La luz del atardecer se filtraba por las ventanas, tiñendo el interior de la casa segura con un resplandor dorado y sereno. El aroma de la sopa recién hecha se mezclaba con el olor a madera y a tierra húmeda que traía la brisa, llenando el aire de una calma engañosa.
Elisabetta se encontraba en la mesa, dibujando dedicadamente con sus crayones. Su lengua asomaba entre sus labios en un gesto de concentración, ajena al silencio que se sentía en el resto de la casa.
Aurora miró a su alrededor y frunció el ceño al no ver a Matteo. Se secó las manos con un paño y salió a buscarlo.
Lo encontró en la entrada, sentado en el escalón de la puerta, los codos apoyados en las rodillas y las manos colgando entre ellas. La escena le apretó el pecho. A lo lejos, las siluetas de los hombres armados se recortaban contra la luz del atardecer, patrullando el perímetro.
El viento mecía con suavidad la copa de los árboles y agitaba el cabello oscuro de Matteo, que ni siquiera parpadeaba, como si su mirad