En el implacable mundo de las corporaciones chaebol coreanas, una joven asistente de origen humilde se encuentra atrapada en una red de ambición y secretos al enamorarse de su enigmático y poderoso jefe, el heredero de un vasto imperio.
Ler maisEl aire de Seúl, denso con la promesa de un nuevo amanecer y el zumbido incesante de una metrópolis que nunca duerme, se sentía diferente para Kang Ji-woo aquella mañana. No era solo la humedad pegajosa del verano o el aroma a café recién molido que escapaba de una panadería cercana; era la electricidad de la anticipación, el vértigo de un salto al vacío. Su modesto bolso de lona, en el que había revisado mil veces el contenido –su identificación, un cuaderno nuevo y un bolígrafo fiable–, se sentía inusualmente pesado colgado de su hombro. Sus pasos la llevaron por las aceras impecables del distrito de Gangnam, donde los rascacielos se alzaban como monolitos de cristal y acero, perforando la bruma matutina. Pero entre todos ellos, uno destacaba con una arrogancia silenciosa, una torre de un gris casi negro que capturaba los primeros rayos de sol y los devolvía como destellos cegadores: la Torre Haneul, el cuartel general del Grupo Haneul. Ji-woo tragó saliva. Había pasado semanas preparándose para este día, estudiando organigramas, memorizando nombres de directivos y sumergiéndose en el historial de la corporación. El Grupo Haneul no era solo una empresa; era un imperio. Desde la tecnología punta hasta los bienes de consumo, la construcción y los medios de comunicación, su influencia se extendía por cada faceta de la vida coreana. Y en la cima de todo, como un dragón en su montaña de oro, residía el legendario, el temido, Lee Jae-hyun. La reputación del CEO Lee lo precedía como una sombra alargada. Un joven prodigio que había heredado el trono del chaebol a una edad inusualmente temprana, se decía que era un genio despiadado, un estratega implacable cuya mente operaba a una velocidad que dejaba a sus subordinados jadeando. Los rumores susurraban sobre su mirada glacial, su exigencia implacable y su capacidad para desmantelar carreras con una sola palabra. Nadie duraba mucho como su asistente personal, era la advertencia más común, una silla giratoria de talentos quemados por la intensidad de su cercanía. Ji-woo no era ajena a la dificultad. Había crecido en un pequeño apartamento en un barrio obrero, viendo a sus padres luchar día tras día. Su padre, un trabajador de fábrica, y su madre, una cocinera en un restaurante local, habían invertido cada won en su educación. Ella era la esperanza de su familia, la promesa de una vida mejor, y no podía permitirse fallar. Este trabajo, por muy abrumador que pareciera, era su boleto. Al cruzar el umbral de la Torre Haneul, la diferencia con el mundo exterior fue chocante. El vestíbulo era una catedral de lujo minimalista: mármol pulido que reflejaba el techo altísimo, obras de arte abstractas en las paredes de hormigón pulido y una recepción de ónix negro, atendida por recepcionistas impecables con sonrisas perfectamente ensayadas. El aire acondicionado, potente y silencioso, envolvía el espacio en una burbuja de frescura aséptica, ajena al calor exterior. Se acercó al mostrador, su corazón latiendo como un tambor de guerra. —Buenos días. Soy Kang Ji-woo. Es mi primer día como asistente ejecutiva del CEO Lee Jae-hyun. La recepcionista, con un asentimiento breve, le entregó una tarjeta de identificación de acceso. La foto de Ji-woo, tomada hace apenas unos días, parecía extrañamente seria y pequeña en el brillante plástico. "Asistente Ejecutiva, Oficina del CEO", rezaba el pequeño texto. La frase le dio un escalofrío. Era real. El ascensor, con paneles de cristal y una velocidad vertiginosa, la llevó al piso cincuenta y ocho, el piso ejecutivo. Las puertas se abrieron con un siseo casi