La lluvia caía a cántaros, implacable, lavando el asfalto sucio de la ciudad como si intentara borrar sus pecados. Aurora corría con los pulmones ardiendo y las piernas convertidas en hierro fundido.
Cada gota de agua le golpeaba el rostro como un recordatorio de que no había escapatoria, de que el mundo entero parecía conspirar para arrinconarla. El corazón le latía en la garganta, tan fuerte que casi le impedía escuchar los pasos que retumbaban detrás de ella, rápidos y seguros, como los de cazadores que saben lo cerca que están de su presa. El barrio era un laberinto de sombras y paredes descascaradas, donde el olor a humedad se mezclaba con el del peligro constante acechando en los callejones oscuros. Aurora dobló una esquina y se metió en un pasillo estrecho. No había nadie que pudiera ayudarla. En ese lugar, nadie se arriesgaba a interferir. Era como si las ventanas que bordeaban el callejón se cerraran de golpe, cómplices silenciosas de lo que estaba por ocurrir. —¡Detente de una vez, maldita sea! —rugió una voz masculina detrás de ella. Pero Aurora no se detuvo. Corrió más rápido, aunque cada zancada le recordaba lo mucho que le dolían los músculos. El frío le calaba los huesos, y el agua le escurría por la espalda como dedos helados. Sabía que no podía huir para siempre. Y, como si el destino quisiera probarle su punto, dos siluetas se materializaron desde la penumbra de un callejón lateral, cortándole el paso. —Mírala nada más… —dijo el primero, con una sonrisa torcida—. Casi la hacemos correr en círculos. Aurora retrocedió un paso, el pecho agitado, sintiendo el sabor metálico del miedo en la lengua. —No tengo el dinero ahora —dijo, con la voz entrecortada—. Pero lo conseguiré, lo juro. El segundo hombre rió, un sonido ronco que se perdió entre los truenos. —¿Ah, sí? —preguntó, acercándose más—. Nuestro jefe dice que ya se cansó de esperar. Y te advierto, nena, que cuando se cansa, busca otras formas de cobrarse. El primero estiró la mano y le tomó el mentón, obligándola a levantar la cara. Aurora se estremeció, pero se mantuvo firme. —Puedo pagarlo —dijo, apretando los puños—. Solo necesito unos días más. —Tal vez no tengas días —replicó el hombre, su sonrisa transformándose en una mueca cruel—. Tal vez el jefe quiera cobrar con otra cosa. Sus dedos bajaron por su cuello y Aurora reaccionó como de golpe, apartándolo con un manotazo. —¡No me toques! —espetó, la voz quebrada entre miedo y rabia. La respuesta fue inmediata, una bofetada tan fuerte que le hizo girar el rostro y la dejó aturdida. El calor ardiente se expandió por su mejilla y el sabor a sangre le inundó la boca. Por un segundo, el tiempo se detuvo. Probó el líquido metálico en su lengua, y la humillación se mezcló con una ira fría que la hizo lanzarse contra él. No era una pelea justa. Aurora era ágil, pero ellos eran más fuertes. Sus uñas arañaron un brazo, pateó una espinilla, pero pronto la redujeron, sujetándola por los hombros. El primero se rió, el sonido reverberando en el callejón vacío. —Te gusta pelear, ¿eh? Vamos a ver cuánto te dura la valentía cuando el jefe te tenga enfrente. Entonces, un ruido seco interrumpió la escena. Fue como el rugido lejano de una bestia. Una silueta emergió del final del callejón, oscura y alta, avanzando con la calma de alguien que no teme nada. —¿Quién…? —alcanzó a decir uno de los hombres antes de que un golpe lo derribara. Todo se volvió caos. El extraño se enfrentó a los hombres de manera salvaje y precisa. Aurora apenas pudo seguir los movimientos entre la cortina de lluvia. Parecía más una sombra que un hombre, una sombra que lo devoraba todo a su paso. El primer agresor intentó levantarse, pero otro hombre apareció detrás de la figura principal, con