El silencio en la habitación, roto solo por los latidos acelerados del corazón de Jade, se cernía sobre ellos, pesado, cargado de una tensión sexual y de poder abrumadora. La pregunta de Hywell, "Estás nerviosa. Puedo sentirlo. Tu corazón late como un colibrí atrapado. Dime, Jade, ¿quieres que yo sea el primero?", flotaba en el aire, una elección sin elección, un final ineludible.
Jade no podía apartar la mirada de sus ojos, un abismo azul que prometía tanto oscuridad como una nueva e inevitable realidad.
Jade sintió cómo el aire se le quedaba atrapado en los pulmones. Un escalofrío helado le recorrió la espina dorsal, y las palabras se formaron en su garganta como un nudo doloroso. Su voz apenas fue un susurro, rasposa y temblorosa, pero con la honestidad brutal que el momento exigía.
—Tengo miedo —admitió, sin desviar la mirada de la suya, a pesar de la vergüenza y el terror que la invadían. La sinceridad era su única arma, su última defensa, su decisión—. Tengo mucho miedo de lo que significa esto, de lo que me hará.
Hywell no se movió. Su cuerpo, grande y pesado seguía inmovilizándola sobre la cama, la lencería de seda deslizándose bajo el agarre firme de su mano en su cadera y su respiración entrecortada. Sus ojos azules, antes tan duros, ahora tenían una cualidad diferente, una especie de reconocimiento frío.
—Miedo —repitió Hywell, su voz ronca, pero con una resonancia que no era de compasión, sino de entendimiento, de alguien que conocía el concepto de miedo mejor que nadie en el mundo—. Es una emoción inútil, Jade. Te paraliza. Te debilita. No es de utilidad para ninguno de los dos en este momento.
Su mano se movió de su cadera para subir por su costado, rozando la delicada tela negra y sintiendo su toque electrizante. Sus ojos se encontraron y la tensión creció como masa de levadura.
—El miedo a lo desconocido es el peor —terminó él—. Pero una vez que se enfrenta, se desvanece. Se convierte en otra cosa. En aceptación, en supervivencia, en… conocimiento.
No había una pizca de suavidad en sus palabras, ni intento de romanticismo. Eran declaraciones frías, directas, un análisis brutal de la situación. Su "consuelo" era una lección de supervivencia pragmática, despojada de cualquier emoción.
—¿Y qué hay de la elección? —Jade encontró fuerzas para replicar, su voz aún temblorosa—. ¿Qué hay del derecho a elegir, Hywell? ¿Es el miedo la única respuesta que usted permite?
Hywell se inclinó más, su rostro a centímetros del suyo, la barba salpicada de canas rozándole la mejilla como un gusano velludo. El olor a su colonia y a la lluvia del exterior la envolvió.
—La elección de tu padre te trajo aquí, Jade. Tu elección ahora es cómo lo afrontas —dijo sentenciándola—. Puedes luchar, puedes gritar, puedes llorar. No cambiará nada. O puedes aceptar lo inevitable y buscar tu propia fortaleza dentro de ello. No soy un monstruo que disfruta del dolor innecesario. Yo te ofrezco la realidad, y en la realidad el débil cede al fuerte.
Su mano que estaba en su costado, ahora se movió hacia el borde de la lencería que cubría su pecho.
Jade sintió un escalofrío de anticipación y terror. Las palabras de Hywell eran como golpes, pero también tenían una extraña lógica retorcida. La sensación de su toque sobre la seda fina la hizo estremecerse. El aire se volvió más denso, y el sonido de la lluvia contra los ventanales de la mansión parecía aumentar su volumen, un telón de fondo sombrío para lo que estaba por suceder.
—No es solo miedo a lo desconocido —Jade susurró con los ojos húmedos—. Es miedo a la pérdida. A perder lo que soy. A convertirme en lo que usted quiere que sea.
