Hywel Phoenix era un multimillonario petrolero acostumbrado a tener lo que quisiera: dinero, poder, mujeres, alcohol. Sus fetiches sexuales estaban sobre la cama cada noche, hasta que su socio y mejor amigo Morgan Wisker robó parte de su patrimonio. Las deudas y el robo eran algo que Hywel no perdonaba, y se cobró con lo que Morgan más amaba: su angelical y virgen hija. Jade Wisker sabía que el guante blanco de su padre cobraría factura en algún momento, pero jamás imaginó que sería ella la que pagaría con su cuerpo, mente, alma y corazón el robo de su padre. No tenía chispa, no era demasiado carismática, pero a Hywel le gustaba la mujer desde el momento que la vio. Fue un premio de consuelo para que al viejo Morgan le doliera y para dejar claro el mensaje de que era él quien mandaba, pero cuando Jade es enviada a la mansión de Hywel para mostrársela a todos, conoce al apuesto, varonil y peligroso Nick Lockett; el guardaespaldas personal que su esposo le colocó a su merced. Lo peor que podía sucederle a Jade no era ser vendida como un pedazo de carne, sino evitar caer en la tentación de su escolta.
Leer másEl aire en la bodega abandonada era un sudario frío, denso con el olor a óxido, a polvo y a la desesperación silenciosa que emanaba de Morgan aquella mañana cuando lo encontraron.
La humedad se pegaba a la piel, un recordatorio constante de la podredumbre que se había asentado en el lugar. Hywell no movía un músculo, sentado frente a él en una silla destartalada, bajo el único haz de luz pálida que se filtraba por una rendija del techo y caía directamente sobre el rostro sudoroso y demacrado de su socio. Las sombras bailaban alrededor, proyectando siluetas alargadas que parecían devorar el espacio, haciendo que cada crujido del viejo edificio sonara como un lamento.
—Así que, Morgan —dijo con voz reseca.
La voz de Hywell era un susurro gélido, casi una caricia mortal que prometía más daño que consuelo. No había en ella ni un atisbo de rabia abierta, solo una fría certeza que helaba la sangre. Su mirada, de un azul tan profundo que parecía absorber la poca luz, atravesaba a Morgan como cuchillos de hielo.
—Diez millones de dólares —continuó Hywell receloso—. Una suma considerable, incluso para alguien de tu… ambición.
Morgan tragó saliva, el nudo en su garganta más apretado que las sogas invisibles que lo ataban a la silla. El corazón le latía desbocado, un tambor frenético en el pecho, y un sudor frío le perlaba la frente. Sentía una punzada de náuseas.
—No sé de qué hablas, Hywell —tartamudeó—. Mis libros están limpios. Sabes que soy un hombre de negocios, recto.
Las palabras salían con dificultad, la sequedad en su boca insoportable. Intentó sonar convincente, pero el temblor en sus manos lo delataba. Hywell sonrió, un gesto que no alcanzaba sus ojos, solo un ligero arqueo de la comisura de sus labios que revelaba un diente ligeramente más afilado que los demás. Era un animal, un lobo viejo y solitario, dispuesto a devorarlo.
—Recto. Me gusta esa palabra —sonó divertido—. ¿Es recto el trato que hiciste con los intermediarios somalíes? ¿Es recto el desvío de fondos a las cuentas de Chipre que creíste indetectables? ¿Es recto robar a espaldas de quien te dio su confianza?
Hywell se inclinó ligeramente, su voz bajando un tono, volviéndose aún más íntima, un susurro que se clavaba en la conciencia de Morgan de tal manera que era casi hostil.
—Te diré lo que no es recto, Morgan —corrigió sensato—. No es recto mentirle a un hombre que ya sabe la verdad.
El silencio se estiró, opresivo, pesado como una losa. El goteo constante de una tubería lejana era el único sonido, un metrónomo lúgubre que marcaba el paso de los segundos hacia el desastre. Morgan sintió un escalofrío que no tenía que ver con el frío de la bodega; era miedo puro. La sensación de que Hywell podía ver a través de su alma, desnudando cada una de sus mentiras, hizo que su estómago se volteara. La piel se le erizó y un fuerte sonido atravesó sus oídos como un pitido atroz.
