Las horas se arrastraron con una lentitud agonizante. Elisabetta había pasado de la furia al aburrimiento, y del aburrimiento a una ansiedad que le picaba bajo la piel.
La mancha de café en la pared se había secado, convirtiéndose en un mapa abstracto de su frustración, y los fragmentos de porcelana seguían esparcidos por la alfombra como dientes rotos.
No había intentado abrir la puerta de nuevo. Sabía que Pietro o alguno de los otros gorilas de Nicolo estaría al otro lado, impasible. Se sentía como un animal enjaulado, recorriendo el perímetro de la habitación, tocando las cortinas, alisando las sábanas, incapaz de quedarse quieta.
La noche cayó sobre Nápoles, envolviendo la habitación en sombras violetas antes de que las luces automáticas del jardín se encendieran abajo. Elisabetta se sentó en el borde de la cama, con la espalda rígida, escuchando los sonidos de la casa. Pasos lejanos, el timbre de un teléfono, el murmullo de voces graves. La vida seguía sin ella.
Cuando la puerta