Siete años habían pasado desde aquel día de loto y cánticos antiguos. Siete años en los que el tiempo había tejido nuevas hebras en la vida de Kang Ji-woo y Lee Jae-hyun, transformando su amor prohibido en un legado palpable de autenticidad y resiliencia.
El sol de la mañana se colaba por los amplios ventanales de su hogar, ahora una moderna casa diseñada por ellos mismos en una colina tranquila con vistas al río Han. Era una fusión arquitectónica de la modernidad de Jae-hyun y la calidez natural de Ji-woo, con espacios abiertos, mucha madera y piedra, y un jardín zen donde el aroma a pino se mezclaba con el canto de los pájaros.
En la espaciosa cocina, el aroma a café recién molido y tostadas se mezclaba con el dulce murmullo de voces infantiles. Lee Ha-eun, de cinco años, con los ojos brillantes y curiosos de su madre y la vivacidad de su padre, intentaba torpemente untar mermelada en su pan, mientras su hermano menor, Lee Joon-seo, de tres, un pequeño torbellino con el cabello rebe