—No perderás lo que eres, Jade —respondió Hywell, su voz grave, mientras sus dedos hábiles y fuertes empezaban a desatar los pequeños broches de la lencería. Sus movimientos eran precisos, sin vacilación. La seda se deslizó de sus hombros, exponiendo su piel al aire frío de la habitación. Jade sintió un escalofrío que no era solo por el frío, sino por la cruda exposición—. Solo añadirás capas, o quitarás algunas que te hacían débil. La vida es un proceso de adaptación, y el que no se adapta, muere o, en tu caso, se rompe.
Jade sintió cómo la lencería caía por su cuerpo, revelándola por completo. El rubor invadió su piel, y sus ojos se llenaron de lágrimas que, hasta ese momento, había logrado contener. El miedo se transformó en una ola de pura vulnerabilidad, y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.
—No llores —dijo Hywell, su voz inusualmente suave, aunque su tono seguía siendo autoritario—. Las lágrimas son para los débiles. Y tú, Jade, no me pareces débil."
Sus grandes manos, que un instante antes habían despojado su cuerpo, ahora se posaron suavemente en sus hombros, apretándolos con una fuerza que no era dolorosa, sino contenida, buscando transmitir control, no daño. La presión era firme, anclándola a la cama, pero también una extraña forma de contención para que no se alejara de su cuerpo caliente.
—Me aterra —sollozó Jade, su voz ahogada, las lágrimas ahora cayendo libremente por su rostro—. Me aterra lo que viene. Me aterra lo que soy para usted y lo que quiere de mí.
—Eres mi posesión, Jade —declaró Hywell, la franqueza de sus palabras era brutal y despojada de cualquier adorno—. Una posesión valiosa, pero no eres solo eso. Eres Jade, y esa Jade, la que discute con Nick, la que me confronta con su inteligencia, esa Jade tiene un valor. No te haré daño innecesario. Aprenderás, te adaptarás, y en el proceso descubrirás cosas de ti misma que ni siquiera sabías que existían. Fortalezas que nunca imaginaste.
Sus dedos se movieron de sus hombros para acariciar su mandíbula, limpiando suavemente una lágrima con su pulgar. La sensación de su piel contra la suya era a la vez repulsiva y extrañamente magnética. No era un toque romántico, sino un toque de propiedad, de un dueño que examina su adquisición.
—No quiero aprender esto —susurró Jade, cerrando los ojos por un instante, deseando desaparecer.
El peso de su cuerpo sobre el suyo era una constante opresión.
—No es una cuestión de querer, Jade. Es una cuestión de ser —replicó Hywell, su voz bajando a un tono casi imperceptible, pero cargada de poder. Sus ojos azules, aunque seguían siendo duros, ahora parecían contener una profundidad inmensa, casi antigua—. En la vida, hay cosas que nos son impuestas. Lo importante es cómo se moldea uno mismo alrededor de ellas. ¿Me entiendes?
Jade abrió los ojos, mirándolo, la desesperación y la resignación mezclándose en su mirada.
—Sí —respondió, un suspiro de derrota.
Lo entendía. Lo que él ofrecía no era consuelo, sino una fría lógica. Él le ofrecía una supervivencia, una forma de no romperse por completo, aunque su alma estuviera a punto de fragmentarse.
Hywell asintió, una leve satisfacción cruzando su rostro.
—Bien. Ahora, a lo que vinimos, Jade.
Su mano se deslizó desde su mandíbula hasta su cuello, y de allí a su pecho, sus dedos grandes y cálidos rozando su piel. La sensación fue electrizante, una mezcla de terror y una extraña, innegable reacción física que la avergonzó. Su cuerpo se tensó. Jade sintió el calor de su palma presionando suavemente su piel y un tacto posesivo que la asfixiaba y la anclaba a la cama.
—¿Estás lista?
La pregunta de Hywell fue un susurro ronco, casi una orden. Su rostro, iluminado por la débil luz de la lámpara, se cernía sobre ella, una combinación letal de belleza y crueldad. Sus ojos azules, ahora oscurecidos por el deseo y el poder, la devoraban.
