El interior de la mansión de Hywell era tan imponente y desolador como su exterior. Apenas cruzó el umbral, Jade se vio envuelta en un espacio vasto y silencioso, vacío de vida. El recibidor era un salón de mármol pulido, negro y gris, que reflejaba el poco brillo que se filtraba del exterior. Ventanas monumentales se extendían desde el suelo hasta el techo, como ojos vacíos que observaban el paisaje sombrío.
A través de ellas, la tormenta que se avecinaba parecía el único espectáculo digno de contemplar en tan sombrío lugar.
La decoración era monocromática, una paleta de grises, negros y blancos crudos que acentuaban la frialdad del ambiente.
Muebles de líneas limpias y diseño minimalista se distribuían con una precisión casi clínica; no había un solo objeto fuera de lugar, ni una sola imperfección visible. Las paredes, desnudas de cuadros o adornos personales, amplificaban la sensación de desapego, de un lugar sin alma, sin corazón. El aire, a pesar de la inmensidad, se sentía denso, cargado de una expectativa opresiva. Cada uno de sus pasos resonaba en el silencio, un eco que subrayaba su insignificancia en ese lugar.
Nick, sin mediar palabra, la guio por un largo pasillo. Sus pasos eran silenciosos, a diferencia de los de Jade, que resonaban con un crujido metálico sobre el mármol. Finalmente, se detuvieron ante una puerta de madera oscura, tan austera como el resto de la casa. Nick la abrió y, con un gesto de la cabeza, le indicó que entrara.
Jade dudó un instante. Una punzada de temor, más aguda que cualquiera anterior, la atravesó. Pero no había opción. Entró.
La habitación era grande, pero estaba sumida en una oscuridad casi total. Solo una lámpara de pie en una esquina proyectaba un círculo de luz tenue que apenas iluminaba una cama king-size, cubierta con sábanas de seda de un gris oscuro. El resto de la estancia se perdía en las sombras, ocultando lo que había más allá del haz de luz. No había ventanas visibles en esa pared, ni elementos que le dieran calidez o personalidad. Era una habitación de hotel de lujo, pero despojada de cualquier comodidad emocional, un lugar diseñado para la función, no para el bienestar, menos para que ella se sintiera en casa.
Nick no entró. Se quedó en el umbral, su figura alta y amenazante, recostado en el umbral de la puerta.
—Hay un baño al fondo. Ropa en el vestidor —dijo antes de hacer que el umbral crujiera por su peso—. Él estará aquí pronto.
Su voz era un eco hueco en la penumbra. Luego, sin esperar respuesta, cerró la puerta con un suave clic, y el sonido de sus pasos se desvaneció en el pasillo, dejando a Jade en un silencio que se sentía tan espeso como el terciopelo.
Jade se quedó inmóvil en el centro de la habitación, el corazón latiéndole en las sienes. La oscuridad la envolvía, y el aire se sentía más pesado, casi sofocante.
La premonición de la noche anterior, la ansiedad inexplicable, el miedo que había evitado sentir plenamente en el coche, ahora la golpeaban con toda su fuerza. No era una huésped. No era una protegida. Era un objeto, una moneda de cambio.
Se acercó lentamente al vestidor que Nick había mencionado. Dentro, no había sus propias prendas, sino una selección de lencería de seda y encaje, en tonos oscuros: negros, grises y azules noche. Eran prendas finas, costosas, pero que gritaban sumisión y un absoluto control del amo. Había una que le llamó la atención: un conjunto de seda negra, casi transparente, con bordados sutiles. La tela se sentía fría y suave bajo sus dedos.
Jade se quitó la ropa que llevaba, cada prenda que caía al suelo era un trozo de su vida anterior que se desprendía. El peso de lo que estaba sucediendo la abrumó, pero una chispa de su valentía aún ardía. No lloraría. No les daría esa satisfacción. Con manos temblorosas, pero con una determinación forzada, se puso la lencería. La seda se deslizó por su piel, fría al principio, luego extrañamente cálida. Se sentía expuesta, vulnerable, pero en su mente, una voz le decía que esto no era el fin. Era solo el comienzo.
