Mundo ficciónIniciar sesiónEra leal, amaba, se sacrificaba. Pero Carlos, su marido y despiadado director ejecutivo, prefería reírse con Cassandra, su propia hermanastra. En su silla de ruedas y con el corazón roto, Camila finalmente susurró en voz baja: «Tráeme los papeles del divorcio». Ahora bien, ¿quién perdió realmente: Camila o Carlos?
Leer másCamila
—Esta noche no volveremos a casa. Acuéstate primero, Mil.
Las palabras de Carlos por teléfono, aunque tranquilas, salieron de sus labios como un martillo que me partía el pecho. Mis ojos se fijaron en los platos fríos sobre la mesa. Pollo asado con miel, sopa caliente, pequeños pasteles de chocolate... todo se convirtió en silenciosos monumentos a mi estupidez. Las velas ardían tenuemente, casi burlonas, con su luz riéndose de las esperanzas de una mujer.
Era Nochevieja. El cielo de Phoenix, fuera de la ventana, estaba desgarrado por el silbido de los fuegos artificiales que explotaban en ráfagas de rojo, dorado y azul. Había rezado, en mi corazón y en susurros, para que esta noche, esta noche especial, Carlos no me envenenara con las mismas palabras clichés que había utilizado todos los demás días.
Apreté mi teléfono con fuerza, con los nudillos blancos, crujiendo mientras contenía los temblores. Mi voz se ahogaba con un dolor que ya no podía ocultar.
—Carlos, ¿estás bromeando? Es Nochevieja, una noche especial. Lo tengo todo preparado.Su respiración sonaba pesada, áspera, no enfadada, sino cansada y apresurada, como alguien que quería limpiarse rápidamente de suciedad. Hubo un momento de silencio, luego ruido: música, risas y el tintineo de las copas.
—Vamos, Camila. No lo hagas difícil. Estoy en la oficina, hay un evento. Ya lo sabes.¡No se trataba solo de estar allí, Dios, se trataba de agradecimiento! Mis esfuerzos, que había realizado con gran dificultad a pesar de mis limitaciones físicas, fueron ignorados en favor de una fiesta de la oficina.
—¿Un evento? Te envié un mensaje esta mañana —susurré. Me dolía el corazón, en contraste con la imagen de la animada y brillante fiesta que ahora envolvía a mi marido—. ¿Por qué una fiesta en la oficina es más importante que yo? Estoy aquí sola, sabes que no puedo moverme libremente...
Me quedé en silencio, conteniendo la respiración como si todo el aire se hubiera escapado de la habitación. Entonces, mi voz se quebró.
—¿Y Mateo? ¿Lo has llevado a la fiesta? Todavía es demasiado pequeño, Carlos. Debería estar en casa, no en medio de esa multitud.Un largo suspiro al otro lado del teléfono. Podía leer su rostro, imaginar su ceño fruncido con disgusto, una pizca de irritación mezclada con un cansancio oculto.
—Camila, dirijo la empresa de tu difunto padre. No es apropiado que la fiesta continúe sin mí. Y en cuanto a Mateo, yo sé lo que es mejor. Soy su padre.Me mordí el labio y el sabor salado de la sangre me picó la lengua.
—¿Entonces la voz de una madre no importa?—No exageres —su tono se elevó, pero rápidamente se calmó—. ¿Crees que puedo sentarme tranquilamente en casa a cenar como si no tuviera ninguna carga? Estoy cansado, Camila. Me malinterpretas demasiado a menudo.
Las lágrimas cayeron, calientes contra mis mejillas.
—Solo quiero a mi familia. ¿Está mal?La voz de Carlos se suavizó, pero era fría, como un cuchillo envuelto en terciopelo.
