El regreso a la mansión fue un borrón de luces estroboscópicas, órdenes ladradas por radio y maniobras evasivas que revolvieron el estómago de Elisabetta. La lujuria que los había consumido minutos antes en el asiento trasero se había evaporado, reemplazada por una tensión fría y metálica, mucho más peligrosa.
En cuanto cruzaron el umbral de la casa, Nicolo se transformó. Ya no era el amante apasionado que la había devorado contra la pared, era el Capo. Se movía por el vestíbulo dando instrucciones a su jefe de seguridad, Pietro, con una precisión militar, ignorando por completo la presencia de Elisabetta.
—Quiero el perímetro sellado. Nadie entra, nadie sale sin mi autorización directa. Revisen las cámaras del sector norte, el coche que nos seguía conocía la ruta alternativa.
Elisabetta se quedó parada al pie de la escalera, abrazándose a sí misma, sintiendo cómo el vestido esmeralda, antes una armadura de seducción, ahora pesaba toneladas.
—Nicolo —lo llamó, su voz sonando pequeña e