Se sentó en el borde de la cama, la espalda recta, las manos apretadas en su regazo, esperando por el señor. La lámpara de pie arrojaba sombras danzantes sobre su piel, y el silencio de la habitación se volvió insoportable, roto solo por los latidos acelerados de su propio corazón. Miró fijamente la puerta.
Estaba oscuro, y estaba esperando a Hywell.
El tiempo se estiró en la habitación, cada minuto una eternidad, cada sombra un monstruo. La tensión era un nudo apretado en el estómago de Jade. El sonido de la puerta abriéndose rompió el silencio como un trueno.
Hywell entró, pero la oscuridad lo engulló casi de inmediato. Jade solo pudo distinguir una silueta imponente, un contorno más que una forma definida, y su corazón dio un vuelco.
—Jade —su voz resonó en la habitación, profunda y resonante, sin rastro de la fría crueldad que había usado con Morgan. Aquí, en la intimidad de esta habitación, había una cualidad diferente en ella: una posesividad calculada, casi un ronroneo de que esa mujer era lo que él siempre quiso—. Te estaba esperando.
Jade no respondió de inmediato, su garganta estaba seca. Su mirada estaba fija en la oscuridad donde él se encontraba, intentando descifrarlo. Se sentía expuesta, vulnerable, la lencería era una delgada barrera entre su piel y el aire helado que parecía emanar de él y se sintió más desnuda que minutos atrás.
Unos pasos lentos y deliberados se acercaron, y la figura de Hywell comenzó a emerger de la penumbra, revelada por la tenue luz de la lámpara. Jade contuvo el aliento. Era alto, mucho más alto de lo que imaginó, con una constitución fornida que llenaba el espacio. Su cabello era de un gris plateado, salpicado de canas, al igual que la barba bien recortada que enmarcaba su mandíbula fuerte, pero lo que la impactó fueron sus ojos: de un azul helado, de una intensidad inusual, capaces de penetrar. Era, sin duda, un hombre precioso, con una belleza que era casi inquietante, como la de un depredador perfectamente diseñado. Sin embargo, no había suavidad en su rostro; en sus ojos se leía una mezcla de rudeza y un odio apenas contenido, dirigido a nadie en particular, pero presente, de esa forma que erizaba la piel de Jade.
Hywell se detuvo a pocos pasos de la cama, sus ojos fijos en ella, recorriéndola de arriba abajo. Jade sintió un escalofrío que no tenía que ver con el frío de la habitación. Era la conciencia de su mirada sobre su cuerpo y como devoraba como un depredador.
—Así que eres Jade —dijo él, su voz era un murmullo que se deslizaba por la piel de Jade—. La moneda de cambio. Dime, Jade, ¿cuántos hombres han tenido el privilegio de verte así antes?
Jade levantó la barbilla, buscando su mirada con una valentía que sorprendió incluso a Hywell.
—Soy virgen —respondió, su voz apenas un suspiro, pero clara y firme—. Si eso es a lo que se refiere con 'privilegio', ninguno.
La confesión la hizo sonrojar, la humillación quemándole las mejillas, pero no se inmutó. Una ceja de Hywell se arqueó levemente. Una virgen. Esperaba que lo fuera, por su edad y su padre, pero no negaría que le excitó imaginarse el primero.
—Interesante. Tu padre fue un hombre de negocios, un ladrón, y al parecer, un padre sobreprotector, o quizás... solo descuidado al no prepararte para el mundo real. ¿Qué opinas de él, Jade? ¿Lo odias por venderte como si fueses un pedazo de carne?
Jade lo miró fijamente.
—Mi padre es un hombre complejo. Cometió errores, errores graves, pero no lo odio. Entiendo que él estaba en una posición desesperada, y usted se aseguró de que así fuera. El odio es una carga, y prefiero guardarme mi energía para otras cosas. ¿Acaso espera que lo odie para que usted pueda justificar lo que me está haciendo? ¿O espera que lo odie para ser su fiel esclava?
Su voz, a pesar del nerviosismo, mantenía un tono desafiante.
Hywell soltó una risa baja, un sonido áspero. Le gustaba la mujer. No era la típica don nadie que solía llevar a la cama.
—Inteligente. No es común encontrar una mente tan aguda en un envoltorio tan delicado. ¿Qué estudias? ¿O estudiabas?
