Capítulo 2 – La Sombra de Ella
El amanecer filtró una luz pálida a través de las cortinas pesadas cuando Clara se despertó en su nueva habitación.
Había dormido poco. A cada rato despertaba con el corazón acelerado, como si un ruido sordo —una puerta lejana, un crujido en el piso, una respiración que no era la suya— la hubiese arrancado del sueño.
Pero la mansión seguía igual: silenciosa, quieta, inmensa. Como si todavía la estuviera observando desde las paredes.
Se vistió con pulcritud, recogió su cabello en una trenza apretada y salió al pasillo, notando cómo la madera crujía con cada paso. No era solo una casa antigua. Era una casa con memoria.
La señora Hill ya la esperaba al pie de la escalera, igual de rígida que la noche anterior, con la misma expresión tallada en mármol.
—La niña desayuna a las ocho. No le gusta esperar —dijo, sin mirarla.
Clara asintió y la siguió, memorizando cada rincón del camino: los largos pasillos alfombrados, los vitrales polvorientos, los candelabros que nunca se encendían. Todo parecía atrapado en el tiempo. Incluso el aire.
Al pasar por una galería estrecha, algo la detuvo.
Un único cuadro colgaba en la pared. No era la pintura lo que llamaba la atención, sino la atmósfera que se formaba a su alrededor, como si el mismo aire se hiciera más denso allí.
Era grande, enmarcado en madera tallada, y mostraba a una mujer joven, de piel clara y cabellos oscuros, recogidos con delicadeza. Su rostro no sonreía, pero había algo suave en su expresión.
Elegante. Etérea. Solitaria.
Clara sintió un nudo formarse en la garganta, como si ya conociera a esa mujer, como si una parte de ella aún viviera en esa mansión.
—¿Quién es ella? —preguntó, casi en susurros.
La señora Hill no se detuvo.
—La señora Blake.
Clara tardó un segundo en procesarlo.
La esposa muerta.
—Era hermosa —dijo, sin poder apartar los ojos del retrato.
—No se detenga mucho. Al señor no le gusta que miren ese cuadro.
Y con eso, siguió caminando.
Pero Clara no se movió. Aquel rostro tenía algo magnético. No podía explicarlo. Era como mirar la tristeza encarnada, una que no se grita, que no se llora. Una tristeza antigua, encerrada en pintura.
Finalmente, con un suspiro, siguió su camino.
El comedor era amplio, con ventanales altos cubiertos por cortinas color burdeos. La luz entraba tamizada, como si incluso el sol tuviera cuidado de entrar demasiado. Isla ya estaba allí, sentada recta, con un vestido blanco de encaje y las manos en el regazo. No hablaba. No miraba su plato. Jugaba con la cuchara, empujando una fresa de un lado a otro.
Al verla entrar, levantó la vista, curiosa pero inexpresiva.
—Buenos días, Isla —dijo Clara con suavidad.
La niña no respondió, pero tampoco se apartó. Clara se sentó frente a ella, intentando ignorar a la criada que las observaba desde la esquina, en silencio absoluto.
—¿Te gustan los cuentos? —preguntó Clara, sonriendo.
La niña bajó la vista otra vez.
—A mí me gustan —añadió Clara, como si hablara para sí misma—. Cuando era pequeña, mi madre me contaba uno sobre un cuervo que se creía príncipe.
Isla alzó la cabeza apenas. Una chispa. Clara lo notó.
—El cuervo volaba sobre un reino, robando migas de pan. Pero un día encontró una corona en medio del bosque y pensó que era suya. Así que fue directo al castillo...
La niña no habló, pero una pequeña curva tímida asomó en sus labios. Clara sintió algo tibio en el pecho. Un comienzo. Algo real.
Pero entonces, un portazo lejano interrumpió la escena. Segundos después, una voz seca rompió el momento.
—¿Qué hace aquí?
Clara se puso de pie de inmediato. Alexander Blake estaba en el umbral, impecable, oscuro, como si la casa misma se tensara con su presencia.
—Desayunando con la niña —respondió Clara con voz firme, aunque su corazón se aceleró.
—No es su lugar —dijo él, entrando con paso firme—. Usted no es parte de esta familia. No olvide cuál es su rol.
Clara apretó las manos. No quería discutir, pero tampoco pensaba callarse.
—Solo quería que se sintiera cómoda.
Alexander se detuvo junto a la mesa. Su sombra se proyectaba sobre el mantel como una mancha oscura.
—¿Y si mañana se va como todas las demás?
Sus palabras eran una daga, pero no necesitaban elevarse. Su tono era suficiente para cortar.
Se volvió hacia Isla:
—Termina de comer. Después, le mostrarás tu sala de juegos.
La niña bajó la mirada de inmediato. Clara supo que no debía decir nada más.
Después del desayuno, cuando Clara ya subía las escaleras, la voz grave de Alexander la detuvo:
—Señorita Dawson. Acompáñeme a mi oficina.
El corazón le dio un vuelco. Tragó saliva, se giró y lo siguió.
Atravesaron la casa en silencio. Las puertas dobles del despacho se abrieron con un leve rechinar. Él la hizo pasar sin una palabra.
La oficina era aún más intimidante de lo que recordaba. El aire olía a madera vieja, cuero, tabaco y a algo más indefinible… algo que pesaba. Las cortinas estaban parcialmente cerradas, y los rayos de sol parecían filtrarse con timidez.
—Siéntese.
Clara lo hizo. La silla era firme, incómoda a propósito. Él no se sentó. Caminó alrededor del escritorio con paso lento, manos en los bolsillos, como si la estuviera midiendo.
—A partir de hoy, Isla estará bajo su supervisión directa —dijo al fin.
Clara mantuvo la postura.
—No quiero excusas. No quiero problemas. Y sobre todo… no quiero verla llorar.
Ella abrió los labios para hablar, pero él alzó una mano.
—Cualquier cosa que le pase a esa niña, será su responsabilidad.
Se detuvo frente a ella. Estaba tan cerca que Clara podía sentir el calor de su cuerpo, el leve aroma a colonia mezclado con algo más… algo que no podía nombrar, pero que le erizaba la piel.
—Espero que entienda lo que está en juego —susurró, su voz baja como una corriente subterránea.
Clara sostuvo la mirada. No sabía si lo que sentía era miedo, rabia o una extraña fascinación. Pero no se movió. No retrocedió.
Alexander se inclinó apenas más. Sus ojos grises la atravesaban. Por un momento, el aire pareció detenerse.
Sus labios estaban peligrosamente cerca.
Pero no hubo beso.
Solo una pausa. Una amenaza suspendida en el espacio.
Y luego, con un leve movimiento, Alexander se alejó.
—Puede retirarse.
Clara se levantó en silencio. Su pecho aún subía y bajaba con fuerza. Al salir de la oficina, sintió que sus piernas temblaban.
No por lo que pasó.
Sino por lo que casi pasó.
Y por lo que esa casa comenzaba a despertar en ella.