El muro comienza a caer
El día amaneció más claro que de costumbre. La lluvia había cesado, pero el frío permanecía en el aire como un susurro persistente, colándose por las rendijas del viejo internado y colgándose de los huesos como un recuerdo que no quería irse.
Isla se encontraba en el invernadero, acariciando con delicadeza los pétalos de una rosa color vino. Su vestido azul, ligeramente arrugado, contrastaba con la fragilidad de la flor. Era la única rosa viva que quedaba en el jardín; todas las demás habían comenzado a rendirse al invierno.
Clara la observaba desde la puerta de cristal, con los ojos aún cargados de sueño. Se había levantado tras apenas dos horas de descanso, pero se obligó a seguir. No por obediencia. Ni por miedo. Sino porque Isla la necesitaba. Lo sabía. Lo sentía.
Entró sin hacer ruido.
—¿Te gustan las rosas? —preguntó en voz baja.
Isla asintió, sin mirarla directamente.
—Esta es la única que no se marchita tan rápido —dijo la niña—. Las otras... se cansan