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La niñera Del CEO despiadado
La niñera Del CEO despiadado
Por: E.D.Suarez
Capítulo 1 – La Mansión Blackthorn

El cielo estaba gris cuando Clara alzó la vista.

No era un gris cualquiera. Era un gris denso, pesado, como una manta húmeda que se extendía sobre las copas de los árboles retorcidos que rodeaban la colina. El viento soplaba en ráfagas frías, y el aire olía a tierra mojada y a algo más... algo antiguo.

Frente a ella, la mansión Blackthorn se alzaba como una criatura dormida: enorme, imponente, cubierta de hiedra hasta los aleros, con ventanales tan altos como fríos que reflejaban el cielo encapotado como espejos opacos. Clara sintió un escalofrío.

Un portón de hierro forjado chirrió al abrirse, como si también protestara su llegada. El sonido fue tan agudo y prolongado que los cuervos cercanos alzaron el vuelo. Clara tragó saliva, ajustó la correa de su bolso al hombro y cruzó la entrada de piedra con paso decidido, aunque cada parte de su cuerpo temblaba por dentro.

Llevaba años trabajando como niñera. Había lidiado con berrinches, pesadillas, incluso niños crueles y padres ausentes. Pero nunca la habían enviado a un lugar así.

La mansión tenía el aspecto de una casa de cuentos góticos, de esas donde el viento sopla entre las rendijas y los secretos se cuelan por los pasillos. Y eso que todavía no había entrado.

—"Tranquila, Clara. Solo es otro trabajo" —se dijo a sí misma mientras pasaba bajo el arco de piedra.

Pero sabía que no lo era.

Una figura la esperaba al pie de la escalinata de mármol. Una mujer delgada, erguida como un bastón, con el cabello blanco recogido en un moño tan perfecto que parecía de yeso. Su uniforme negro y almidonado contrastaba con la palidez de su rostro. Sus labios eran una línea recta, sin una pizca de color.

—Señorita Clara Dawson —anunció la mujer con una voz ronca, gastada, como si cada palabra le costara un esfuerzo medido.

—Sí —dijo Clara, haciendo una leve reverencia—. Encantada.

—Soy la señora Hill, ama de llaves de la familia Blake. El señor la espera en su despacho. Por aquí, por favor.

Sin más palabras, giró sobre sus talones con la precisión de un soldado. Clara la siguió, casi tropezando con su propio bolso por intentar mantener el paso.

La mansión era incluso más lúgubre por dentro. Paredes de madera oscura, alfombras persas gastadas y lámparas apagadas cubiertas por tul opaco. Cuadros de personajes antiguos colgaban a lo largo del pasillo, todos con la misma expresión grave, los ojos oscuros que parecían observarla desde los siglos. El aire olía a encierro, a libros olvidados y a rosas secas que nadie se había molestado en tirar.

Clara se humedeció los labios y se atrevió a preguntar:

—¿Está... la niña bien?

La señora Hill no se detuvo. Ni siquiera giró el rostro.

—La señorita Isla está en su habitación. No se encariñe demasiado. No suele durar.

Clara se detuvo un segundo.

—¿No suele durar?

La frase cayó como plomo en su estómago. Sintió un nudo formarse en su pecho, pero no preguntó más.

El despacho del señor Blake era amplio, sombrío, apenas iluminado por la tenue luz que se filtraba entre las gruesas cortinas de terciopelo. Había una chimenea apagada que parecía haber contenido fuego siglos atrás, y una gran estantería de libros cubría una pared entera, como si vigilara el ambiente. En el centro, un escritorio de roble negro. Y tras él, él.

Alexander Blake.

Alto. Elegante. Inmóvil como una estatua tallada en sombra. El traje gris oscuro le quedaba impecable, pero lo que más destacaba eran sus ojos: un gris metálico, cortante, inhumano.

La observó en silencio durante unos segundos eternos. Luego, con una voz baja y firme, habló.

—Así que usted es la nueva.

No era una pregunta. Era un veredicto.

—Clara Dawson, señor —respondió con educación, sin bajar la mirada.

Él se puso de pie lentamente. Sus movimientos eran medidos, como los de alguien que no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran.

—Ha leído el contrato, supongo. Aquí no toleramos errores. Y, más importante aún, no toleramos... lazos innecesarios. Está aquí para cuidar a mi hija, no para llenarla de ideas, ni para jugar a ser madre.

Clara apretó la mandíbula, pero mantuvo la voz firme:

—Entiendo, señor Blake. Solo quiero hacer bien mi trabajo.

Él alzó una ceja, como si dudara que eso fuera posible.

—Aquí nadie se queda mucho tiempo. La señorita Isla tiene... dificultades con las figuras femeninas. No espere afecto. Ni de ella. Ni de mí.

“Perfecto,” pensó Clara con ironía, aunque por dentro una punzada la golpeó. El silencio era espeso.

Entonces, una puerta lateral se entreabrió. Una cabecita asomó por la rendija, observando en silencio.

—Isla —dijo Alexander sin siquiera voltear—. Ve a tu cuarto.

La niña no respondió. Solo la miró. Tenía los mismos ojos que su padre, pero en lugar de acero, parecían agua... agua estancada, triste. Demasiado tristes para una niña de seis años.

Clara le ofreció una sonrisa suave, sincera. Una sonrisa de esas que dicen “estoy aquí, y no voy a hacerte daño”.

La niña la sostuvo con la mirada unos segundos más. Luego, sin un gesto, desapareció.

Alexander volvió a sentarse. Abrió un cajón, sacó una hoja.

—Esto es una advertencia, señorita Dawson. No interfiera. No cuestione. No pretenda entender esta casa.

Y con voz más baja, casi un susurro envenenado:

—Aquí nadie se queda mucho tiempo.

Clara salió del despacho con el corazón latiéndole fuerte. Afuera, la señora Hill esperaba con una linterna en la mano.

—La llevaré a su habitación. Mañana podrá comenzar.

Subieron en silencio. Los escalones de madera crujían como si murmuraran entre ellos. En el pasillo superior, todo era más oscuro, más frío.

—¿Por qué se han ido tantas niñeras? —preguntó Clara, casi sin querer.

La señora Hill no respondió de inmediato. Al llegar frente a una puerta de madera tallada, se detuvo. Apoyó la mano en el picaporte como si le pesara.

—Porque todas, de una forma u otra, rompen la regla más importante.

—¿Cuál es esa? —preguntó Clara en voz baja.

La señora Hill abrió la puerta.

—Olvidan que esta no es una casa para sentir.

Clara durmió poco esa noche. No por la cama, que era cómoda. Ni por el silencio, que era sepulcral. Sino por el eco de una frase que no dejaba de sonar en su cabeza.

“Aquí nadie se queda mucho tiempo.”

Pero ella no tenía intención de huir.

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