La mansión de Hywell se alzaba imponente contra el cielo plomizo de la tarde, en una silueta oscura y masiva que parecía absorber la luz. Las nubes, bajas y pesadas, prometían una lluvia inminente, y el aire estaba cargado con la humedad fría que precede a la tormenta. Morgan detuvo el coche frente a las enormes verjas de hierro forjado, su corazón latiendo un ritmo enfermo contra sus costillas. A su lado, Jade lo miraba, el rostro pálido, pero con una quietud que a él le resultaba aún más dolorosa que si llorara o le gritara que era un estúpido.
—Papá, ¿qué es este lugar? —preguntó la jovencita.
La voz de Jade era baja, teñida de una extraña curiosidad que pugnaba con la ansiedad que no podía ocultar. Llevaba una pequeña maleta de viaje, su vida contenida en unas pocas prendas y un par de libros. Morgan no pudo mirarla a los ojos. Se limitó a apretar el volante, con los nudillos blancos por la presión.
—Es… un lugar donde estarás segura, Jade —mintió—. Unos socios de negocios… me deben un favor. Es temporal.
La mentira se le atascó en la garganta, amarga como la hiel. Se sentía miserable, cada fibra de su ser gritando su traición.
En ese instante, la verja se abrió con un chirrido metálico, revelando un camino de grava que serpenteaba hasta la entrada principal de la mansión. De entre las sombras del pórtico, un hombre alto y corpulento emergió. Vestía de negro, con una presencia que irradiaba autoridad y una frialdad casi palpable. Sus ojos, oscuros y penetrantes, se fijaron en Jade con una intensidad que la hizo estremecerse. Era Nick, el escolta principal de Hywell.
Nick se acercó al coche; su rostro una máscara inexpresiva.
—Señor Morgan —saludó—. La señorita Jade, asumo.
Su voz era grave y carecía de toda calidez.
Morgan asintió, incapaz de articular palabra. Sentía el peso de la decisión como un yunque en el pecho. Jade abrió la puerta del coche y salió, irguiendo la espalda a pesar del escalofrío. La premonición de la noche anterior se solidificó en una punzada fría cuando su padre le contó lo que hizo y porque ella estaba allí. Miró a Nick, y sus ojos de un verde intenso encontraron los suyos.
—Soy Jade. ¿Y usted es…?"
—Nick —respondió él, su mirada escudriñándola de arriba abajo, deteniéndose un instante en la pequeña maleta que Jade sostenía con firmeza. Miserable vida que no necesitaba.
Sin decir una palabra, Nick extendió una mano y, con un movimiento brusco y sorprendente, le arrebató la maleta. No fue un acto gentil; fue una afirmación de poder. La maleta cayó a la grava con un golpe sordo, esparciendo algunas de sus pertenencias por el suelo. Los ojos de Jade se ensancharon un instante por la sorpresa y la indignación al ver su ropa y libros.
—¡Oiga! ¿Qué hace?
Se inclinó para recogerla, la sangre hirviendo en sus venas.
Nick no parpadeó. Su voz era una losa de piedra.
—No será necesario. El señor Hywell proveerá todo lo que necesite. Su vieja vida se queda aquí.
Jade se enderezó, la indignación dándole fuerza. Su mirada de era desafiante. No era una persona que se amedrentara fácilmente.
—Mi “vieja vida”, como usted la llama, es todo lo que tengo, y dentro de esa maleta hay cosas que significan algo para mí, que tienen valor. ¿Por qué decide usted lo que es necesario para mí?
Nick la estudió un momento, y por primera vez, una chispa de algo parecido a la sorpresa cruzó por sus ojos inexpresivos. No estaba acostumbrado a ese tipo de réplica, ni que jovencitas como ella pudieran desafiar su autoridad de esa manera.
—Sus comentarios son irrelevantes —dijo finalmente, aunque su tono era ligeramente menos contundente. No recogió la maleta. Se limitó a señalar la puerta de la mansión—. Entre.
Morgan había observado la escena, encogido en el asiento del coche, sintiendo una vergüenza abrasadora y una impotencia que le desgarraba el alma. Cada palabra de Jade, cada gesto desafiante, era un recordatorio de la valentía que él no poseía en ese momento. Quería salir, gritar, recuperar a su hija. Pero el miedo, la deuda y la amenaza velada de Hywell lo paralizaban.
Jade se giró hacia el coche. Su rostro, aunque marcado por la tristeza, no mostraba odio hacia su padre. Solo una profunda pena.
—Papá —dijo, su voz casi un suspiro, pero firme—. Estaré bien. Confío en que, sea lo que sea esto, saldré de ello.
No le preguntó por qué, ni lo culpó en voz alta. Su mirada lo perdonaba, y eso, para Morgan, era un tormento aún mayor que cualquier reproche. Morgan asintió, las lágrimas anegando sus ojos, y en un susurro solo pudo decir: lo sé, mi amor, lo sé.
Su voz era un hilo apenas audible. Quería abrazarla, jurarle que la rescataría, pero las palabras se ahogaban en su garganta. Todo lo que pudo hacer fue extender una mano temblorosa en un gesto inútil. Jade le dedicó una última mirada, una mezcla de amor, dolor y una promesa silenciosa de supervivencia. Luego, se volvió y, con la barbilla en alto, caminó hacia la imponente mansión. El viento comenzó a soplar con más fuerza, levantando polvo de la grava y haciendo bailar las hojas muertas.
Justo cuando Jade alcanzó la entrada, las primeras gotas de lluvia cayeron, grandes y pesadas, estrellándose contra el asfalto.
Morgan la vio desaparecer tras las puertas de roble macizo, que se cerraron con un eco sordo, sellando el destino de su hija. La lluvia comenzó a caer con más intensidad, empapando el parabrisas de su coche, mezclándose con sus propias lágrimas silenciosas. Se quedó allí, inmóvil, el corazón hecho pedazos, observando la oscura silueta de la mansión mientras la tormenta se desataba. El dolor de su traición lo envolvió por completo, más frío que la lluvia, más oscuro que la noche que caía, y solo con la certeza de que Hywell si fuese bueno con su pequeña.