imperceptible, revelando un corredor tan silencioso que el eco de sus propios pasos le pareció una invasión. Las paredes eran de un tono claro y relajante, adornadas con sutiles obras de arte moderno, y a cada lado, puertas de madera oscura con placas de latón pulido. La luz era indirecta, suave, creando una atmósfera de seriedad casi reverencial. Encontró una pequeña área de recepción frente a unas imponentes puertas dobles. Una mujer de mediana edad, con el cabello recogido en un moño estricto y gafas de montura fina, levantó la vista de su pantalla. Su mirada, inicialmente inquisitiva, se suavizó al reconocerla. —Señorita Kang Ji-woo, supongo. Soy la Señora Ahn, la jefa de secretarias. Bienvenida. La voz de la Señora Ahn era amable pero firme, sin rastro de la calidez que Ji-woo conocía de las ajummas de su barrio. Era la amabilidad corporativa, profesional y eficiente. La Señora Ahn la guio a su nuevo escritorio. Era impresionante. Ubicado en una sección ligeramente apartada, pero aún con vistas directas a las puertas dobles de la oficina del CEO, era un bastión de tecnología y organización. Un monitor curvo de gran tamaño, un teclado ergonómico, un teléfono con múltiples líneas parpadeantes y una agenda electrónica que parecía albergar los secretos del universo. La silla, de cuero negro, era sorprendentemente cómoda. —Este será su espacio —dijo la Señora Ahn, con un gesto que abarcaba el escritorio y la vista panorámica de la ciudad que se extendía más allá de la ventana—. Su principal función es filtrar y organizar el día del CEO Lee. Él es... exigente. Su tiempo es oro. Su agenda es la prioridad. No hay margen de error. La Señora Ahn le dio instrucciones sobre el sistema de archivos, el protocolo de llamadas y la jerarquía de las prioridades. Cada palabra era un martillazo, un recordatorio de la inmensa responsabilidad que recaía sobre ella. —El señor Lee llega temprano. Muy temprano. Siempre esté aquí antes que él. Y nunca, bajo ninguna circunstancia, entre a su oficina sin ser llamada, a menos que sea una emergencia de vida o muerte. ¿Entendido? —Sí, Señora Ahn. Entendido —respondió Ji-woo, su voz un poco más aguda de lo que le hubiera gustado. Mientras la Señora Ahn se retiraba a su propio cubículo, Ji-woo se sentó en su silla, el cuero frío bajo sus manos. Pasó los dedos por el borde liso de su nuevo escritorio, sintiendo el peso de la expectativa. Sacó su cuaderno nuevo, tan prístino y lleno de promesas como su primer día, y escribió en la primera página: "Kang Ji-woo. Asistente Ejecutiva. Grupo Haneul". El silencio en el piso ejecutivo era casi opresivo, roto solo por el suave murmullo de los teclados y el ocasional timbre bajo de un teléfono. Ji-woo comenzó a familiarizarse con el sistema, abriendo correos electrónicos, organizando archivos virtuales. Cada click era deliberado, cada movimiento calculado. No quería cometer ni el más mínimo error. A medida que la mañana avanzaba, la atmósfera parecía volverse aún más tensa. Había un zumbido apenas perceptible de actividad, los otros secretarios y asistentes moviéndose con una eficiencia silenciosa, sus rostros concentrados. Ji-woo notó cómo sus miradas se desviaban hacia las puertas dobles del CEO Lee, como si pudieran sentir su presencia. Entonces, sucedió. No fue un gran evento, sino una serie de sutilezas. El suave sonido de un coche de lujo deteniéndose en la planta baja, una ráfaga de actividad en la recepción del piso de abajo, un murmullo de voces masculinas acercándose por el pasillo. Los otros secretarios se enderezaron en sus sillas, sus dedos suspendidos sobre los teclados. Y luego, lo vio. Las puertas dobles se abrieron, no con estruendo, sino con una suave autoridad. Un hombre alto, con un traje oscuro impecablemente cortado que parecía haber sido diseñado para él, entró en la oficina. Su cabello, de