El eco de la puerta al cerrarse dejó a Jade en un silencio abrumador, la única compañía era el latido furioso de su propio corazón. El rubor de la ira y la humillación aún quemaba en sus mejillas mientras la adrenalina comenzaba a disiparse, dejando un vacío helado. Recorrió la habitación con la mirada: la cama inmensa, la lámpara de pie que apenas rompía la oscuridad, la decoración austera que gritaba lujo pero negaba vida.
Era una prisión, una jaula de oro, como le había dicho a Hywell, y en ese momento, cada fibra de su ser lo sentía con una intensidad desgarradora.
Se acercó a la única ventana visible, una abertura alta y estrecha que daba a un patio interior de gravilla. La lluvia seguía cayendo, monótona, melancólica. Pensó en su pequeño apartamento, en el aroma a café y libros que siempre la recibía. Pensó en el ruido de los coches en la calle, en las voces de los vecinos, en la libertad de salir y entrar a su antojo. Todo se sentía a millones de kilómetros de distancia, una vi