El muro comienza a caer
El atardecer se filtraba por los vitrales del pasillo oeste, tiñendo las paredes de tonos ámbar y escarlata. Las sombras se alargaban como dedos silenciosos, rozando los mármoles con un susurro de despedida. Clara caminaba en silencio junto a Isla, sosteniéndola de la mano. La niña, tan frágil como un suspiro, se aferraba a ella como si su presencia la mantuviera a salvo de un mundo que no comprendía.
–¿Puedo enseñarte mi escondite favorito? –preguntó Isla con voz baja, casi como si temiera romper algo con sus palabras.
Clara asintió con una sonrisa suave, esa que sólo usaba con la niña. Ambas desaparecieron por un pasillo lateral, cruzando la galería de mármol hasta llegar a una puerta vieja que apenas se sostenía sobre sus bisagras. Detrás, oculto del resto del mundo, un pequeño invernadero las esperaba como un secreto bien guardado.
Las plantas trepaban como dedos curiosos por las paredes, y el aire olía a tierra húmeda, a flores viejas… y a algo más. Algo difícil de nombrar, como un recuerdo enterrado. Isla se sentó en una piedra, bajo una enredadera de jazmín. Clara se acomodó a su lado.
–¿Por qué no hablas con los demás como hablas conmigo? –preguntó Clara.
Isla bajó la mirada.
–No me entienden. Y no me escuchan. Pero tú… tú sí lo haces. Eres diferente. No te vayas, por favor.
Clara tragó saliva. El pecho le pesó con una mezcla de ternura y culpa. Acarició suavemente el cabello de Isla, sintiendo el nudo silencioso que las unía.
Lo que no sabía era que Alexander las observaba desde la entrada del invernadero. No había hecho ruido al llegar. Su figura imponente se mantenía entre las sombras, pero sus ojos estaban clavados en Clara. La escena frente a él lo desarmaba de una forma que no podía aceptar. Su hija, la niña que no hablaba, estaba abriéndose con una extraña. Y esa extraña era ella.
Clara sintió algo. Una vibración en el aire. Giró la cabeza. Y lo vio. Alexander. De pie. Silencioso. Observándola.
Sus miradas se cruzaron. Él no dijo nada. Tampoco frunció el ceño como de costumbre. Su expresión era otra: más suave, contenida. Clara parpadeó, confundida. Había visto ira en esos ojos antes, pero ahora… había otra cosa. Algo que no podía nombrar.
Alexander dio un paso hacia adentro. Isla se puso rígida, pero Clara le sostuvo la mano.
–Isla, cariño –dijo él, con una voz mucho más baja de lo habitual–. ¿Podrías darnos un momento?
La niña dudó, pero miró a Clara y luego asintió. Se levantó y desapareció por un costado del invernadero, dejando a ambos adultos solos en el crepúsculo perfumado.
El silencio que siguió fue denso.
–¿Qué es exactamente lo que estás haciendo con mi hija? –preguntó Alexander finalmente, sin elevar la voz.
Clara se puso de pie.
–Estoy acompañándola. Escuchándola. Cuidándola… algo que usted claramente no hace –dijo con firmeza.
Alexander parpadeó. Su mandíbula se tensó, pero no replicó. Por primera vez, no era el hombre impenetrable que imponía miedo. Había algo más humano en él en ese instante.
–No entiendo cómo lograste acercarte a ella –dijo finalmente.
–Tal vez porque no la trato como un problema que hay que corregir –respondió Clara.
El sol bajaba, y el invernadero parecía hundirse en un resplandor dorado, como si el lugar mismo supiera que algo importante estaba ocurriendo.
–Usted vive entre muros, Alexander. Muros de palabras no dichas, de rabia no resuelta. Pero su hija… ella siente todo eso. Y lo sufre.
Alexander entrecerró los ojos, pero no replicó.
Clara dio un paso hacia él.
–No me tema. No estoy aquí para desafiar su autoridad. Pero no me voy a quedar callada si veo que Isla está sufriendo.
Él la miró con desconcierto. ¿Admiración? ¿Rabia contenida? Era difícil de leer.
–No estoy acostumbrado a que alguien me hable así –murmuró.
–Eso no significa que no lo necesite.
Alexander bajó la mirada. Se quedó callado, con las manos a los costados, como si no supiera qué hacer con ellas. Como si por dentro algo estuviera desmoronándose.
–¿Por qué se preocupa por ella?
–Porque nadie más lo hace. Porque una niña no debería suplicar amor.
Alexander cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, su expresión era distinta. Vulnerable. Casi dolida.
–No soy el monstruo que crees que soy –dijo.
–Entonces demuéstrelo.
Ambos se quedaron así, mirándose en medio del invernadero teñido de noche. Dos adultos rotos por dentro, con historias que no se contaban, pero que empezaban a rozarse.
Clara sintió que algo había cambiado. Tal vez no en él, pero sí en ella. Ya no lo veía sólo como una figura fría. Había visto una grieta. Y por esa grieta, algo vulnerable brillaba.
Alexander no dijo más. Dio media vuelta y se marchó. Sin un solo ademán agresivo. Sólo se fue.
Clara se quedó sola unos segundos. Luego sintió los pasos pequeños de Isla regresando.
–¿Se fue? –preguntó la niña.
–Sí, cariño. Pero creo que lo hiciste pensar.
Isla sonrió levemente. Clara la tomó de la mano y salieron juntas del invernadero. El aire afuera era más fresco, y en el cielo ya asomaban las primeras estrellas.
El muro comenzaba a caer…
Pero justo cuando cruzaban el umbral de regreso al edificio principal, un crujido seco y fuerte retumbó detrás de ellas. Clara se giró.
La vieja puerta del invernadero se movía sola.
Una corriente de aire helado sopló desde dentro, con un olor extraño: no a flores, no a tierra. Algo más rancio. A cerrado. A podrido.
Isla se quedó inmóvil, con los ojos clavados en la oscuridad del invernadero.
–No era sólo nuestro escondite… –susurró.
Clara frunció el ceño.
–¿Cómo dices?
La niña apretó su mano.
–Hay alguien más allí. Siempre ha estado allí.
Y justo entonces, un sonido metálico, como el roce de cadenas, se oyó desde el interior.
Clara giró bruscamente hacia la puerta.
La enredadera de jazmín… se movía sola.
El muro comenzaba a caer, sí. Pero no solo el de Alexander. Había otros muros. Más antiguos. Más oscuros. Y algo… o alguien… ya había empezado a atravesarlos.