—Yo… yo solo estaba… diversificando las inversiones — balbuceó Morgan, sus ojos inyectados en sangre, buscando una salida en la penumbra que nunca se iba—. Los números no cuadraban, y pensé que… que podíamos recuperar un poco, sin que nadie se diera cuenta. Fue un error de juicio, Hywell, nada más. Juro que pensaba dividir el dinero contigo.
La desesperación lo hacía aferrarse a cualquier hilo de excusa.
Hywell soltó una risa seca, un sonido áspero que rasgó el silencio. Le parecía patética su forma de defenderse.
—Diversificar, ¿eh? —preguntó rodeando su cuerpo—. La verdad es que robaste, Morgan. Robaste para llenar tus bolsillos, pensando que eras más astuto que yo. Y te equivocaste. Ese fue tu primer error. Y el más costoso, me atrevería a decir.
Se puso de pie con una lentitud deliberada, su figura alta y amenazante recortándose contra el débil resplandor. Caminó lentamente alrededor de Morgan, sus pasos resonando en el silencio, amplificando la tensión en el espacio que lentamente se achicaba. Cada paso era un golpe para Morgan, uno silencioso.
—Fue un desliz. Puedo… puedo devolver el dinero. Dame tiempo —imploró Morgan, el aliento atrapado en el pecho. Una punzada de dolor se extendió desde su pecho hasta sus sienes.
—¿Tiempo? —La pregunta de Hywell era retórica, cargada de escarnio. Se detuvo justo detrás de él, la voz ahora un susurro en su oído, tan cerca que Morgan sintió el aliento frío—. El tiempo ya se acabó para ti, Morgan. Y para el dinero, no tengo prisa. Hay otras formas de pago mucho más… personales.
Morgan sintió un terror helado trepando por su espina dorsal, un escalofrío que le erizó el vello de los brazos y las piernas. Sabía a dónde iba esto. El pánico se apoderó de él, nublándole la vista.
—No. Por favor, Hywell —imploró cuando lo vio en sus ojos. Vio hacia donde se dirigía esa conversación—. Ella no. Es mi hija. Es lo único que tengo. No tiene nada que ver con esto.
El dolor en su voz era palpable, una herida abierta.
Hywell se alejó un paso, su voz regresando a un tono frío y autoritario, pero con una resonancia de perversa satisfacción.
—Tienes algo, Morgan. Algo muy valioso. Algo que me compensará por el disgusto, por la traición y el dolor de tu insolencia. Algo que has protegido con recelo toda tu vida. Jade —pronunció el nombre con una suavidad que resultaba aún más amenazante que estar atado en esa bodega—. Diez millones de dólares, Morgan, o la chica. La elección es tuya, pero solo hay una respuesta que te permitirá ver el amanecer un vez más.
El rostro de Morgan se descompuso. Las lágrimas, que había contenido con tanta fuerza, ahora caían por sus mejillas sucias, arrastrando el polvo y el sudor. El dolor de perder su fortuna no se comparaba con la punzada de esta nueva y devastadora demanda. El aire le faltaba, como si la propia bodega se encogiera a su alrededor. Hywell lo miraba, impasible, como un depredador que espera la inevitable rendición de su presa, disfrutando cada segundo de la agonía que le generaba. Estaba feliz, lo disfrutaba. Había un gozo casi glorioso en obtener lo que siempre quiso.
—Hywell… te lo ruego —gimió Morgan, su voz quebrada y el sonido de su propia humillación—. Ella es… ella es inocente. Solo tiene diecinueve años. Está estudiando. No tiene nada que ver con tus negocios. Por favor, sé compasivo.
—Precisamente —dijo Hywell, y en su voz había un matiz de satisfacción perversa que a Morgan le revolvió el estómago—. Su inocencia la hace invaluable. Un recordatorio constante para ti de lo que pierdes por tu codicia. Y para mí… un nuevo activo.
Morgan cerró los ojos, el peso de su decisión aplastándolo, el aire abandonando sus pulmones. Las palabras murieron en su garganta, ahogadas por la vergüenza y el horror. Sabía que no había otra salida. El frío acero en los ojos de Hywell no dejaba lugar a negociación. Sentía cómo se le desgarraba el alma, cómo le arrancaban a su única hija de los brazos.
Finalmente, su voz salió como un raspón, casi inaudible.
