Mundo ficciónIniciar sesiónÉl es un magnate poderoso, acostumbrado a que nadie lo contradiga. Su vida está hecha de acero, arrogancia y poder. Ella es bombero, una mujer que desafía las llamas y que jamás se deja dominar. Cuando sus caminos se cruzan, nace una lucha peligrosa: el orgullo de un hombre que todo lo controla contra la fuerza de una mujer que nadie puede apagar. Entre soberbia, pasión y fuego… descubrirán que hay incendios que ni el agua más fuerte puede sofocar.
Leer másDicen que el fuego destruye todo a su paso. Esa noche, él estaba a punto de descubrir que también puede consumir imperios.
El cielo de la ciudad estaba teñido de un rojo inquietante. No era el sol del atardecer, sino el reflejo del fuego que devoraba una de las torres más altas y emblemáticas del centro financiero. La torre Cross Enterprises, propiedad de Cyrus Cross, ardía como una antorcha en medio del horizonte urbano, desafiando la calma de la noche. El magnate observaba desde la calle, rodeado por escoltas y asistentes nerviosos. Sus manos estaban firmemente escondidas en los bolsillos de su traje a medida, pero sus ojos, fríos y acerados, no podían ocultar la tormenta que se desataba en su interior. Era su edificio, su símbolo de poder, su orgullo hecho estructura… y estaba consumiéndose ante la mirada de todos. Sirenas resonaban, gritos se mezclaban con el crepitar del fuego. Las llamas habían alcanzado ya los pisos superiores, atrapando a decenas de empleados que trabajaban hasta tarde. —Señor Cross, los bomberos están actuando, pero la situación es crítica. —Su asistente le hablaba con la voz temblorosa. —Lo veo. —Cyrus respondió con frialdad, sin apartar la mirada de la torre. Y entonces la vio. Entre las figuras uniformadas que corrían hacia la entrada principal del edificio, destacaba una mujer. Su andar era firme, decidido, con un casco que brillaba bajo el reflejo de las llamas y el cabello rojizo recogido con prisa. Llevaba la chaqueta de bombero medio abierta, revelando la camiseta oscura empapada de sudor. En sus ojos había algo que Cyrus reconoció de inmediato: una mezcla peligrosa de desafío y valentía. Blair Drakaris La había visto en otras ocasiones, en entrevistas televisivas, en noticias locales donde la llamaban “la mujer que no teme al fuego”. Sabía que era una de las bomberas más jóvenes en alcanzar rango de liderazgo en la brigada de rescate. Una mujer con reputación de indomable. Ahora, frente a él, se lanzaba al corazón del incendio que estaba devorando su imperio. Cyrus sintió un golpe extraño en el pecho. Fascinación, sí, pero también irritación. ¿Qué era exactamente lo que le molestaba? ¿El hecho de que alguien más, y no él, estuviera tomando el control de la situación? ¿O esa arrogancia silenciosa que emanaba de cada uno de sus movimientos? —¡Drakaris, el piso dieciocho está colapsando! —gritó un compañero. —Lo sé. Por eso subiré yo. —respondió con determinación, ajustándose el casco. Cyrus apretó la mandíbula. Esa mujer estaba entrando en su torre, arriesgando su vida como si se tratara de un simple desafío personal. Un rugido metálico hizo estremecer la estructura, y trozos de vidrio ardiente cayeron a la calle. La multitud gritó y retrocedió. Cyrus no se movió. Clavó los ojos en Blair mientras ella desaparecía entre el humo y las llamas. El tiempo se volvió lento. Minutos que parecían horas. Las llamas seguían escalando, devorando el acero y el concreto como si fueran papel. —Señor, tiene que alejarse. Esto podría venirse abajo. —Uno de los escoltas lo intentó persuadir. —Nadie toca este edificio hasta que ella salga. —respondió con voz de hierro. No sabía por qué lo dijo, pero lo sabía con certeza: no se iría de allí sin verla regresar. Arriba, Blair avanzaba entre humo espeso y calor insoportable. La escalera de emergencia crujía bajo sus botas, y la máscara le ardía en el rostro. Tosió, pero no se detuvo. Había gente atrapada, y eso era lo único que importaba. Abrió de golpe una puerta en el piso diecisiete. Tres empleados estaban acurrucados contra la