un negro profundo, estaba peinado hacia atrás, revelando unos pómulos afilados y una mandíbula decidida. No miró a nadie, sus ojos fijos en un punto invisible delante de él. A su paso, el aire pareció volverse más denso, cargado de una energía potente e innegable. Ji-woo se congeló. Era él. Lee Jae-hyun. La descripción no hacía justicia a su presencia. Había una frialdad inherente en sus rasgos, una ausencia de calidez que era casi intimidante, pero al mismo tiempo, una elegancia innata, una gracia en cada movimiento que rayaba en lo cautivador. Era el tipo de hombre que no necesitaba hablar para imponer su voluntad; su mera presencia era suficiente. Las puertas dobles se cerraron detrás de él con un suave "clic", sellándolo en su santuario privado. El silencio volvió al piso ejecutivo, pero ahora estaba impregnado de una nueva cualidad: la de la vigilancia expectante. Ji-woo sintió que el aliento se le atascaba en la garganta. La leyenda era real. El aire a su alrededor parecía vibrar con la inercia de su entrada. Se obligó a respirar, a calmar su pulso galopante. Su primera impresión de Lee Jae-hyun, aunque fugaz y distante, había superado todas sus expectativas. No era solo un hombre de negocios; era una fuerza de la naturaleza. Miró su cuaderno, donde aún brillaban las palabras "Kang Ji-woo. Asistente Ejecutiva. Grupo Haneul". Se sintió pequeña, insignificante, en esta vasta y poderosa corporación. Pero al mismo tiempo, una chispa de determinación se encendió en su pecho. Los nervios eran una marea que subía y bajaba, pero su voluntad era una roca inamovible. Estaba aquí. Y no se iría fácilmente. El desafío había comenzado.
La oficina de Lee Jae-hyun, inmaculada y fría, se había convertido en su particular infierno. Las cortinas estaban corridas, bloqueando la vista de la vibrante ciudad, como si quisiera ocultarse del mundo que lo juzgaba. La traición de su tío Hyo-jun ardía en su mente, un fuego helado que se sumaba al tormento de la humillación pública de Ji-woo y la presión asfixiante de su madre. Había estado despierto toda la noche, los planes de Hyo-jun resonando en su cabeza, las palabras de su madre sobre la “necesidad de estabilidad” martilleando sus sienes. Tenía dos frentes de batalla, y ambos exigían una solución inmediata y drástica. Por un lado, Haneul se desangraba, sus acciones caían y la junta directiva, presa del pánico, estaba a punto de volverse contra él. La moción de no confianza de Hyo-jun no era una amenaza vacía; era una espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Por otro lado, estaba Ji-woo. Cada titular, cada comentario de odio, cada mirada en la oficina, la estaba destroz
La Torre Haneul, antes un bastión de acero y cristal que simbolizaba el poder inquebrantable del Grupo Lee, ahora se sentía como un barco a la deriva en una tormenta. Cada pasillo, cada oficina, resonaba con el eco de la incertidumbre y el miedo. Las acciones de Haneul seguían cayendo en picada, una hemorragia constante en los mercados que amenazaba con desangrar el imperio. Los titulares de la prensa, alimentados por la campaña de difamación de Seo-yeon, eran puñaladas diarias al corazón de la empresa y al de su CEO. Lee Jae-hyun, encerrado en su oficina ejecutiva, se sentía más aislado que nunca. La resaca emocional de la reunión con la junta y el ultimátum de su madre le habían dejado un sabor amargo en la boca, una mezcla de derrota y furia impotente. El dolor por Ji-woo, por su humillación, por la decisión que había sido forzado a tomar, era un peso constante en su pecho. Había enviado a su jefe de gabinete para que se encargara de la “noticia” de Ji-woo, incapaz de mirarla a los
