su juguete. No volveré a dejar que se burlen de mí.

Las lágrimas seguían corriendo, pero esta vez no eran de impotencia. Eran de rabia, de desengaño… y de algo nuevo que apenas podía reconocer. Determinación.

Me quedé mirando mi reflejo en el cristal. Una mujer herida, rota… pero viva. Y juré que, de una forma u otra, Adrián y Lucía iban a saber lo que era perderlo todo.

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