Una noche de tormenta, mientras Aurora Moretti huía del peligro que la acechaba, un hombre surgió de las sombras y la salvó. Despertó en la imponente mansión de Lorenzo Vitale, el mafioso más poderoso de la ciudad, un hombre cuya mirada oscura y presencia imponente podía intimidar hasta al más valiente. Entre amenazas constantes, niños que necesitan protección y la atracción irresistible que crece con Lorenzo, Aurora deberá decidir si arriesgar su corazón y su vida en un mundo donde la pasión y el peligro se entrelazan a cada instante.
Leer másLa lluvia caía a cántaros, implacable, lavando el asfalto sucio de la ciudad como si intentara borrar sus pecados. Aurora corría con los pulmones ardiendo y las piernas convertidas en hierro fundido.
Cada gota de agua le golpeaba el rostro como un recordatorio de que no había escapatoria, de que el mundo entero parecía conspirar para arrinconarla. El corazón le latía en la garganta, tan fuerte que casi le impedía escuchar los pasos que retumbaban detrás de ella, rápidos y seguros, como los de cazadores que saben lo cerca que están de su presa. El barrio era un laberinto de sombras y paredes descascaradas, donde el olor a humedad se mezclaba con el del peligro constante acechando en los callejones oscuros. Aurora dobló una esquina y se metió en un pasillo estrecho. No había nadie que pudiera ayudarla. En ese lugar, nadie se arriesgaba a interferir. Era como si las ventanas que bordeaban el callejón se cerraran de golpe, cómplices silenciosas de lo que estaba por ocurrir. —¡Detente de una vez, maldita sea! —rugió una voz masculina detrás de ella. Pero Aurora no se detuvo. Corrió más rápido, aunque cada zancada le recordaba lo mucho que le dolían los músculos. El frío le calaba los huesos, y el agua le escurría por la espalda como dedos helados. Sabía que no podía huir para siempre. Y, como si el destino quisiera probarle su punto, dos siluetas se materializaron desde la penumbra de un callejón lateral, cortándole el paso. —Mírala nada más… —dijo el primero, con una sonrisa torcida—. Casi la hacemos correr en círculos. Aurora retrocedió un paso, el pecho agitado, sintiendo el sabor metálico del miedo en la lengua. —No tengo el dinero ahora —dijo, con la voz entrecortada—. Pero lo conseguiré, lo juro. El segundo hombre rió, un sonido ronco que se perdió entre los truenos. —¿Ah, sí? —preguntó, acercándose más—. Nuestro jefe dice que ya se cansó de esperar. Y te advierto, nena, que cuando se cansa, busca otras formas de cobrarse. El primero estiró la mano y le tomó el mentón, obligándola a levantar la cara. Aurora se estremeció, pero se mantuvo firme. —Puedo pagarlo —dijo, apretando los puños—. Solo necesito unos días más. —Tal vez no tengas días —replicó el hombre, su sonrisa transformándose en una mueca cruel—. Tal vez el jefe quiera cobrar con otra cosa. Sus dedos bajaron por su cuello y Aurora reaccionó como de golpe, apartándolo con un manotazo. —¡No me toques! —espetó, la voz quebrada entre miedo y rabia. La respuesta fue inmediata, una bofetada tan fuerte que le hizo girar el rostro y la dejó aturdida. El calor ardiente se expandió por su mejilla y el sabor a sangre le inundó la boca. Por un segundo, el tiempo se detuvo. Probó el líquido metálico en su lengua, y la humillación se mezcló con una ira fría que la hizo lanzarse contra él. No era una pelea justa. Aurora era ágil, pero ellos eran más fuertes. Sus uñas arañaron un brazo, pateó una espinilla, pero pronto la redujeron, sujetándola por los hombros. El primero se rió, el sonido reverberando en el callejón vacío. —Te gusta pelear, ¿eh? Vamos a ver cuánto te dura la valentía cuando el jefe te tenga enfrente. Entonces, un ruido seco interrumpió la escena. Fue como el rugido lejano de una bestia. Una silueta emergió del final del callejón, oscura y alta, avanzando con la calma de alguien que no teme nada. —¿Quién…? —alcanzó a decir uno de los hombres antes de que un golpe lo derribara. Todo se volvió caos. El extraño se enfrentó a los hombres de manera salvaje y precisa. Aurora apenas pudo seguir los movimientos entre la cortina de lluvia. Parecía más una sombra que un hombre, una sombra que lo devoraba todo a su paso. El primer agresor intentó levantarse, pero otro hombre apareció detrás de la figura principal, con el rostro serio y un arma en la mano. El agresor retrocedió y no tardó en huir como un roedor escapando de una trampa. Aurora aprovechó el instante de distracción para intentar retroceder, pero las piernas le fallaron. El mundo giró a su alrededor, las luces de la calle se volvieron manchas borrosas. Trató de apoyarse en la pared, pero no logró sostenerse. El último