Capítulo 20 – Donde el polvo sueña
La niña creció sin nombre.
O, mejor dicho, con uno que nunca terminaba de pronunciarse del todo.
Los demás la llamaban “Lucía”, aunque a veces, en las noches sin luna, cuando el viento pasaba sobre el valle, se oía una voz que susurraba otro distinto: Isla.
Entonces ella despertaba con la sensación de haber olvidado algo sagrado.
Vivía en el borde del pueblo, en una casa pequeña con paredes de piedra. Nadie la había visto enfermar jamás.
Decían que hablaba sola, o con alguien que nadie más podía ver.
Y cuando tocaba el suelo con las manos desnudas, las flores marchitas volvían a erguirse por un instante antes de morir otra vez.
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Cada noche soñaba con un lugar de niebla y ruinas.
Había un río que no corría, solo temblaba.
Y sobre el agua flotaban fragmentos de rostros, como espejos rotos.
Allí estaba Clara, de pie, vestida con un manto gris. Sus ojos eran serenos, pero cargaban un cansancio que solo tienen las almas que se quedaron a mitad del camino