La imagen de Choi Seo-yeon, su sonrisa pulcra y sus ojos fríos, se había grabado a fuego en la mente de Kang Ji-woo desde la gala. La advertencia, clara como el cristal, resonaba en sus oídos: Jae-hyun le pertenecía a ella. Ji-woo había intentado, con todas sus fuerzas, reinstaurar la barrera profesional que se había disuelto en Cheonan. Se obligó a hablar solo de trabajo, a mantener una distancia física, a enterrar la punzada de conexión que sentía cada vez que Jae-hyun la miraba. Pero el destino, o la implacable agenda del Grupo Haneul, tenía otros planes. Un nuevo proyecto de adquisición, de una magnitud colosal, había caído sobre ellos como una avalancha. Las horas extras se convirtieron en la norma, y las noches en la oficina, en algo habitual. Una de esas noches, el silencio en el piso ejecutivo era casi absoluto, solo roto por el suave zumbido del aire acondicionado y el golpeteo ocasional de sus teclados. Eran pasadas las once. Las luces de la Torre Haneul brillaban en la oscu