Capítulo 3 – Bajo su control
La tensión en la oficina se podía cortar con un cuchillo. Clara se quedó paralizada mientras Alexander Blake acortaba la distancia entre ellos, con una mirada tan intensa como impenetrable. Sus pasos eran silenciosos sobre la alfombra gruesa, pero cada uno pesaba como una advertencia. Su rostro se acercó. Lo suficiente como para sentir su aliento. —A partir de hoy —dijo con voz firme—, Isla estará completamente bajo su supervisión. Clara tragó saliva, pero no bajó la mirada. Él quería intimidarla. Leerla. Pero no iba a dárselo. —Entendido, señor Blake. Alexander entrecerró los ojos, con una calma peligrosa. —No. No creo que entienda. —Su tono se volvió más bajo, más helado—. Cualquier cosa que le pase a esa niña… cualquier cosa que no me guste… caerá sobre usted. Se detuvo justo frente a ella. Clara podía sentir la electricidad en el aire. Su respiración rozaba su rostro. —Y yo soy muy exigente —añadió, con una sonrisa apenas perceptible. Era una sonrisa hueca. Hecha no de alegría, sino de dominio. Clara sostuvo su mirada, desafiándolo, aunque su corazón latía desbocado. Él no la tocó. No hacía falta. Su presencia invadía, envolvía, asfixiaba. Estaba dejando claro quién tenía el control. Y entonces, tan rápido como se acercó, se apartó. Como si todo aquello hubiese sido solo una prueba. Un juego. —Puede retirarse —dijo, volviendo a su escritorio sin siquiera mirarla. Clara salió sin pronunciar palabra, conteniendo el temblor que amenazaba con apoderarse de sus piernas. Caminó por los pasillos amplios de la mansión con el paso firme que había aprendido a fingir. Pero por dentro, cada célula de su cuerpo vibraba con adrenalina y rabia contenida. ¿Quién demonios se creía él para hablarle así? Pero al doblar la esquina, la rabia se desvaneció. Isla la esperaba en silencio, su pequeña figura iluminada por la luz tenue del ventanal. No dijo nada. Solo se acercó… y le tomó la mano. El gesto fue tan simple, tan silencioso… y sin embargo, tan poderoso. Clara respiró hondo. La niña la necesitaba. Y eso le daba un propósito más fuerte que el miedo. —¿Vamos a ver tus juguetes? —preguntó con una sonrisa. Isla asintió, sin decir palabra. El resto de la tarde pasó volando. Isla se mostró más suelta, más atenta. Incluso rió —una risa baja, pequeña, como si tuviera miedo de que alguien la oyera— cuando Clara imitó un perro ladrando con torpeza y uno de los guardias la observó desde la puerta con una ceja levantada. Después la llevó al jardín trasero. Había un columpio antiguo, una fuente seca cubierta de musgo y un árbol viejo con marcas grabadas en su tronco. Clara notó que Isla tocaba una de esas marcas con el dedo cada vez que pasaban, como un ritual silencioso. —¿Te gusta este lugar, eh? Isla hizo un gesto con los hombros. Ni afirmación ni negación. Algo en medio. Clara la observó con atención. —¿No te gusta mucho tu papá? La niña se encogió, como si esa sola palabra pesara demasiado. No respondió. No hacía falta. Clara entendía bien lo que era el silencio cuando se tiene miedo. Y entonces, como si un susurro pasara entre los árboles, Clara sintió algo: una sombra. Una presencia. No era nada visible… pero estaba ahí. El aire se volvió más frío. Isla también se detuvo. Giró la cabeza, como si escuchara algo que Clara no podía oír. Pero no dijeron nada. Esa noche, Clara subió a su habitación sintiéndose más agotada emocionalmente que físicamente. Pero al abrir la puerta, su pecho se tensó de inmediato. Sobre la cama, una hoja perfectamente doblada. "Ocho en punto. Salón principal. No llegue tarde." Sin firma. Sin cortesías. Sin margen. El reloj marcaba las 7:42. Clara respiró hondo. Se recogió el cabello de nuevo. No pensaba dejar que ese hombre la viera temblar. A las ocho en punto exactas, bajó las escaleras. El salón principal estaba iluminado por luces tenues, y una chimenea crepitaba con elegancia. El lugar parecía sacado de un sueño dorado… o de una trampa perfecta. Alexander estaba allí, de pie frente al fuego, con un vaso de whisky en la mano y la otra en el bolsillo. Llevaba una camisa negra arremangada, el primer botón desabrochado. Parecía relajado, casi atractivo. Pero Clara sabía que nada en él era espontáneo. Todo en él era control. —Señorita Dawson —saludó, sin apartar la vista del fuego—. Quiero dejarle algo claro. —¿Qué cosa? —preguntó Clara, cruzando los brazos. Él giró lentamente, como si cada movimiento formara parte de un guion. —Usted ha hecho que Isla se muestre diferente. Habla más. Sonríe. Me molesta. Clara frunció el ceño. —¿Le molesta que su hija sonría? —Me molesta no tener el control absoluto de lo que sucede a mi alrededor —respondió sin rodeos. Clara sintió un escalofrío. Pero no se echó atrás. —Entonces despídame —dijo, levantando la barbilla. Alexander soltó una risa breve, seca, como si ella acabara de contarle un buen chiste. —No tan rápido. Me intriga saber hasta dónde puede llegar alguien como usted. Por eso va a quedarse. Volvió a acercarse. Como antes. Como siempre. Lentamente. Con intención. —¿Y si me niego? —susurró Clara. Él inclinó la cabeza, sin apartar la mirada. —¿Va a dejar sola a Isla? El golpe fue certero. Clara lo supo. No solo sabía controlar… sabía exactamente dónde dolía. —Cualquier cosa que le pase a Isla, aunque sea un rasguño, será su culpa —murmuró, acercando su rostro al de ella. Su aliento rozó su mejilla—. Y yo no soy precisamente indulgente. Clara no se movió. Respiró hondo. Cerró los puños. —Entonces cuidaré de ella como si fuera mi vida. Alexander sonrió. Una sonrisa oscura. De esas que dicen "eso quería oír". —Eso espero. Y justo cuando parecía que iba a apartarse, un fuerte golpe en la puerta interrumpió el momento. Clara dio un paso atrás, instintivamente. Uno de los empleados entró apresurado, sin esperar permiso. —Señor Blake. Llegó el señor Legrand. Dice que es urgente. Alexander no respondió de inmediato. Solo miró a Clara durante unos segundos más. Había algo distinto en su mirada. Un brillo... casi incómodo. Finalmente, se giró. —Hazla llevar a su habitación —ordenó sin volver a mirarla. Y se fue. Como si la conversación no hubiese existido. Clara se quedó sola, con el corazón latiendo en los oídos. El silencio volvió a apoderarse del salón, junto con el calor del fuego y el olor a whisky. Pero el ambiente ya no era el mismo. Ahora lo sabía con certeza: Alexander Blake no era simplemente un hombre con poder. Era un hombre acostumbrado a moldear el mundo a su voluntad. Y ella… ya estaba dentro de ese mundo.