pared, cubriéndose del humo con pañuelos improvisados. —¡Vamos! —ordenó con firmeza—. ¡Síganme y no se detengan! ¿De acuerdo? Estos asintieron sin decir una sola palabra, pero con la incertidumbre y miedo al no saber si saldrían vivos del lugar. Los guió con la seguridad de quien había repetido ese acto incontables veces, aunque el miedo le mordiera por dentro. Uno de los hombres tropezó y ella lo levantó casi a la fuerza. Su fuerza física sorprendía; no era solo el uniforme, era la voluntad indomable que la sostenía. En la calle, Cyrus seguía sin apartar la mirada de las ventanas ardientes. Entre el humo, creyó distinguir movimiento. Y de pronto, allí estaba ella, emergiendo entre el caos, cubierta de hollín y sudor, con tres sobrevivientes tambaleándose tras de sí. Un rugido de alivio recorrió la multitud. Blair no se detuvo. Entregó a los rescatados a sus compañeros y volvió a ajustarse el casco. —¿A dónde crees que vas? —le gritó uno de los bomberos. —Arriba hay más gente. No pienso dejar a nadie. —afirmó con determinación sin que le temblase la voz. Cyrus dio un paso adelante, rompiendo el cerco de sus propios hombres. —¡Está loca! —exclamó su asistente. —No. —susurró él, sin darse cuenta de que sonaba casi… fascinado—. Está hecha de fuego. Y así, una vez más, Blair desapareció en el interior de la torre en llamas. Cyrus cerró los puños. Había visto hombres valientes, rivales implacables, incluso traidores dispuestos a morir por poder o dinero. Pero jamás había presenciado algo así: una mujer que parecía desafiar a la propia muerte con la única motivación de salvar desconocidos. Lo irritaba porque no podía controlarla, porque no podía ordenarle detenerse. Porque, por primera vez en mucho tiempo, no era él quien tenía el poder. Una ráfaga de viento avivó las llamas, iluminando el rostro serio y arrogante del magnate. A su alrededor, la multitud contenía la respiración, los bomberos trabajaban sin descanso, y las sirenas seguían gritando en la noche. Pero en su mente, solo había una imagen: la de Blair Drakaris avanzando entre el fuego, indomable, inalcanzable… y peligrosamente fascinante.La pantalla del computador ardía con líneas de coordenadas en movimiento. El reflejo azul iluminaba el rostro de Cyrus Cross, endurecido por la tensión.Su mano derecha temblaba apenas perceptiblemente sobre el ratón, mientras la izquierda sostenía el teléfono con fuerza.El mapa mostraba un punto rojo intermitente moviéndose bajo el distrito antiguo de la ciudad.—La señal está débil, pero sigue activa —informó Héctor, su jefe de seguridad—. Está en los túneles subterráneos, cerca del viejo club Monarch.Cyrus no respondió. Su mandíbula marcada se tensó.Cada segundo sin verla era un segundo perdido entre los escombros del miedo y la desesperación.Desde el otro lado del cristal, el reflejo de la noche parecía observarlo: el magnate poderoso y controlado, reducido ahora a un hombre que no podía pensar con claridad. Había visto muchas veces el rostro del peligro, había firmado contratos que arruinaban fortunas, había desmantelado imperios enteros con una palabra.Pero nada lo preparó
El aire del pasadizo olía a metal y humedad. Blair descendía por una escalera estrecha, con los dedos rozando la pared rugosa para no perder el equilibrio. Cada paso resonaba demasiado fuerte, como si el concreto amplificara el miedo. No podía correr. No podía hacer ruido. No podía pensar demasiado. A lo lejos, escuchó el eco de las voces. Órdenes secas. Zapatos que golpeaban el suelo con precisión militar. Balmaseda ya había desplegado a sus hombres. La puerta inferior del pasillo conducía a la zona de mantenimiento, justo detrás de la cocina. Recordó el plano que había memorizado la noche anterior: dos salidas de emergencia, una junto al estacionamiento y otra, menos visible, detrás de la bodega de vinos. Tenía que llegar a esa más pronto posible. El sonido de una radio se encendió justo encima. —Negativo, segundo piso despejado. Verificamos el área de archivo. —Busquen también en la planta baja —respondió la voz de Balmaseda—. Nadie abandona el edificio sin que yo lo autori
