El ambiente cambió por completo tras aquellas palabras, el corazón de Aurora dió un vuelco y el miedo le recorrió el cuerpo como un punzante escalofrío.
—Lleva a Aurora a la habitación de Elisabetta y Matteo —ordenó Lorenzo con el rostro serio, manteniendo un porte seguro aún ante la inminente amenaza—. Quédate con ellos, allí estarás segura —le dijo a Aurora y, sin esperar respuesta, salió de la habitación. Aurora permaneció inmóvil por un instante, como si permanecer en su sitio fuera a mantenerla segura, no quería abandonar esa habitación sabiendo que el peligro acechaba fuera, pero entonces recordó a los niños. El hombre la tomó del brazo con firmeza pero sin brusquedad, ayudándola a levantarse. Aurora sintió cómo las piernas le temblaban, pero avanzó por el pasillo junto a él. El corazón le latía tan fuerte que el eco de sus pasos le parecía un tambor que anunciaba su miedo. La mansión ya no se sentía como un lugar silencioso y elegante, estaba llena de movimiento, ruidos lejanos y el peligro había espesado el aire. Aurora tragó saliva y apretó el paso, en ese momento su mente solo estaba en los niños. Los ojos de Aurora se abrieron con pánico al encontrarse con Elisabetta y Matteo a mitad del corredor. Eran tan solo unos niños pero en sus inocentes rostros no había lágrimas, solo una alerta silenciosa que le erizó la piel a Aurora. —Niños, ¿qué hacen fuera de su habitación? —les preguntó el hombre, firme pero calmado—. Andando. Como si en su inocencia aún captara que algo no estaba bien, Matteo tomó la mano de su hermana para llevarla de regreso a su habitación. Aurora entró detrás de ellos. La habitación estaba iluminada con una lámpara cálida, acogedora a pesar de la tensión que se respiraba. Había dos camas infantiles perfectamente hechas, una con una colcha rosa pálido y otra azul, estantes con juguetes y muñecos ordenados, y una pequeña mesa con crayones y hojas de papel esparcidas. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Aurora fue la puerta reforzada y las ventanas con gruesos cristales. —Las ventanas son antibalas —dijo el hombre, como si pudiera leer su mente—. Y la puerta también está reforzada. Aquí estarán a salvo. Aurora asintió, pero no estaba segura de que esas palabras fueran suficientes para tranquilizarla. El hombre sacó algo de su bolsillo y se lo tendió. —La llave. Si Lorenzo no regresa, no abran hasta que alguien más venga por ustedes. Aurora la tomó, sus dedos rozaron el metal frío, y el hombre abandonó la habitación cerrando por fuera. El silencio que siguió fue pesado, denso, como si la habitación hubiera quedado suspendida fuera del tiempo. Aurora se giró y vio a los niños en medio de la habitación, observándola en silencio. —Bueno… —dijo, intentando sonreír—. Creo que ahora esta es nuestra guarida secreta. —¿Dónde está nuestro padre? —preguntó Matteo, con una seriedad que no parecía propia de un niño de su edad. Aurora parpadeó, sin saber exactamente qué responder. —Él tuvo que salir —mintió, intentando no mostrar su inquietud. Elisabetta inclinó la cabeza. —¿Cómo conoces a papá? Aurora dudó, y se sentó en la alfombra para quedar a su altura. —Bueno, no lo conozco bien. Matteo la miró, ceñudo. —¿Ni siquiera sabes su nombre? Aurora apretó los labios, divertida a pesar de todo. —No lo recuerdo, es todo. A veces olvido cosas. —Es Lorenzo —respondió Elisabetta—. No nos has dicho tu nombre. —Me llamo Aurora —sonrió suavemente. —Es un bonito nombre. —Gracias, tú también tienes un nombre muy bonito —le dió un toque con el índice en la punta de su pequeña naríz. Matteo, por su parte, aún estaba serio y distante—. Oigan, esta habitación es increíble. —¿Quieres ver mis muñecas? —preguntó Elisabetta, corriendo hacia un estante. —Claro —respondió Aurora, agradecida de poder distraerlos. La niña le mostró una muñeca de vestido blanco, con el cabello