sonido que escuchó fue el de sus propios latidos retumbando en los oídos, antes de que la oscuridad la reclamara. Alguien la atrapó antes de que tocara el suelo. Su cuerpo, ligero como una hoja empapada, fue levantado sin esfuerzo. —¿Qué haremos con ella, señor? —preguntó el hombre armado. Hubo un silencio breve, apenas roto por el tambor de la lluvia. La voz grave del desconocido resonó entonces, firme, sin dejar espacio a dudas: —La llevaremos a la mansión. (***) Aurora abrió los ojos con lentitud, como si temiera lo que pudiera encontrar al otro lado de sus párpados. El techo blanco que se alzaba sobre ella era tan alto que por un instante pensó que todavía estaba soñando y se preguntó dónde estaba. Una punzada le hizo cerrar los ojos mientras presionaba los dedos contra su sien, se incorporó despacio en la cómoda cama, sintiendo que el cuerpo le pasaba, y entonces comenzó a recordar los sucesos de la noche anterior. Las imágenes llegaron en oleadas. La lluvia helada, los hombres acorralandola en el callejón, la bofetada que le había dejado el labio partido, el extraño que surgió de la nada como un fantasma y el instante en que el suelo desapareció bajo sus pies. Entonces escuchó algo que la hizo abrir los ojos de golpe. Fueron pequeñas risitas, suaves como campanas, provenientes de un lugar cercano en la misma habitación y cuando miró al frente se encontró a los dueños de la suave melodía. Frente a la cama había una niña y un niño mirándola con ojos grandes y curiosos. Él era un poco más alto que ella pero ninguno parecía tener más de seis o siete años. Ambos tenían el cabello castaño oscuro, el de la niña era largo y caía en dos trenzas sobre sus hombros, mientras que el niño lo tenía ligeramente despeinado, como si hubiera corrido hasta allí. Los dos tenían los mismos ojos cafés, cálidos y vivaces, que la miraban como si fuera una criatura exótica que habían descubierto por accidente. —Despertó —dijo la niña con una sonrisa que iluminó su pequeño rostro—. Te dije que no estaba muerta. —Parecías una momia —dijo el niño y, aunque Aurora no entendía la situación, no pudo evitar que una pequeña sonrisa se le escapara. —¡Matteo! —lo reprendió la niña dándole un sutil codazo—. No se dice eso. Aurora se llevó una mano al pecho, sintiendo que el corazón le latía más lento, como si la sola presencia de esos pequeños hubiera despejado parte de su miedo. Eran tiernos, educados y tan graciosos que por un instante olvidó que no tenía idea de dónde estaba. —¿Quiénes son ustedes? —preguntó, todavía confundida, su voz ronca por el sueño. —Mi nombre es Elisabetta y él es mi hermano Matteo —respondió la niña, inclinando ligeramente la cabeza—. Vivimos aquí. Aurora asintió, sin comprender del todo. «¿Aquí? ¿Dónde es aquí?» pensó, pero no tuvo tiempo de preguntarlo pues la puerta se abrió repentinamente. El hombre que entró le robó el aliento. Alto, de hombros anchos y presencia imponente, llevaba un traje oscuro impecable que contrastaba con la suavidad de los niños. El aire pareció tensarse en el momento en que sus ojos se posaron en ella. —Aurora, despertaste. Su voz era grave, profunda, con un matiz de autoridad que hacía difícil mirarlo directamente. Aurora reconoció su voz, era el desconocido del callejón, uno de los hombres que la había salvado. Aurora abrió los ojos, sorprendida. ¿Cómo sabía su nombre?La noche había caído sobre la casa como un manto espeso y silencioso. Aurora acomodaba las sábanas con delicadeza mientras Elisabetta revoloteaba por la habitación con su pijama rosado, abrazando su pequeño oso de peluche. Hasta que ellos se durmieran, ella se quedaría en su habitación. —¡Mira, Aurora! ¡Mi osito también quiere dormir contigo! —dijo la niña con una risa contagiosa, saltando sobre la cama. —Entonces habrá que hacerle un lugar —respondió Aurora, fingiendo un gesto serio mientras extendía la colcha—. Pero que no ronque, ¿eh? Elisabetta soltó una carcajada y se acurrucó en su lugar, dejando al oso en el medio. Matteo, en cambio, se sentó al borde de la cama sin decir nada, con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. Su silencio no era nuevo, pero Aurora podía sentir cómo el peso de la ausencia de su padre se le colaba en los gestos. —¿Quieren que les cuente algo gracioso de cuando era niña? —preguntó Aurora, con un brillo cómplice en la mirada. —¡Sí! —dijo E
