Ecos bajo la piel
La lluvia volvió al amanecer.
No con fuerza, sino con la delicadeza cruel de quien no necesita gritar para hacer daño.
Las gotas resbalaban por los ventanales del internado como lágrimas antiguas, como memorias que nadie había pedido recordar.
El edificio entero parecía contener la respiración.
Clara no durmió.
El encuentro con Alexander la había dejado con el corazón inquieto, latiendo en un idioma que no comprendía del todo. Sus palabras –tan medidas, tan cargadas de peso– no la abandonaban. Tampoco su mirada. Esa noche, algo se había roto entre ellos... o tal vez algo había comenzado a nacer.
Cuando bajó a desayunar, Isla no estaba.
—Se sintió mal —explicó Brígida, sirviendo té con sus manos huesudas—. Tiene fiebre y no ha querido hablar. Ni comer.
Clara subió corriendo.
La niña estaba en su cama, acurrucada como un pájaro herido.
La frente ardía. Los labios, secos. Un leve temblor recorría su cuerpo como una corriente subterránea.
—Isla... soy yo. ¿Puedes decirme