Jade cerró los ojos, el rostro bañado en lágrimas, su cuerpo temblaba incontrolablemente. La realidad la golpeó con una fuerza abrumadora. Virgen. Sola. A merced de un hombre que era un depredador. La promesa de Hywell de "no hacer daño innecesario" resonaba en su mente, un eco helado en el vasto silencio de la habitación. Y mientras la mano de Hywell continuaba su descenso, explorando su cuerpo, la última defensa de Jade se desmoronó, dejándola a merced de lo inevitable.
La mano de Hywell se deslizó por su vientre, la piel de Jade se erizó. El calor de su palma era una brasa sobre su piel expuesta, y Jade se sentía más consciente que nunca de cada centímetro de su cuerpo. El terror era una ola helada que la ahogaba, pero bajo ella, un pulso primitivo, innegable, la avergonzaba. Sus lágrimas seguían cayendo, silenciosas, marcando el camino por sus sienes.
Hywell observó su rostro y sus ojos escrutaron cada emoción.
—No hay nada de qué avergonzarse, Jade. —Su voz era un murmullo grave que vibraba en el aire—. Esto es la naturaleza. La naturaleza del poder. La naturaleza de la posesión. La naturaleza de la necesidad que ambos sentimos.
Sus dedos, largos y firmes, trazaron la línea de su cadera, sintiendo la tensión en sus músculos.
—Tu cuerpo está reaccionando —susurró ronco—. Es instinto. No lo juzgues. Acéptalo. Es parte de este… acuerdo.
Jade negó con la cabeza, una protesta muda, pero su voz no salía. No podía aceptar aquello. No podía aceptar que su cuerpo traicionara su mente, su alma. La humillación era profunda.
—No te niegues a ti misma, Jade. —La voz de Hywell era más firme ahora, casi un comando. Su otra mano se posó suavemente en su muslo, su pulgar acariciando la piel. La sensación era extraña, invasiva, pero a la vez, el contacto físico, la presión, la anclaba de alguna manera a la realidad—. Las sensaciones son eso: sensaciones. No tienen moral. No tienen juicio. Lo que hagas con ellas, o lo que se haga contigo, es lo que las define.
Se inclinó aún más, su mirada fija en sus ojos llorosos.
—Tu miedo es legítimo. Lo entiendo, pero no permitiré que te consuma —susurró lamiendo su mejilla y sintiendo como sus pezones se endurecían—. Eres más fuerte de lo que crees, y este es el momento en que esa fuerza se pondrá a prueba.
Su rostro, tan hermoso y tan duro, se cernía sobre ella, una dicotomía que la confundía. La mano de Hywell se movió con deliberación, ascendiendo por el interior de su muslo. Jade contuvo un grito. La piel sensible reaccionó al contacto, un escalofrío que no era del todo de terror. Su cuerpo se tensó aún más, cada nervio gritando. Quería encogerse, desaparecer, pero el peso de Hywell la mantenía inmovilizada y comenzaba a gustarle.
—Relájate, Jade. —Su voz era baja, un control implacable—. Respira, déjate llevar. Esto es nuevo para ti. Para mí, es un renacimiento, y tú eres el instrumento.
Sus palabras eran frías, utilitarias, desprovistas de cualquier rastro de afecto, pero con una honestidad brutal que la desarmaba.
Él no pretendía ser un amante. Era un dueño.
Jade intentó respirar, pero su pecho se sentía oprimido. Las lágrimas se desbordaron, cayendo por las sienes y humedeciendo las sábanas. Se sentía vacía, despojada de todo. Era la primera vez que un hombre la tocaba así, y la experiencia estaba teñida de terror y de una sensación de invasión.
Hywell la observaba, su rostro inescrutable.
—Dime, Jade —murmuró, su voz ahora era un ronroneo profundo—. ¿Todavía crees que la inocencia es una virtud en este mundo? ¿O es solo una desventaja que te expone?
Su mano seguía explorando, su toque volviéndose más firme, más posesivo. Jade cerró los ojos. La pregunta de Hywell se clavó en su mente. ¿Virtud o desventaja? En ese instante, en esa habitación oscura y silenciosa, bajo el tacto de ese hombre imponente, la respuesta era brutalmente clara.
Posesión.