—No. Pero no me hagas parecer un monstruo. Traje a Mateo para que no tuvieras que preocuparte. Recuerda que la última vez que estuvo contigo, casi lo atropella una moto.Esas palabras me golpearon, me dieron un puñetazo en el estómago. Los recuerdos de aquella tarde volvieron a mi mente: los gritos de Mateo, el chirrido de los frenos, su pequeño cuerpo a punto de ser aplastado. Empujé la silla de ruedas con todas mis fuerzas, estrellándome contra el asfalto, protegiendo a Mateo. Mateo solo tuvo una pequeña herida en la cabeza; yo era la que sangraba profusamente. Sin embargo, él no volvió a casa con un abrazo agradecido, sino con una mirada fría y un susurro cortante: Mujer estúpida.
Contuve las lágrimas que me brotaban.
—¿Todavía me culpas? ¡Aunque haya sacrificado mi cuerpo por nuestro hijo!—No quería decir eso —su voz era rápida, ligeramente ansiosa—. Es solo que estás más sensible desde el accidente. No quiero discutir. Entiéndelo.
Me quedé en silencio. ¿Realmente solo estaba siendo sensible? ¿O había cambiado completamente su actitud desde el atropello con fuga de hace dos años que me había confinado a una silla de ruedas? El médico dijo que era temporal, pero el tiempo parecía haberlo congelado todo.
—Solo estoy haciendo lo que puedo —susurré—. Quiero que vengas a casa, que cenemos juntos.
—No, no es que no quiera —esta vez, su amabilidad era más sincera, había un toque de afecto, pero iba acompañada de una advertencia—. Solo intento ser un buen líder para la empresa de tu padre. Lo celebraremos más adelante, pero no esta noche.
Tragué saliva con dificultad, tratando de creer en esa amabilidad, tratando de aceptarla.
Sin embargo, antes de que pudiera responder, una vocecita se coló al otro lado de la línea.
—Papá, la tía Cass está aquí. ¡Quiero verla!
Mi sangre pareció dejar de fluir. ¿Cassandra?
Susurré con voz ronca, casi inaudible:
—¿Cassandra está ahí?Hubo un momento de silencio. Entonces, Carlos respondió apresuradamente, pero se esforzó por mantener la calma.
—Es parte del equipo. Una diseñadora de la empresa. No pienses nada raro. Tengo que colgar. Buenas noches, cariño.Clic. La conexión se cortó.
Me quedé mirando la pantalla negra del teléfono. Mi cuerpo estaba rígido, paralizado.
Apagué las velas. Pollo asado, sopa caliente, pastel de chocolate... Todo lo que había preparado con amor y esperanza, lo tiré a la basura. Las lágrimas volvieron a caer, en silencio, sin sollozos.
Cassandra.
Mi hermanastra. La mujer a la que una vez pillé besando a mi marido. La mujer que juró mantenerse alejada, pero que ahora regresa, escondida tras el manto del equipo de la empresa.
¿Cómo puedo confiar en la hija de la mujer que me robó a mi padre? No estoy segura de que me deje ser feliz.
Esa noche, me senté en mi silla de ruedas, celebrando la soledad en medio del ajetreo y el bullicio de las celebraciones del mundo. Contemplé los fuegos artificiales hasta que el último se apagó. El mundo daba la bienvenida al nuevo año con sonrisas y promesas, mientras que yo lo hacía con destrucción.
Por la mañana, enero se coló con el frío. Yo seguía en mi silla de ruedas, sin moverme desde la noche anterior. Los rayos del sol atravesaban el cristal de la ventana, pero mi cuerpo permanecía congelado, esperando... quién sabe qué. Quizás un milagro. Quizás Carlos volvería a casa arrepentido, traería a Mateo, me abrazaría y me prometería arreglar las cosas.
El ruido del motor de un coche rompió el espeso silencio. Su Porsche negro entró en el camino de acceso.
Desde el asiento trasero, Mateo saltó, con la cara radiante y un pequeño globo colgando de sus dedos. Carlos lo siguió, con aspecto renovado, como si no hubiera estado de fiesta toda la noche.
Contuve la respiración, esperando a que se volviera hacia mí, hacia la casa.