—Literatura —respondió Jade, sintiendo una punzada de nostalgia por la vida que había perdido—. Me gusta la historia, las palabras. Entender por qué las personas hacen lo que hacen.
—Ah, las palabras. —Hywell se acercó un paso más, su voz ahora con un matiz casi burlón—. Útiles, pero a menudo engañosas. ¿Te enseñaron en tus libros a leer entre líneas? ¿A ver la verdadera naturaleza de un hombre? ¿A reconocer la desesperación detrás de la avaricia, o la crueldad detrás de la justicia que falsamente es vendida a los ingenuos?
—Quizás. Los libros te dan perspectivas, no respuestas definitivas. Son los hombres quienes eligen cómo actuar. Mi padre eligió robar. Usted eligió.... —Jade dudó, buscando la palabra adecuada—. Elegir un castigo que no tiene nada que ver con el delito. Un castigo que recae sobre un tercero inocente. ¿No es eso una forma de cobardía, Hywell? Atacar al más débil para compensar las deudas del fuerte.
La atmósfera en la habitación se tensó. El azul de los ojos de Hywell se oscureció. Él se inclinó, su rostro peligrosamente cerca del de Jade. Le gustaba su fiereza. Lo ponía cachondo.
—Valiente o estúpida. Dime, ¿crees que soy cobarde, Jade? Te aseguro que no hay nada cobarde en lo que estoy a punto de hacer. —Su aliento, fresco y mentolado rozó la piel de Jade—. Tu padre me quitó algo valioso que aprecio, y yo le quitaré algo más valioso aún. Es un principio de equilibrio, y de poder.
Jade sintió que el aire le faltaba, su corazón galopando.
—¿Y qué gana usted con esto, más allá de la venganza? ¿Una muestra de poder? ¿Humillar a un hombre que ya está arruinado? ¿No hay más satisfacción en la creación que en la destrucción?
—La destrucción es una forma de creación, Jade. De un nuevo orden —replicó Hywell, su voz un susurro que la atrapaba—. Y la satisfacción es absoluta cuando el juego se juega según mis reglas. Hablaste de tu virginidad. De no haber estado con nadie. Dime, Jade, ¿eso te asusta? ¿Te asusta que use mi poder en ti?
La pregunta la tomó por sorpresa. Jade sintió un temblor recorrerle el cuerpo, así como la ausencia de una respuesta.
—Asusta la falta de elección. la imposición, no la experiencia.
Hywell sonrió, una sonrisa lenta y depredadora.
—Siempre hay una elección, Jade —graznó entre dientes—. La tuya acaba de agotarse. La de tu padre, también.
De repente, Hywell se movió. Un empuje brusco e inesperado lanzó a Jade hacia atrás, sobre la cama. Las sábanas de seda fría se deslizaron bajo su piel. El corazón le golpeaba contra las costillas con una fuerza que la dejó sin aliento, y antes de que pudiera reaccionar, Hywell se abalanzó sobre ella, inmovilizándola con su gran cuerpo. Su peso era abrumador, la silueta maciza recortándose contra la tenue luz. Su mano, grande y firme, se posó en su cadera, su pulgar acariciando la suave tela de la lencería.
La cercanía de su cuerpo, el olor a su colonia cara y a algo más, algo primitivo y dominante, la envolvió. Jade estaba paralizada, los nervios a flor de piel. Su cuerpo entero temblaba. Era la primera vez que un hombre la tocaba de esa manera, y la situación, la oscuridad, el poder de Hywell, lo convertían en una experiencia aterradora. Hywell se inclinó, su rostro a centímetros del suyo, sus ojos azules fijos en los de ella, brillantes con una mezcla de deseo y crueldad. Estaba por poseerla. Estaba por mostrar al señor.
—Estás nerviosa —murmuró, su voz ronca, una declaración más que una pregunta—. Puedo sentirlo. Tu corazón late como un colibrí atrapado. Dime, Jade, ¿quieres que yo sea el primero?
El silencio se cernió sobre ellos, pesado, cargado de una tensión sexual y de poder abrumadora. La pregunta flotaba en el aire, una elección sin elección, un final ineludible.
Jade no podía apartar la mirada de sus ojos, un abismo azul que prometía tanto oscuridad como una nueva e inevitable realidad, y cuando sus labios se separaron, el infierno llegó a la tierra.