Clara Dawson pensó que era solo otro empleo como niñera. Pero nada en la mansión Blackthorn es normal. Tras sus imponentes muros y pasillos susurrantes, se esconde una niña rota por el silencio... y un hombre aún más peligroso: Alexander Blake. Frío, controlador y marcado por una pérdida que aún arde en las paredes de su casa, Alexander no tolera errores, ni afectos innecesarios. Clara llegó para cuidar a Isla, su hija de seis años. Pero lo que encuentra es un mundo donde sentir está prohibido, y cada vínculo es una amenaza. Aun así, Isla comienza a sonreír... y eso desata la furia del hombre que todo lo vigila. Pero lo que Alexander no esperaba es que Clara no se quebrara tan fácilmente. En un ambiente gótico lleno de secretos, Clara deberá elegir entre su libertad y proteger a una niña que empieza a confiar en ella. Aunque eso signifique desafiar al hombre más temido de todos. ¿Hasta dónde puede llegar una mujer sin nada que perder… cuando empieza a sentir demasiado?
Leer másEl eco en la pielEl pueblo estaba en silencio cuando llegaron. La niebla del amanecer cubría las calles como un sudario, y los pocos habitantes que madrugaban se detuvieron a observarlos con recelo. Clara, con Isla en brazos, parecía una madre rota que cargaba a una hija enferma; Alexander sostenía su peso como podía, con el cuerpo rígido de dolor, y Brígida, cubierta de polvo y lágrimas secas, caminaba detrás con pasos inseguros.Nadie preguntó nada. Era como si el pueblo hubiera sentido la onda invisible de lo que había ocurrido en el internado, como si la oscuridad liberada hubiese arañado también sus muros. El aire pesaba. Las campanas no repicaban. Y los rostros que se asomaban entre ventanas y puertas no transmitían compasión, sino miedo.El refugioLa parroquia era el único lugar que los acogió. El padre Esteban, alto y envejecido por años de penitencia, los miró entrar con ojos llenos de preocupación. Encendió velas a pesar de que ya amanecía. El humo del incienso cubría el a
Las cicatrices del amanecer El aire del amanecer estaba frío y húmedo. Los primeros rayos de luz no traían consuelo, sino un recordatorio del caos que habían dejado atrás. Cada columna derrumbada, cada escombro, parecía susurrar los horrores que habían vivido. Clara caminaba con Isla en brazos, apoyándose en Alexander y Brígida. Cada paso era un esfuerzo; cada respiración recordaba el polvo, el humo y las sombras que aún ardían en sus mentes.Isla permanecía callada, los ojos grandes y vacíos, como si aún estuviera atrapada entre la luz y la oscuridad. Cada vez que Clara la miraba, sentía un nudo en la garganta. Sabía que la niña había cambiado para siempre. Sus manos eran más frágiles, sus gestos más medidos, como si cada movimiento le costara un mundo de energía.—Clara… —susurró Alexander—. ¿Crees que… él volverá?Clara negó con la cabeza, aunque su corazón le decía que esa promesa oscura seguía viva.—No lo sé —respondió—. Pero si lo hace… estaremos listos.Brígida caminaba detrá
– La elección del abismo El internado temblaba como si sus cimientos quisieran expulsar todo lo que había dentro. Las paredes crujían y de las grietas brotaba un humo oscuro que olía a hierro y tierra húmeda. La risa antigua seguía resonando en los corredores, multiplicándose en ecos que parecían provenir de cada pared, de cada sombra, de cada recuerdo enterrado en aquel lugar.Clara respiraba con dificultad. Cada paso que daba hacia Isla era un esfuerzo titánico: el suelo vibraba y el miedo la empujaba a retroceder. Alexander y Brígida la seguían de cerca, mientras Méndez permanecía inmóvil, con la mirada fija en la figura de Elías y la niña atrapada a su lado.—¡No podemos dejar que esto siga! —gritó Alexander, intentando sostener la linterna que chisporroteaba—. ¡Ella no es de él!Elías se giró lentamente hacia ellos. Su presencia parecía absorber la luz y el aire se volvió más denso, casi venenoso. Sus ojos dorados brillaban como brasas encendidas, y a su alrededor las sombras se
El silencio posterior al susurro de Isla fue tan insoportable que Clara sintió que la sangre en sus venas se había detenido. Brígida, temblando, se aferró a su brazo, mientras Alexander intentaba hacer funcionar la linterna sin éxito. Méndez, en cambio, permanecía inmóvil, con la mirada perdida en la oscuridad, como si aquel murmullo infantil lo hubiese atravesado por dentro y hubiera dejado en él una rendija por donde se colaba la culpa.De repente, las luces del pasillo parpadearon con violencia, bañando el lugar en una claridad intermitente que parecía arrancar destellos de otra realidad. Entre esos destellos vieron a Isla en el descanso de las escaleras, con la rosa negra en la mano. Su vestido estaba rasgado; la piel, casi translúcida. Lo más aterrador eran sus ojos: dos pozos sin fondo, como si algo —o alguien— los hubiese vaciado hasta dejar solo la forma.—Isla… —Clara avanzó un paso, la voz rota—. No te dejes atrapar.La niña ladeó la cabeza, y una mueca que pudo ser sonrisa
El apagón dejó un vacío tan absoluto que parecía tragarse los latidos de todos los presentes. Ni un suspiro, ni un crujido del edificio. Solo un silencio denso, casi vivo, que apretaba los pechos y obligaba a contener la respiración. Era como si los muros hubiesen absorbido toda vibración, toda chispa de vida, hasta convertir el aire en una tumba de piedra.Clara tanteó a ciegas buscando la mano de Isla, pero solo halló aire frío. Un escalofrío recorrió su espina dorsal: Isla ya no estaba allí.—¿Isla? —susurró, pero su voz se quebró como un cristal y el eco se perdió demasiado rápido, como si alguien lo hubiera devorado.De pronto, una chispa azulada iluminó la oscuridad. Alexander había encendido una linterna pequeña, rescatada de su bolsillo roto. El haz de luz era débil, tembloroso, pero suficiente para revelar los rostros tensos de Brígida y Méndez. Sus miradas eran espejos de miedo, reflejando la misma pregunta que todos callaban: ¿dónde está Isla?Elías, en cambio, había desapa
La oscuridad no fue silencio.Fue un rugido contenido, como si el internado entero hubiese inhalado y olvidado cómo exhalar.Clara abrió los ojos, pero no veía nada. Ni siquiera sus propias manos. El vacío era tan espeso que parecía tener peso, hundiéndola en un mar sin fondo. Apenas escuchaba el propio corazón golpeándole en los oídos.Luego, un chasquido metálico quebró la negrura. Las luces parpadearon una vez, y en ese destello vio a Isla suspendida todavía en la camilla, los tubos vibrando como si respiraran por ella. Un latido extraño, grave, resonaba en las paredes.–¡Isla! –gritó Clara, pero su voz sonó sofocada, como si las paredes la devoraran.En el segundo parpadeo de las luces, Elías apareció junto a la camilla. No se había movido, y aun así parecía ocupar todo el espacio. Sus ojos, fríos y brillantes, no miraban a nadie en particular, pero todos sintieron que los observaba. El aire se espesó, denso, como si algo invisible presionara sobre los pechos de los presentes.Ale
Último capítulo