Pero se abrió la otra puerta.
Una mujer salió, tirando de una gran maleta. Su largo cabello negro brillaba a la luz del sol. Un abrigo beige envolvía su esbelto cuerpo. Su sonrisa era dulce, demasiado familiar, demasiado odiosa.
Cassandra.
Apreté las ruedas de la silla de ruedas con tanta fuerza que mis articulaciones crujieron en señal de protesta. Se me cortó la respiración y se convirtió en un sollozo silencioso.
Carlos tomó la maleta de las manos de Cassandra con un movimiento natural y relajado, como si fuera un hábito. Mateo se rió suavemente, con los dedos entrelazados con los de la mujer.
Los tres caminaron juntos hacia la entrada. Carlos en el medio, con una mano sosteniendo la maleta y la otra la mano de Mateo. Al lado de mi hijo, Cassandra caminaba con elegancia, con los dedos aferrados a su pequeña mano con una intimidad que me repugnaba.
Se rieron. Los tres.
Parecían una pequeña familia que regresaba de unas felices vacaciones.
Los observé desde detrás del cristal de la ventana. Mi cuerpo se congeló bajo la luz. El mundo exterior seguía moviéndose, dando la bienvenida al nuevo día, pero para mí, en ese momento, todo se derrumbó de nuevo, en silencio, sin piedad.
POV CamilaLa habitación está tan silenciosa que llega a doler. El goteo del suero, constante y monótono, parece burlarse de mi ansiedad. Me senté junto a la cama de Gavin, sin apartar mi mano de la suya. Estaba tibia, pero demasiado quieta, demasiado frágil para alguien que siempre parecía invencible cuando estaba conmigo.Lo observé durante largo rato. Las vendas en su frente, el moretón que le cubría parte de la mejilla, el brazo inmovilizado… Cada golpe, cada rasguño, era un recordatorio de que él había estado dispuesto a partirse el cuerpo solo para encontrarme.Mi pecho se apretó. No sabía si quería llorar, gritar o abrazarlo. Quizá todo al mismo tiempo.—¿Por qué lo hiciste, Vin? —susurré, apenas audible—. ¿Por qué siempre te pones en peligro por mí?No hubo respuesta. Solo el aire estancado.Recordé aquellas palabras que el hombre, el que lo había atropellado, me había dicho: “Señorita, él insistió. Se escapó del hospital solo para buscarla.”La culpa me atravesó el estómago.
POV GavinEl sonido constante del monitor cardíaco era lo único que podía distinguir con claridad. Bip… bip… bip… Un ritmo estable, pero pesado, como si cada pitido me recordara que el mundo seguía moviéndose mientras yo permanecía atrapado en un cuerpo que se negaba a responder.Intenté abrir los ojos, pero los párpados parecían sellados. Un peso insoportable descansaba sobre mi pecho. Todo estaba oscuro, pero no era un vacío completo: había voces lejanas, suaves, como si vinieran a través del agua.“Vin… por favor…”Esa voz.Camila.Supe, en ese instante, que estaba vivo. Mi cuerpo podía fallar, pero mientras su voz existiera cerca de mí, nada en mí aceptaría rendirse.Una tibieza envolvió mi mano. Alguien la sostenía, con delicadeza, como si temiera romperme.Me forcé, poco a poco, a mover los dedos. Y aunque el movimiento fue mínimo, sentí que la mano que me sostenía se tensó.“¿Gavin?”Su tono subió, lleno de esperanza.“Ay… por favor, si me escuchas, aprieta mi mano. Solo un poc
