Mundo ficciónIniciar sesiónClara Dawson pensó que era solo otro empleo como niñera. Pero nada en la mansión Blackthorn es normal. Tras sus imponentes muros y pasillos susurrantes, se esconde una niña rota por el silencio... y un hombre aún más peligroso: Alexander Blake. Frío, controlador y marcado por una pérdida que aún arde en las paredes de su casa, Alexander no tolera errores, ni afectos innecesarios. Clara llegó para cuidar a Isla, su hija de seis años. Pero lo que encuentra es un mundo donde sentir está prohibido, y cada vínculo es una amenaza. Aun así, Isla comienza a sonreír... y eso desata la furia del hombre que todo lo vigila. Pero lo que Alexander no esperaba es que Clara no se quebrara tan fácilmente. En un ambiente gótico lleno de secretos, Clara deberá elegir entre su libertad y proteger a una niña que empieza a confiar en ella. Aunque eso signifique desafiar al hombre más temido de todos. ¿Hasta dónde puede llegar una mujer sin nada que perder… cuando empieza a sentir demasiado?
Leer másCapítulo 20 – Donde el polvo sueñaLa niña creció sin nombre.O, mejor dicho, con uno que nunca terminaba de pronunciarse del todo.Los demás la llamaban “Lucía”, aunque a veces, en las noches sin luna, cuando el viento pasaba sobre el valle, se oía una voz que susurraba otro distinto: Isla.Entonces ella despertaba con la sensación de haber olvidado algo sagrado.Vivía en el borde del pueblo, en una casa pequeña con paredes de piedra. Nadie la había visto enfermar jamás.Decían que hablaba sola, o con alguien que nadie más podía ver.Y cuando tocaba el suelo con las manos desnudas, las flores marchitas volvían a erguirse por un instante antes de morir otra vez.⸻Cada noche soñaba con un lugar de niebla y ruinas.Había un río que no corría, solo temblaba.Y sobre el agua flotaban fragmentos de rostros, como espejos rotos.Allí estaba Clara, de pie, vestida con un manto gris. Sus ojos eran serenos, pero cargaban un cansancio que solo tienen las almas que se quedaron a mitad del camino
Capítulo 19 – La hija del silencio El tiempo, en aquel pueblo, no avanzaba: se desgastaba.Los días eran iguales, envueltos en una calma que más parecía resignación.El internado se había convertido en ruinas cubiertas de musgo, y la parroquia, restaurada con maderas nuevas, conservaba bajo su suelo la grieta que nadie quiso nombrar.A veces, cuando el viento soplaba desde el valle, los ancianos decían que el aire olía a incienso y a lluvia quemada.Y por las noches más largas, se escuchaba un sonido leve, como el suspiro de alguien que intenta soñar dentro de la piedra.El pueblo lo llamó la noche del silencio.Un suceso que nadie entendió, pero que todos recordaban con el cuerpo, como se recuerda una fiebre.⸻Una mañana gris, una mujer apareció en el camino del sur.Llevaba un abrigo largo, cubierto de polvo, y en brazos sostenía a una niña dormida. Su andar era lento, como si cada paso le doliera. Nadie la reconoció.Pero algunos, al mirarla, sintieron una punzada extraña, un eco
Capítulo 18 – Las voces del polvo El suelo se abrió como una herida antigua, supurando oscuridad.No fue un temblor, sino un gemido: el sonido de algo que llevaba siglos dormido bajo la piedra. Las bancas de la parroquia se deslizaron hacia el altar, arrastradas por un viento que olía a tierra húmeda y a hierro oxidado. El aire se volvió espeso, saturado de polvo y ceniza, y Clara sintió que cada respiración era como tragar cenizas de un incendio invisible.—¡Padre Esteban! —gritó Alexander, forcejeando contra la sombra que lo retenía—. ¡Ayúdela!Pero el sacerdote no respondió de inmediato. Estaba de pie frente al crucifijo fracturado, con la mirada fija en los ojos vacíos del Cristo ennegrecido. Su mano temblaba mientras apretaba un rosario que ardía como si fuera de fuego.—No hay exorcismo posible… —dijo finalmente, con voz quebrada—. Esto no es una posesión. Es un regreso.Clara sostuvo a Isla contra su pecho. La niña no lloraba, pero su cuerpo temblaba con espasmos irregulares.
Capítulo 17 – La noche que respiraLa oscuridad no cayó: se derramó.Primero fue el silencio —espeso, absoluto—, luego el murmullo de las velas apagándose una por una, como si algo las soplara desde adentro. El aire en la parroquia se volvió denso, casi sólido, y cada respiración parecía un esfuerzo contra una fuerza invisible.Clara sostuvo a Isla entre sus brazos, pero la niña ya no era un cuerpo: era un temblor. Su piel ardía, las venas se marcaban en un tono oscuro bajo la superficie, y su boca repetía sin voz palabras imposibles de entender.—¡Padre Esteban! —gritó Alexander, buscando en la penumbra—. ¡Haga algo!Pero el sacerdote no respondió. Estaba inmóvil frente al altar, con los ojos fijos en el crucifijo. El metal de la cruz había comenzado a ennegrecerse, y una grieta, fina como una herida, descendía desde el rostro de Cristo hasta el suelo.—No es ella quien habla —susurró Brígida—. Es él… el que no terminó de morir.Un estruendo sacudió los vitrales. La luz del amanecer
El eco en la pielEl pueblo estaba en silencio cuando llegaron. La niebla del amanecer cubría las calles como un sudario, y los pocos habitantes que madrugaban se detuvieron a observarlos con recelo. Clara, con Isla en brazos, parecía una madre rota que cargaba a una hija enferma; Alexander sostenía su peso como podía, con el cuerpo rígido de dolor, y Brígida, cubierta de polvo y lágrimas secas, caminaba detrás con pasos inseguros.Nadie preguntó nada. Era como si el pueblo hubiera sentido la onda invisible de lo que había ocurrido en el internado, como si la oscuridad liberada hubiese arañado también sus muros. El aire pesaba. Las campanas no repicaban. Y los rostros que se asomaban entre ventanas y puertas no transmitían compasión, sino miedo.El refugioLa parroquia era el único lugar que los acogió. El padre Esteban, alto y envejecido por años de penitencia, los miró entrar con ojos llenos de preocupación. Encendió velas a pesar de que ya amanecía. El humo del incienso cubría el a
Las cicatrices del amanecer El aire del amanecer estaba frío y húmedo. Los primeros rayos de luz no traían consuelo, sino un recordatorio del caos que habían dejado atrás. Cada columna derrumbada, cada escombro, parecía susurrar los horrores que habían vivido. Clara caminaba con Isla en brazos, apoyándose en Alexander y Brígida. Cada paso era un esfuerzo; cada respiración recordaba el polvo, el humo y las sombras que aún ardían en sus mentes.Isla permanecía callada, los ojos grandes y vacíos, como si aún estuviera atrapada entre la luz y la oscuridad. Cada vez que Clara la miraba, sentía un nudo en la garganta. Sabía que la niña había cambiado para siempre. Sus manos eran más frágiles, sus gestos más medidos, como si cada movimiento le costara un mundo de energía.—Clara… —susurró Alexander—. ¿Crees que… él volverá?Clara negó con la cabeza, aunque su corazón le decía que esa promesa oscura seguía viva.—No lo sé —respondió—. Pero si lo hace… estaremos listos.Brígida caminaba detrá





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