cuidadosamente peinado. Aurora la tomó entre sus manos y fingió examinarla con gran atención. —Esta debe ser la princesa de la habitación, ¿no? —No —rió Elisabetta—. Es la reina. —¡Oh, entonces la reina necesita un castillo! —exclamó Aurora, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está su trono? Elisabetta corrió a una pequeña silla y la puso en medio de la habitación. Matteo observaba desde su lugar junto a la puerta, serio, pero Aurora lo miró y sonrió. —Y tú, Matteo, ¿quieres ayudarme? Matteo dudó, pero finalmente se acercó. Aurora se puso de rodillas y juntó las muñecas y los juguetes en una improvisada corte real. —Muy bien, ahora tenemos a la reina… —dijo Aurora, haciendo una voz teatral—. Pero necesitamos caballeros valientes que la protejan de los dragones. —¡Matteo puede ser el caballero! —propuso Elisabetta, su hermano no se mostró interesado. —No lo sé, debe ser alguien fuerte y valiente —las palabras de Aurora hicieron que Matteo la mirase—. ¿Qué dices, Matteo? ¿Quieres ser el caballero? El niño se tomó un momento antes de responder, su mirada se posó sobre la puerta de madera oscura antes de regresar a la mirada cálida de Aurora. —De acuerdo. —Perfecto —Aurora sonrió genuinamente—. Pero primero debemos escondernos en la cueva secreta, porque hay dragones que vienen en camino. —¡Rápido, escondan a la reina! —gritó Elisabetta entre risas. Aurora se dejó caer en el suelo, cubriendo la muñeca con una manta mientras Elisabetta reía y jugaba a su alrededor. Matteo aún parecía un poco distraído pero le seguía la corriente a su hermana. Por un momento, la tensión se desvaneció y la habitación se llenó solo con el sonido de sus voces y el eco de la imaginación infantil. Cuando el juego terminó, Elisabetta se recostó en su cama con la cabeza descansando sobre el regazo de Aurora mientras ella acariciaba su cabello con suavidad. Matteo se encontraba en silencio observando por la ventana, como si esperara a que su padre regresara. —Matteo —lo llamó Aurora en voz baja. El niño levantó la cabeza. —Ven —le dijo, haciéndole un gesto con la mano. Él dudó un instante, pero finalmente se levantó y cruzó la habitación. Elisabetta le hizo un lugar junto a ella, y Aurora los abrazó a ambos, sintiendo sus pequeños cuerpos cálidos contra el suyo. El mundo afuera se estaba oscureciendo, y la lámpara de la habitación proyectaba sombras largas en el suelo. Aurora pasó los dedos por el cabello suave de Matteo y luego por el de Elisabetta, como si pudiera protegerlos de esa manera. Miró una vez más hacia la puerta. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que los habían encerrado allí, pero cada minuto se sentía como una eternidad. «¿Cómo terminará esto?» pensó, con un nudo en la garganta. (***) En algún momento, Aurora se rindió a su propio cansancio y a la calma en la habitación, pero su sueño fué ligero porque despertó cuando escuchó un ruido metálico. Se levantó de golpe al escuchar la cerradura. El pánico tensó su cuerpo y pensó en despertar a los niños para intentar esconderlos, pero la puerta se abrió antes de que ella pudiera siquiera reaccionar. En ese instante el tiempo pareció detenerse mientras la expectación tensaba el aire. Todo su cuerpo se relajó cuando vió entrar a Lorenzo, pero la calma duró apenas un instante. Su presencia imponente llenó el marco de la puerta, la luz del corredor invadió la penumbra de la habitación y dejó a Aurora ver la sangre que había salpicado su rostro, igual que su camisa blanca, la cual era ahora un mapa de tonos carmesí que se extendían por su torso. Había algo inquietantemente sereno en su expresión, como si el caos que acababa de atravesar no lo hubiera tocado, como si el peligro fuera un lenguaje que él hablaba con fluidez. El estómago de Aurora se encogió, y el aire salió de sus pulmones en un suspiro entrecortado. —Oh, Dios…