La Torre Haneul, que una vez había sido el símbolo de sus sueños y aspiraciones, ahora se sentía como una prisión helada para Kang Ji-woo. Cada paso por el reluciente vestíbulo era una marcha a través de un campo minado de miradas. Los guardias de seguridad, que solían sonreírle, ahora la observaban con una frialdad impersonal. Los empleados, sus antiguos compañeros, desviaban la vista, se apresuraban a pasar, o la miraban con una mezcla de lástima, curiosidad y desprecio. El aire era pesado con susurros, como si las paredes mismas hablaran de ella. Al llegar a su piso, el ambiente era aún más hostil. Su escritorio, antes un refugio de eficiencia, ahora parecía un monumento a su vergüenza. Los cuchicheos cesaban abruptamente cuando ella aparecía, solo para reanudarse con mayor intensidad en cuanto se alejaba un paso. El silencio que la rodeaba no era de respeto, sino de ostracismo, un muro invisible de hielo que la aislaba de todos. “Buenos días, señorita Kang,” dijo la jefa de equipo
La noticia del ultimátum a Lee Jae-hyun se extendió por la cúspide del Grupo Haneul con la velocidad de un incendio forestal. Sin embargo, no fue un susurro que se filtró, sino una declaración estratégica, cuidadosamente orquestada por aquellos que tenían más que ganar con la caída de Kang Ji-woo y la consolidación de la alianza. Y en el centro de esa orquestación, con la frialdad de un estratega militar y la gracia de una bailarina, se encontraba Choi Seo-yeon. Mientras Jae-hyun lidiaba con el peso de su decisión, Seo-yeon no perdió ni un segundo. Apenas unas horas después de la reunión en la sala de juntas, su equipo de relaciones públicas en Choi Group, una maquinaria de precisión afinada para el control narrativo, ya estaba en movimiento. Seo-yeon no solo quería el matrimonio; quería la victoria absoluta, la aniquilación de cualquier sombra de Ji-woo en la vida de Jae-hyun y en la memoria colectiva. Sentada en su elegante oficina en la Torre Choi, con vistas panorámicas a la ciuda
El eco de la puerta de la oficina de Jae-hyun al cerrarse, sellando la partida humillada de Ji-woo, resonó en el aire como un golpe de gong. La figura de Kang Ji-woo, encogida y rota, desapareciendo por el pasillo, dejó una punzada de rabia y desesperación en el pecho de Lee Jae-hyun. Su primer instinto fue seguirla, consolarla, detener el daño que su propia familia le había infligido. Dio un paso, pero la voz helada de su madre lo detuvo en seco. “¿A dónde crees que vas, Lee Jae-hyun?” La voz de Lee Mi-sook era un látigo, chasqueando en el aire. Sus ojos, aún encendidos por la furia, no le daban tregua. “¿Vas a correr tras esa… esa arpía? ¿Después de que ha escupido en el nombre de nuestra familia y ha puesto en riesgo el futuro de Haneul?” Jae-hyun se giró, su propio rostro una máscara de furia contenida. “¡No le hables así! ¡Ella no es una arpía! ¡No sabes de lo que estás hablando!” Sus palabras, aunque cargadas de frustración, eran una defensa visceral de Ji-woo, una que solo aviv
El aire en la oficina de Lee Jae-hyun se volvió denso, casi irrespirable, cargado con el peso de la autoridad inquebrantable de Lee Mi-sook. Su voz, que en el capítulo anterior había sido un siseo peligroso, ahora se había elevado a un tono de comando, reverberando en el espacio de cristal y acero. Su mirada, inicialmente dividida entre la pantalla de su teléfono y su hijo, se fijó con una intensidad gélida en Kang Ji-woo, que se sentía más pequeña que nunca, como un insecto atrapado bajo una lupa ardiente. “¡Cállate, Jae-hyun!” espetó Mi-sook, su mano levantada en un gesto imperioso que silenciaba cualquier intento de su hijo de interceder. Sus ojos, oscuros y brillantes, eran pozos de desprecio puro mientras se clavaban en Ji-woo. “Tú. Acércate.” La orden no era una petición, sino un mandato, un decreto real. Ji-woo sintió que sus piernas se convertían en gelatina, pero la inercia del miedo la obligó a dar unos pasos temblorosos hacia adelante. Cada fibra de su ser gritaba que corri
Último capítulo