La puerta se cerró con un golpe sordo, dejando a Hywell solo en el vasto comedor. La rabia, helada y cortante, se mezclaba con una excitación brutal que le recorría las venas. Jade. La insolencia de su huida, la negativa a ceder, el desafío en sus ojos verdes... Le hervía la sangre. No era la sumisión que esperaba, sino un fuego indomable que lo atraía más de lo que jamás hubiera admitido. La había humillado, la había despojado, pero el espíritu de Jade seguía intacto, y eso era un anatema y una droga a la vez.
Con un gruñido bajo, marcó un número en su teléfono satelital.
—Necesito a Dahlia. Ahora. En la oficina.
Su voz era cortante, sin espacio para preguntas. Colgó antes de que respondieran. La ira necesitaba una válvula de escape, y el deseo, una distracción que lo llevó hasta su edificio.
La oficina de Hywell era un santuario personal, un espacio que reflejaba su control y su oscuridad. Muebles de cuero negro, estanterías repletas de volúmenes antiguos y caros, y una pared de cri