El sol se filtraba a través de los altos ventanales de la capilla militar, bañando el altar con una luz dorada que realzaba los estandartes y las banderas desplegadas con precisión marcial.
La arquitectura sobria del lugar, de piedra clara y líneas limpias, contrastaba con la vibrante anticipación que llenaba el aire. Los bancos de madera oscura estaban ocupados por una mezcla de uniformes impecables, adornados con medallas que brillaban sutilmente, y trajes de gala que iban desde el elegante negro hasta los tonos pastel, planchados e inmaculados.
Un murmullo bajo de conversaciones y risas contenidas flotaba en el ambiente, una mezcla única de la disciplina castrense y la tierna expectativa de un compromiso amoroso.
Liam, de pie en el altar, se veía imponente. Su uniforme de gala, perfectamente ajustado a su figura atlética, destacaba su postura firme, sus hombros anchos, símbolos de la fortaleza adquirida en años de servicio, pero en sus ojos, más allá de la disciplina, brillaba una