El silencio del bosque se volvió más pesado después de que Gavin desapareció entre los árboles. Durante varios minutos, permanecí recostada contra las raíces gruesas del árbol, intentando controlar mis temblores. La fiebre seguía consumiéndome desde adentro, como brasas ocultas que no se apagaban. Cada vez que intentaba respirar profundamente, mi pecho se tensaba, como si una mano invisible me estuviera apretando.—Vin… —susurré, aunque sabía que ya no podía escucharme.Mi mente estaba nublada, pero la preocupación por él se abría paso entre el dolor y el cansancio. Recordaba vagamente cómo había insistido en cargarme, cómo había luchado contra la cadena para liberarnos. Y ahora él estaba allá afuera, solo, herido y debilitado. Me mordí el labio, tratando de mantenerme consciente.Pasaron unos minutos, o quizás horas, no podía saberlo. Las sombras se movían con el viento, y yo me aferraba a la raíz del árbol para no desmayarme. Mi respiración se volvió más pesada, más irregular. Tenía
El asentimiento lento y resignado de Gavin permaneció grabado en la mente de Camila mientras se alejaba. "Esperaré." Esas dos palabras la persiguieron, sonando a la vez como una sentencia y una liberación. Había depositado una fe ciega en ella, y ahora Camila tenía una misión ineludible. Necesitaba terminar el capítulo de Carlos para poder empezar el de Gavin sin la sombra del miedo.Preparación y el VueloLas siguientes horas fueron un torbellino de actividad febril. Camila hizo las maletas con una eficiencia robótica, asegurándose de que Mateo tuviera sus juguetes, su cuaderno de dibujo y su manta favorita. John, con la discreción que lo caracterizaba, había gestionado los billetes y la logística.Mateo estaba inusualmente callado. No hacía preguntas sobre la prisión, pero su pequeña mano se aferraba a la de Camila con más fuerza de lo habitual."¿Estás nervioso, mi amor?" le preguntó Camila mientras se abrochaban el cinturón de seguridad en el avión. El rugido del motor ahogaba el
La primera sensación que tuve al despertar fue un sabor metálico en la boca y un leve ardor en la nuca, como si mi cuerpo hubiera perdido la noción del tiempo. Abrí los ojos lentamente, tratando de recordar qué había pasado. Lo último que mi memoria alcanzaba era aquella figura enmascarada, la sombra que se acercó demasiado rápido, la voz de Gavin rompiendo la oscuridad… y el mundo entero volviéndose borroso.“Camila… ¿me escuchas?”Esa voz.Profunda.Suave.Reconocible incluso en medio del caos.Gavin.Parpadeé varias veces hasta que su rostro, tenso pero aliviado, tomó forma frente a mí. Estaba sentado muy cerca, inclinado hacia adelante, como si no se hubiera movido de mi lado desde que perdí el conocimiento. La habitación era cálida, iluminada solo por la lámpara tenue del buró. No estábamos en un hospital.Estábamos en su apartamento.“El doctor ya vino hace poco,” murmuró Gavin, observando cada gesto mío. “Solo fue un sedante. No estás herida. Yo… llegué a tiempo.”Respiré hondo
La oscuridad me envolvió antes de que pudiera pronunciar el nombre de Gavin por segunda vez. Un frío repentino me recorrió los brazos y luego… nada. Solo un vacío espeso y silencioso. Intenté aferrarme a algún sonido, a alguna luz, pero el mundo desapareció detrás de mí como si un telón hubiese caído abruptamente.No sé cuánto tiempo pasó hasta que sentí de nuevo el peso del cuerpo. Mi respiración regresó en un jadeo, como si hubiese estado nadando en un lago helado. Abrí los ojos con dificultad; las pestañas se me pegaron, y una punzada aguda atravesó mi sien derecha.Una voz grave, cálida, familiar, rompió el eco en mi cabeza.—Mil… tranquila. Soy yo.Parpadeé varias veces hasta que la silueta frente a mí tomó forma. Era él. Gavin, con su semblante preocupado, con los ojos que parecían haber pasado horas buscándome. Estaba arrodillado a mi lado, una mano temblaba ligeramente sobre mi hombro.—Vin… —mi voz salió quebrada, apenas un susurro— ¿qué… qué pasó?—Te encontraron inconscient
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