La puerta se abrió de golpe, y el instante suspendido entre Aurora y Lorenzo se desvaneció como humo. —Aurora… —una vocecita somnolienta rompió el silencio. Elisabetta apareció en el umbral, con su cabello revuelto cayéndole sobre los hombros y el pijama de ositos colgándole flojo. Se frotaba los ojos con el dorso de la mano, como si todavía no terminara de despertar. —Matteo no está en su cama —murmuró, con un mohín preocupado. Aurora respiró hondo, suavizando la sonrisa. —No te asustes, cariño. Matteo se quedó dormido en mi habitación anoche. Está bien —explicó, su voz calma como un arrullo. La niña asintió con alivio, y entonces sus ojos brillaron al ver a su padre. —Papi —caminó hacia él y Lorenzo la envolvió entre sus brazos de inmediato, levantándola con facilidad. La besó en la sien, cerrando los ojos un instante como si aquella fragilidad pequeña en sus brazos fuera su refugio secreto. —Buenos días, pequeña —susurró, acariciando la espalda de la niña. Elisabetta apo
Aurora se quedó inmóvil en el umbral, con el corazón golpeándole el pecho al ver la pequeña silueta sentada en el borde de su cama. La lámpara del velador apenas dibujaba un halo cálido que envolvía a Matteo, como si su fragilidad necesitara resguardarse en la penumbra. —¿Matteo? —repitió, esta vez más suave, temiendo que un suspiro brusco pudiera espantarlo. El niño levantó la vista apenas. Sus manos jugaban entre sí, los dedos enredándose como si buscaran un refugio propio. No había lágrimas, pero sus ojos oscuros tenían esa opacidad de quien carga con un miedo que prefiere callar. Aurora caminó despacio hasta él y se sentó a su lado. El colchón crujió levemente bajo su peso. —¿Qué haces aquí, cariño? —preguntó, inclinándose para alcanzarle el rostro con una caricia. Matteo encogió los hombros, sin palabras. Solo bajó la mirada a sus manos inquietas, como si cada dedo supiera un secreto que él no podía confesar. Aurora decidió no presionarlo. —¿Tuviste una pesadilla? —su voz
Lorenzo avanzó hasta quedar junto a Matteo y Aurora. Su sombra se proyectó sobre la ventana como una promesa de protección.—Debe ser nada —dijo al fin, su voz baja pero firme, el tono de quien está acostumbrado a dar órdenes y esperar que se cumplan—. El sistema de seguridad está activo y tengo hombres vigilando todo el perímetro.Matteo se giró despacio hacia él, el ceño todavía fruncido.—¿Puedes hacer que revisen? —insistió, sin alzar demasiado la voz.Lorenzo sostuvo su mirada un instante, y Aurora casi pudo ver el torbellino de emociones tras esos ojos oscuros. Él no desestimaba jamás las alertas de su hijo.—Está bien —respondió finalmente, su voz convertida en acero templado—. Haré que revisen de inmediato.Aurora colocó suavemente una mano sobre el hombro del niño.—Escucha, Matteo —dijo con dulzura—, tu papá se encargará de que todo esté seguro. Puedes descansar.El niño asintió, aunque todavía parecía atento al jardín. Aurora le ayudó a meterse en la cama, cubriéndolo con l
Cuando la atracción parecía arrastrarlos hacia un punto sin retorno, Aurora agachó la mirada un instante y fué cuando se dió cuenta de algo que la hizo apartarse de Lorenzo con cuidado. —Estás sangrando —se refirió a la mancha carmesí en su camisa blanca, justo sobre su hombro. Lorenzo no le dió importancia. —No es nada. —Claro que lo es. Tu herida debe estar sangrando, déjame revisarlo —replicó ella con voz suave pero determinada. Lorenzo pensó que tal vez así podría tenerla cerca un momento más y finalmente asintió. —Hay un botiquín en el mueble de la cocina. —Lo traeré —Aurora fue a buscarlo sin perder tiempo y, cuando volvió, Lorenzo estaba desabrochando su camisa. «No es nada de otro mundo. Calmate, Aurora» se dijo a sí misma, ocupando el lugar junto a Lorenzo, pero la realidad era que ese hombre era tan atractivo como imponente y su presencia parecía tener un afecto en cada habitación en la que entraba. —Dime si te duele —dijo Aurora por inercia, aunque luego p
La luz del atardecer se filtraba por las ventanas, tiñendo el interior de la casa segura con un resplandor dorado y sereno. El aroma de la sopa recién hecha se mezclaba con el olor a madera y a tierra húmeda que traía la brisa, llenando el aire de una calma engañosa.Elisabetta se encontraba en la mesa, dibujando dedicadamente con sus crayones. Su lengua asomaba entre sus labios en un gesto de concentración, ajena al silencio que se sentía en el resto de la casa.Aurora miró a su alrededor y frunció el ceño al no ver a Matteo. Se secó las manos con un paño y salió a buscarlo. Lo encontró en la entrada, sentado en el escalón de la puerta, los codos apoyados en las rodillas y las manos colgando entre ellas. La escena le apretó el pecho. A lo lejos, las siluetas de los hombres armados se recortaban contra la luz del atardecer, patrullando el perímetro. El viento mecía con suavidad la copa de los árboles y agitaba el cabello oscuro de Matteo, que ni siquiera parpadeaba, como si su mirad
Último capítulo