—De acuerdo —dijo con dos lágrimas cayendo—. Ella. Tómala. Pero… pero prométeme que la tratarás bien. Por favor.
El ruego era un grito mudo de su alma, un último intento de proteger lo único que realmente amaba: Jade.
Hywell se rio, una risa baja y cruel que resonó en la bodega. Fue un eco de maldad que se extendía por el aire frío.
—Tratarla bien, Morgan. Es un término subjetivo. Lo que sí te prometo es que no la olvidarás, y cada vez que pienses en el dinero que me robaste, pensarás en ella. Para mí, es un pago justo. Para ti, Morgan, es el verdadero precio de tu traición. —Hywell se acercó a la mesa, sacó una pluma y un documento ya preparado lo deslizó por el viejo tablón—. Firma aquí, y esto terminará."
Morgan, con la mano temblorosa, apenas capaz de sostener la pluma, firmó el documento que sellaba el destino de su hija. En ese momento, en la lejanía de su propia mente, una imagen fugaz de Jade cruzó por su mente. Su risa, su forma de mirar las estrellas, su inocencia, y se hundió en un abismo de arrepentimiento y desesperación. No podía creer lo que estaba haciendo. Su hija no era una vaca que debía vender. Su hija no era un objeto que debía poseer. Era una persona, bastante inteligente para su edad. Con tan solo diecinueve años, Jade era el ejemplo de hija perfecta.
La educó tan bien que no había manera humana de que pudieran corromperla, pero eso fue antes de que Hywell la tuviera.
Mientras tanto, a kilómetros de allí, en su pequeño apartamento lleno de libros y el aroma de café, Jade se despertó sobresaltada.
Una sensación de malestar profundo se había instalado en su pecho, y un escalofrío le recorrió la espalda a pesar del calor de la manta. Era como una premonición oscura, un presentimiento helado que no podía sacudirse. El sueño que acababa de tener, fragmentos sin sentido de su padre en un lugar oscuro, y la extraña sensación de que un hilo invisible y cruel se había tensado a su alrededor, la dejaron con una opresión inusual.
Se sentó en la cama, abrazándose, intentando darle sentido a esa ansiedad inexplicable. Sabía que algo terrible había sucedido. Sentía el dolor antes de que tuviera un rostro o un nombre, y cuando respiró profundo y cerró los ojos, solo supo una cosa:
Estaba jodidamente en problemas.
La semana que siguió a la bendición de Morgan fue un torbellino de indecisión para Jade. Pasó horas, días, sopesando los pros y los contras de la oferta de Hywell. Su mente era un campo de batalla donde la lógica chocaba con la emoción, el pasado con la promesa de un futuro incierto y su corazón con su carebro.La verdad era innegable: no amaba a Hywell. No sentía esa pasión desenfrenada y, en retrospectiva, tóxica que había sentido por Robert, el hombre que ahora yacía en una tumba anónima. Con Hywell, no había mariposas en el estómago, no había un amor ciego que la impulsara. Sin embargo, no podía negar que le gustaba la atención. La forma en que Hywell se había rebajado, disculpándose con su padre, devolviéndole su fortuna, renovando el jardín… eran gestos de un poder y una devoción que, a su manera, eran atractivos, sin hablar de su pasión por la sangre.Le gustaba la nueva forma de ser de Hywell. Esa quietud, esa cortesía, esa aparente vulnerabilidad que había mostrado al confesa
El anuncio de Morgan y la bomba que Hywell había dejado caer, resonó en los oídos de Jade. "La visita de Hywell… fue para pedirme… tu mano oficialmente en matrimonio." La frase flotaba en el aire de Los Ángeles, tan incongruente con la violencia de apenas unas semanas atrás como el jardín florecido era con el anterior descuido. Jade se quedó paralizada, su mente luchando por conciliar la imagen del asesino con la del pretendiente.Morgan, observando la reacción de su hija, la guio suavemente hacia la sala. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas, tiñendo el espacio con un brillo dorado, que no lograba disipar la tensión en el ambiente. Jade se sentó en el sofá, el corazón le latía con fuerza y sentía que no podía respirar.—Papá… ¿es… es verdad? —preguntó, la voz apenas audible por el sonido de su corazón desbocándose y golpeando frenético su pecho—. ¿Hywell… te pidió mi mano para casarse conmigo?Morgan asintió, su rostro era serio, pero sus ojos reflejaban una calma que Jade
