La invitación a la cena de negocios llegó de forma inesperada. Era un jueves por la tarde, y Ji-woo estaba inmersa en la preparación de los informes para la reunión de la mañana siguiente, cuando el intercomunicador de Jae-hyun zumbó. —Señorita Kang, cancele mis planes para esta noche. Tengo una cena con el señor Dubois, de LVMH. Necesito que me acompañe para tomar notas y asegurar la traducción de algunos términos técnicos. Se lo enviaré. Ji-woo asintió para sí misma. Un cliente de lujo francés. Esto significaba un nivel de formalidad aún mayor. —¿Hora y lugar, señor? —A las ocho. El restaurante "La Table d'Haneul". Ji-woo hizo una pausa. "La Table d'Haneul" era el restaurante de alta cocina francesa ubicado en el último piso de la propia Torre Haneul, famoso por su exclusividad y su ambiente íntimo. Rara vez se usaba para grandes eventos corporativos, más bien para cenas privadas de alto nivel. A las 7:45 PM, Ji-woo se encontró en el vestíbulo del restaurante, sintiéndose un poco fuera de lugar a pesar de su elegante, aunque sobrio, traje oscuro.
El ambiente era de lujo discreto: luces tenues, música de jazz suave, el tintineo de copas de cristal. Las otras veces que había visto a Jae-hyun fuera de su oficina, había sido en el contexto de eventos masivos o aeropuertos. Esta era la primera vez que lo vería en un entorno verdaderamente "social", aunque fuera de negocios. Jae-hyun llegó puntual, vestido con un traje de corte impecable que, aunque formal, se sentía más relajado que su atuendo de oficina habitual. Su cabello, peinado con precisión en el trabajo, parecía tener una caída más natural. Al verlo, Ji-woo notó una diferencia sutil pero significativa. La rigidez en sus hombros, esa tensión constante que lo acompañaba en el piso ejecutivo, parecía haberse aligerado un poco. El señor Dubois, un caballero francés de mediana edad con una sonrisa cálida, ya esperaba en la mesa. Las presentaciones fueron breves y profesionales. Ji-woo se sentó discretamente en la silla más alejada, con su cuaderno y bolígrafo listos, preparada para ser invisible. La conversación comenzó con los temas habituales de negocios: proyecciones de mercado, estrategias de marca, futuras colaboraciones. Jae-hyun era tan agudo y perspicaz como siempre, sus preguntas directas, sus respuestas concisas. Pero a medida que la cena avanzaba y las copas de vino se vaciaban, el tono de la conversación se suavizó.
El señor Dubois, un hombre evidentemente apasionado por la cultura, desvió la conversación hacia el arte, la historia y la filosofía. Y para sorpresa de Ji-woo, Jae-hyun no solo lo siguió, sino que participó activamente. —¿Ha tenido la oportunidad de visitar el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Seúl, señor Dubois? —preguntó Jae-hyun, su voz ligeramente más suave, con un matiz que Ji-woo nunca había escuchado en la oficina. El señor Dubois asintió. —Oh, sí. Una colección magnífica. Me impresionó especialmente la sección de arte de la posguerra. —Hay una exposición temporal sobre la influencia del minimalismo coreano en la arquitectura actual que creo que le interesaría. Es en el ala nueva. Ji-woo alzó una ceja, imperceptiblemente. Jae-hyun conocía el arte, la arquitectura. Ella lo había visto revisar informes financieros y estrategias tecnológicas, pero nunca lo había imaginado discutiendo sobre el minimalismo coreano. Su rostro, antes una máscara de concentración implacable, ahora se relajaba en una expresión de genuino interés. Había una leve inclinación de cabeza, un gesto de la mano que parecía más natural, menos calculado. Incluso una sonrisa fugaz, apenas un matiz, cruzó sus labios cuando el señor Dubois contó una anécdota divertida sobre un artista.
En un momento, el señor Dubois elogió un plato de la cocina coreana tradicional que había probado en su hotel. Jae-hyun asintió. —El bibimbap es un clásico, por supuesto. Pero si busca algo más profundo, le recomiendo el galbi-jjim. Mi abuela solía prepararlo con una receta secreta que nadie más ha podido replicar. Hablar de su abuela. Ji-woo lo miró. Esa frase, tan personal, tan humana, era un contraste tan marcado con el CEO distante y hermético. Por un instante, la imagen del hombre de negocios se desdibujó, revelando a un nieto que recordaba con cariño la cocina de su abuela. Mientras la conversación fluía, Jae-hyun se giró brevemente hacia Ji-woo, notando su cuaderno lleno de notas. —¿Está todo claro, Señorita Kang? ¿Ha podido seguir la conversación? Su voz era baja, solo para ella. No era una pregunta sobre su eficiencia, sino una muestra de consideración, asegurándose de que estuviera cómoda y al tanto. Había una calidez inusual en sus ojos por un instante. Ji-woo asintió, su corazón dando un pequeño vuelco. —Sí, señor. Todo perfectamente claro. La cena se prolongó hasta altas horas de la noche. Ji-woo continuó tomando notas, pero sus ojos y oídos estaban más atentos a los matices de la personalidad de Jae-hyun. Lo vio reír, una risa discreta pero auténtica, cuando el señor Dubois hizo una broma. Lo vio debatir con pasión, no con frialdad, sobre el futuro de la industria del lujo. Lo vio ofrecer un brindis sincero y cálido. Para cuando la cena terminó y se despidieron del señor Dubois, el Jae-hyun que Ji-woo había conocido en la oficina parecía una figura bidimensional en comparación con el hombre que acababa de pasar las últimas horas.
Él seguía siendo formidable, sí, pero también era culto, capaz de un encanto sutil, y poseía una profundidad inesperada. Mientras esperaba que su coche llegara, Jae-hyun se giró hacia Ji-woo. —Gracias, Señorita Kang. Ha sido de gran ayuda esta noche. Sus notas son siempre impecables. Era un elogio directo. Esta vez, sin reservas. —Es mi trabajo, señor —respondió Ji-woo, sintiendo el calor en sus mejillas. Él la miró, sus ojos oscuros, ahora menos opacos, más reveladores. Hubo una pausa. —No todos lo hacen con su dedicación. Luego, el coche llegó y él se subió, dejando a Ji-woo de pie en la acera, el aire fresco de la noche acariciándole el rostro. Mientras caminaba hacia la estación de metro, un sentimiento nuevo y perturbador comenzó a florecer en su pecho. Era una sensación de atracción, una atracción sutil pero innegable. No era solo la admiración por su brillantez profesional, sino una curiosidad más profunda por el hombre detrás del CEO. Había vislumbrado un lado de Lee Jae-hyun que nadie en la oficina parecía conocer: un hombre con pasiones más allá de los números, con recuerdos familiares, con una capacidad para la calidez que se escondía bajo una capa de hielo. Era peligroso, lo sabía. Era su jefe, el heredero de un imperio, inalcanzable. Pero la chispa se había encendido. Esa noche, en la elegancia discreta de "La Table d'Haneul", Kang Ji-woo no solo había tomado notas. Había descubierto una grieta en la armadura de Lee Jae-hyun, y sin saberlo, había comenzado a sentir el eco de su propio corazón resonar con una melodía que no debería existir.