Desde la cena con el señor Dubois, una tensión diferente se había instalado en la oficina de Lee Jae-hyun. No era la tensión del miedo o el escrutinio, sino algo más sutil, casi imperceptible. Ji-woo seguía trabajando sin descanso, asumiendo cada tarea con la misma dedicación que la había caracterizado desde el primer día. Las horas seguían siendo largas, la presión constante, pero ahora, cada vez que miraba su escritorio o pasaba junto a su silla, Jae-hyun veía algo más que una empleada eficiente. La veía llegar temprano, mucho antes que la mayoría del personal, con su cabello siempre impecable y una energía tranquila. La veía lidiar con llamadas difíciles, no con exasperación, sino con una paciencia inquebrantable. Una vez, la escuchó consolar a una joven pasante que había cometido un error menor, no con consejos corporativos, sino con palabras genuinas de aliento, una empatía que era rara en el entorno despiadado de Haneul. Ji-woo no se quejaba, nunca. No hablaba de su vida personal, no buscaba atajos, y no parecía interesada en el drama de la oficina. Era simplemente… genuina. Una cualidad que Jae-hyun, rodeado de ambición y calculadoras agendas, no veía a menudo. Había algo en la forma en que sus ojos se iluminaban cuando resolvía un problema particularmente complejo, o cómo su boca se curvaba en una leve sonrisa de satisfacción cuando un informe quedaba perfecto. No era por el elogio (que rara vez llegaba), sino por la satisfacción del trabajo bien hecho. Esa dedicación, desprovista de artificios, comenzó a intrigarle. La comparaba, casi sin querer, con otros empleados, con ex asistentes, incluso con personas de su propio círculo social. Ji-woo era diferente. Era real.
Una tarde, el trabajo se extendió más allá de lo habitual. Un proyecto de fusión inesperado había surgido, y Jae-hyun y Ji-woo eran los únicos que quedaban en el piso, sumergidos en los números y los contratos. Las luces de la ciudad brillaban bajo ellos, y el silencio de la noche era apenas roto por el tecleo de los ordenadores. Ji-woo, a pesar del cansancio evidente en sus hombros, seguía trabajando con la misma concentración. Había comido un pequeño kimbap que había traído de casa, ya frío, mientras revisaba un balance de pagos. Jae-hyun, que acababa de terminar una llamada internacional en su oficina, salió para estirar las piernas. Se detuvo en la puerta de su oficina, observando a Ji-woo. Su postura era recta, pero sus ojos estaban un poco más rojos de lo normal, y había una leve sombra bajo ellos. No tenía una taza de café en su escritorio; probablemente ya se le había acabado hace horas. Una idea, inusual y espontánea, cruzó por la mente de Jae-hyun. Era un impulso que normalmente habría ignorado, pero algo en la quietud de la noche y la persistencia silenciosa de Ji-woo lo empujó a actuar. Se dirigió a la pequeña cocina ejecutiva, un espacio minimalista y de alta gama que rara vez usaba para algo más que agua o té.
Encontró el frasco de su café favorito, un blend de granos etíopes que su barista personal le preparaba y que mantenía guardado para sus mañanas más exigentes. No era un café instantáneo ni el de la máquina común. Era el tipo de café que solo él bebía. Ji-woo escuchó el suave zumbido de la cafetera, pero no le prestó atención. Estaba demasiado absorta en las complejidades de un anexo legal. Unos minutos después, una taza humeante, con el aroma rico y profundo de un café de alta calidad, apareció suavemente junto a su teclado. Ji-woo se sobresaltó ligeramente y levantó la vista. Jae-hyun estaba de pie junto a su escritorio, la mano aún cerca de la taza, como si acabara de colocarla allí. Su expresión era su habitual máscara neutra, pero había algo en sus ojos, un destello fugaz, que Ji-woo no pudo descifrar. —Lo necesitará —dijo Jae-hyun, su voz baja, apenas un murmullo, sin la usual formalidad de sus órdenes. No era una pregunta, ni una sugerencia. Era una afirmación simple. Ji-woo parpadeó, completamente tomada por sorpresa. Nunca, en su corta carrera en Haneul, le había traído alguien un café, y mucho menos el CEO. El aroma era exquisito, diferente a todo lo que había olido en la oficina. —Oh... señor. Gracias. No... no era necesario. Jae-hyun no dijo nada.
Solo la miró por un momento más, un silencio pesado y significativo entre ellos. Luego, se giró y regresó a su oficina sin una palabra más. Ji-woo se quedó mirando la taza. Era una de las tazas de porcelana fina que se usaban solo para invitados importantes. El café dentro era oscuro y brillante. Dudó por un segundo, luego tomó la taza. El calor se extendió por sus manos, y el primer sorbo fue un despertar para sus sentidos. Era fuerte, con un toque de acidez y una dulzura subyacente. Era el mejor café que había probado en mucho tiempo. Mientras trabajaba, el aroma del café la acompañaba. Cada vez que tomaba un sorbo, no podía evitar pensar en Jae-hyun, de pie junto a su escritorio, con ese gesto silencioso. No había sido una orden, no había sido un regaño, no había sido una prueba. Había sido un acto de pura, aunque quizás reacia, amabilidad. Un reconocimiento de su esfuerzo, de su cansancio. El gesto era pequeño, casi insignificante para alguien más. Pero para Ji-woo, en la inmensidad de la Torre Haneul y la frialdad del mundo corporativo, se sintió como un rayo de sol. No sabía lo que significaba, ni por qué Jae-hyun lo había hecho. Pero una nueva semilla, una de curiosidad y un calor inesperado, comenzó a germinar en su corazón. Era una sensación que la llevó a preguntarse no solo qué había en la mente de Lee Jae-hyun, sino también qué podría haber en su corazón.