el rostro serio y un arma en la mano. El agresor retrocedió y no tardó en huir como un roedor escapando de una trampa. Aurora aprovechó el instante de distracción para intentar retroceder, pero las piernas le fallaron. El mundo giró a su alrededor, las luces de la calle se volvieron manchas borrosas. Trató de apoyarse en la pared, pero no logró sostenerse. El último sonido que escuchó fue el de sus propios latidos retumbando en los oídos, antes de que la oscuridad la reclamara. Alguien la atrapó antes de que tocara el suelo. Su cuerpo, ligero como una hoja empapada, fue levantado sin esfuerzo. —¿Qué haremos con ella, señor? —preguntó el hombre armado. Hubo un silencio breve, apenas roto por el tambor de la lluvia. La voz grave del desconocido resonó entonces, firme, sin dejar espacio a dudas: —La llevaremos a la mansión. (***) Aurora abrió los ojos con lentitud, como si temiera lo que pudiera encontrar al otro lado de sus párpados. El techo blanco que se alzaba sobre ella era tan alto que por un instante pensó que todavía estaba soñando y se preguntó dónde estaba. Una punzada le hizo cerrar los ojos mientras presionaba los dedos contra su sien, se incorporó despacio en la cómoda cama, sintiendo que el cuerpo le pasaba, y entonces comenzó a recordar los sucesos de la noche anterior. Las imágenes llegaron en oleadas. La lluvia helada, los hombres acorralandola en el callejón, la bofetada que le había dejado el labio partido, el extraño que surgió de la nada como un fantasma y el instante en que el suelo desapareció bajo sus pies. Entonces escuchó algo que la hizo abrir los ojos de golpe. Fueron pequeñas risitas, suaves como campanas, provenientes de un lugar cercano en la misma habitación y cuando miró al frente se encontró a los dueños de la suave melodía. Frente a la cama había una niña y un niño mirándola con ojos grandes y curiosos. Él era un poco más alto que ella pero ninguno parecía tener más de seis o siete años. Ambos tenían el cabello castaño oscuro, el de la niña era largo y caía en dos trenzas sobre sus hombros, mientras que el niño lo tenía ligeramente despeinado, como si hubiera corrido hasta allí. Los dos tenían los mismos ojos cafés, cálidos y vivaces, que la miraban como si fuera una criatura exótica que habían descubierto por accidente. —Despertó —dijo la niña con una sonrisa que iluminó su pequeño rostro—. Te dije que no estaba muerta. —Parecías una momia —dijo el niño y, aunque Aurora no entendía la situación, no pudo evitar que una pequeña sonrisa se le escapara. —¡Matteo! —lo reprendió la niña dándole un sutil codazo—. No se dice eso. Aurora se llevó una mano al pecho, sintiendo que el corazón le latía más lento, como si la sola presencia de esos pequeños hubiera despejado parte de su miedo. Eran tiernos, educados y tan graciosos que por un instante olvidó que no tenía idea de dónde estaba. —¿Quiénes son ustedes? —preguntó, todavía confundida, su voz ronca por el sueño. —Mi nombre es Elisabetta y él es mi hermano Matteo —respondió la niña, inclinando ligeramente la cabeza—. Vivimos aquí. Aurora asintió, sin comprender del todo. «¿Aquí? ¿Dónde es aquí?» pensó, pero no tuvo tiempo de preguntarlo pues la puerta se abrió repentinamente. El hombre que entró le robó el aliento. Alto, de hombros anchos y presencia imponente, llevaba un traje oscuro impecable que contrastaba con la suavidad de los niños. El aire pareció tensarse en el momento en que sus ojos se posaron en ella. —Aurora, despertaste. Su voz era grave, profunda, con un matiz de autoridad que hacía difícil mirarlo directamente. Aurora reconoció su voz, era el desconocido del callejón, uno de los hombres que la había salvado. Aurora abrió los ojos, sorprendida. ¿Cómo sabía su nombre?