La seda fría del vestido se deslizó por las piernas de Elisabetta, pero no lograba disipar el calor de la timidez que aún le quemaba las mejillas al recordar la noche anterior.
Se miró al espejo, ajustando los tirantes con dedos temblorosos. Había pasado el día entero evitando a Nicolo, y él, a su vez, había desaparecido antes de que ella despertara.
La mansión era enorme, pero el silencio entre ellos la hacía sentir claustrofóbica.
Escuchó la puerta abrirse, pero no se giró.
Vio a través del reflejo cómo Nicolo entraba en el vestidor. Llevaba el esmoquin ya puesto, a excepción de la chaqueta, y la camisa blanca inmaculada contrastaba con las profundas ojeras que marcaban su rostro. Parecía agotado, cargando con un peso invisible que le curvaba ligeramente los hombros.
Elisabetta contuvo la respiración, esperando la frialdad, el rechazo. Pero él se acercó en silencio, sus pasos amortiguados por la alfombra. Se detuvo justo detrás de ella. Sin decir una palabra, sus manos grand