Mientras los niños cenaban, Aurora se escabulló por el pasillo en busca de Lorenzo. Las fotografías que había hallado esa tarde parecían pesarle en el pecho, urgentes, imposibles de postergar. Se detuvo ante la puerta de su despacho, respiró hondo para calmar el temblor de sus manos y golpeó suavemente. —Adelante —la voz de Lorenzo llegó baja, grave, y por alguna razón hizo que su pulso se acelerara. Aurora empujó la puerta y entró. El despacho estaba iluminado por una lámpara en la esquina, que bañaba la habitación de un tono ámbar. Lorenzo estaba de pie, apoyado en el borde del escritorio, sin la chaqueta del traje, y tenía las mangas arremangadas hasta los antebrazos. —Aurora —su mirada se posó sobre ella y rápidamente supo, por la expresión en su rostro, que algo no andaba bien—. ¿Está todo en órden? Aurora caminó hasta el escritorio y dejó el sobre frente a él. —Las encontré esta tarde —dijo, y su propia voz le sonó más temblorosa de lo que le habría gustado. Lorenzo
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