El club Cross no olía a humo ni a vino, sino a poder. Un perfume invisible, pesado, que se pegaba a la piel y hacía que hasta el aire pareciera tener dueño. Las lámparas de cristal bañaban el salón principal en una luz dorada que no lograba suavizar la oscuridad de las miradas. Cada carcajada sonaba ensayada, cada apretón de manos era una jugada. Todo parecía una de teatro ensayada.Blair se detuvo en la entrada unos segundos, ajustando la caída de su abrigo negro. Respiró hondo, lo suficiente para dominar el temblor que amenazaba con traicionarla. Había estado en incendios, en medio del caos, rodeada de llamas y humo, pero jamás había sentido tanto peligro como entre esas paredes cubiertas de mármol y dinero sucio. Ella estaba segura de que en ese mundo se movían negocios ilícito. Aunque la pantalla fuera totalmente otra.—Son solo hombres —se dijo mentalmente tratando de mantener la calma para no levantar sospechas—. Hombres que se creen dioses.Sus pasos resonaron con un eco elegan
La lluvia no había cesado. Golpeaba con insistencia los ventanales de la gran residencia, dibujando hilos de agua que se deslizaban como lágrimas silenciosas sobre el cristal. Afuera, la ciudad parecía disolverse en sombras, pero dentro de esas paredes, el mundo era otro: un universo reducido a dos almas que compartían la misma herida, la misma guerra, y un deseo que los desbordaba.Blair despertó antes del amanecer. La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por los últimos destellos del fuego. Cyrus dormía a su lado, con el ceño ligeramente fruncido, como si incluso en sueños cargara el peso de todos sus enemigos. Ella lo observó en silencio. Había algo hipnótico en la forma en que el poder y la vulnerabilidad se entrelazaban en su rostro. Ese hombre había levantado un imperio desde la nada, había enfrentado a políticos, empresarios y traidores, pero en ese instante no era más que un ser humano, agotado y roto, que había aprendido a sobrevivir sin confia
La noche había caído como un velo espeso sobre la ciudad. La residencia de Cyrus, imponente y sobria en su arquitectura de piedra oscura y ventanales amplios, parecía un refugio ajeno al caos que se desataba afuera. Dentro, el silencio se extendía con una calma inquietante, solo interrumpido por el crepitar leve de la chimenea del estudio principal. Blair estaba allí, de pie frente al ventanal. Llevaba una blusa color marfil, ligeramente desabrochada en el cuello, y un pantalón oscuro que delineaba con sutileza sus movimientos. La luz del fuego jugaba con su silueta, y el reflejo de las llamas parecía trazarle un aura dorada alrededor de la piel. Cyrus la observaba desde el otro extremo de la habitación. Llevaba horas con la camisa arremangada, el nudo de la corbata suelto y la mirada fija en ella, como si su sola presencia lo mantuviera entre la razón y la locura. Habían pasado días desde el escándalo público. Días en que la prensa, los socio
La ciudad amaneció cubierta de ruido. Noticieros, pantallas gigantes, periódicos… todos repetían los mismos titulares con ligeras variaciones, como un eco programado. Las acusaciones contra Cyrus Cross se habían transformado en espectáculo nacional. Los drones sobrevolaban la entrada de su edificio. Los periodistas acampaban frente al lobby. En cada pantalla, su rostro aparecía congelado en expresiones malinterpretadas. Un hombre poderoso… atrapado en su propio laberinto. Blair miraba desde el ventanal del ático, con una taza de café que se enfriaba entre sus manos. Apenas había dormido una hora, pero su mente trabajaba con una claridad que solo el cansancio extremo puede otorgar. “Si todo esto fue preparado… tiene que haber rastros”, pensó. Balmaseda más que un empresario también era un político meticuloso, pero incluso las mentiras más elaboradas dejan grietas. Y Blair, acostumbrada a rastrear indicios entre cenizas, sabía cómo leer el caos. Estaba segura que si investigaba ib
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