Dos semanas se arrastraron, lentas y tensas, desde el día en que la vida de Jade se había volcado por completo. El tiempo en el hospital con su padre había sido un bálsamo necesario, una burbuja de relativa calma lejos del rastro de violencia y las complejidades de Hywell. Morgan, con cada día que pasaba, recuperaba un poco más de su fuerza, su piel recuperaba algo de color, y el brillo volvía a sus ojos. Jade había sido su sombra, su enfermera personal, su confidente. Las conversaciones en voz baja sobre el futuro, sobre Liam, sobre Robert, y sobre Hywell, habían sido un intento de poner en orden el caos de su mente.Finalmente, el día de la salida de Morgan del hospital llegó. El aire fresco de Los Ángeles se sentía diferente, vibrante. Jade había empaquetado sus pocas pertenencias y las flores que los visitantes habían traído a Morgan. Muchas de ellas, sin el debido cuidado, estaban marchitas, sus pétalos caídos y sus tallos lacios, un reflejo silencioso de la turbulencia emocional
El consuelo de estar junto a su padre en la cama del hospital, aunque breve, le había ofrecido a Jade un respiro en medio del caos, pero el vestido de novia, arrugado y manchado, era un recordatorio constante de la pesadilla de la que apenas había escapado. Necesitaba quitárselo, limpiarse de la sangre que le salpicó del disparo de Robert y la mentira en la que vivió.Con un último beso en la frente de Morgan, Jade se levantó.—Voy a casa a cambiarme —susurró, intentando que su voz sonara más firme de lo que se sentía. No se sentía para nada fuerte, poderosa, ni valiente—. Volveré tan pronto como pueda.Morgan asintió, sus ojos aún llenos de preocupación, pero con un atisbo de alivio al verla tomar una decisión, por pequeña que fuera. Confiaba en que Jade tomara las mejores decisiones, y que no fuese como él, que se hundió por su propia culpa.—Ve, mi amor, descansa un poco. Estaré bien aquí.El mismo chófer de Hywell la esperaba afuera, un centinela silencioso y constante. La llevó d
El viaje desde la mansión de Hywell hasta el hospital, en la misma camioneta de lujo que la había sacado a la iglesia en su nonata, se sintió irreal. Jade seguía vestida de novia, el delicado encaje y la seda blanca se sentían fuera de lugar, como una burla cruel en el asiento de cuero oscuro.Uno de los chóferes de Hywell, un hombre corpulento y silencioso, conducía con una eficiencia discreta. La llevó a través de las bulliciosas calles de Los Ángeles, los sonidos de la ciudad apenas penetraban el blindaje del vehículo.Su mente era un torbellino. La muerte de Robert, la confesión de Hywell, el pacto por el corazón de su padre. Todo se entrelazaba en un nudo de incredulidad y miedo. Pero la verdad, por dolorosa que fuera, también traía una extraña claridad. Robert no había sido su salvador, sino una marioneta, y Hywell, el hombre que la había aterrorizado por meses en una prisión de lujo y extravagancias, había sido el verdadero artífice de la vida de su padre, y eso, hasta ese mome
La confesión de Hywell, la verdad sobre la salvación de su padre, dejó a Jade en un estado de shock. Se tambaleó, el mundo girando a su alrededor. El ramo de flores que había caído al suelo yacía olvidado, sus pétalos blancos ahora manchados con el polvo del mármol. Robert Blackwood estaba muerto, y el hombre que lo había asesinado, el mismo que la había atormentado en el pasado, era quien había dado una nueva vida a su padre.Jade levantó la mirada hacia Hywell, sus ojos llenos de una incredulidad dolorosa. Nunca imaginó a Hywell siendo un protector, ni cuidando de ella o su padre de esa manera.—¿Imposible. Es imposible que me ames y que hayas cambiado tanto en tan poco tiempo —susurró Jade, la voz apenas audible, las palabras llenas de amargura—. Después de todo lo que me hiciste… después de cómo me trataste.Hywell dio un paso más cerca, su expresión era grave, sin rastro de la frialdad que solía caracterizarlo.—No lo es, Jade, y no ha sido poco tiempo —suspiró, seguido de lamer
Último capítulo