5 | Jaula de oro

La luz gris del amanecer se filtraba por las rendijas de la habitación, dibujando contornos inciertos en la penumbra. Jade abrió los ojos, su cuerpo dolorido, cada músculo protestando en un eco mudo de la noche que había pasado. Las sábanas de seda, suaves y frías, se sentían extrañas contra su piel. La primera pregunta que asaltó su mente, punzante y desoladora, fue: ¿Así será el resto de mi vida? ¿Fría, solitaria y sin su padre?

El peso de la realidad la aplastó, una losa gélida sobre su pecho. No había despertado en su cama, en su apartamento, con el familiar aroma a café y libros. Estaba en la mansión de Hywell, una jaula de oro y sombras, y la noche anterior… la recordaba con una claridad brutal y vergonzosa. El miedo, la humillación, la frialdad de Hywell, su control absoluto. Como la tocó, la olfateó, la lamió.

Un sollozo mudo se ahogó en su garganta.

Apenas el reloj de una pared invisible dio las ocho, la puerta de la habitación se abrió suavemente. Dos mujeres jóvenes, vestidas con uniformes discretos de color gris perla, entraron en silencio. Sus rostros eran amables, pero sus ojos denotaban una profesionalidad distante. Eran las doncellas de Hywell.

—Buenos días, señorita —dijo una de ellas, su voz suave como una caricia—. El señor Hywell desea que preparemos un baño para usted. Desayunará con él en el comedor principal.

Jade se incorporó, las sábanas resbalando. El rubor le subió al rostro cuando vieron que iba casi desnuda por orden de Hywell.

—¿Ustedes…?

La otra doncella sonrió con delicadeza.

—Sí, señorita. Es nuestra labor. Por favor, acompáñenos al baño. Tenemos ropa limpia preparada —dijo sonriendo—. No se preocupe por su desnudez. Somos cordiales con la mujer del señor.

Jade asintió, sintiéndose como una marioneta.

El baño era un santuario de mármol negro y paredes de cristal esmerilado. Las doncellas la ayudaron con una delicadeza desconcertante. El agua tibia, perfumada con lavanda, se sintió como un bálsamo sobre su piel adolorida, pero no pudo quitar la sensación de suciedad que sentía en lo más profundo de su ser. Lavaron su cabello con un champú de aroma exótico, y luego lo peinaron con paciencia, dejándolo caer en cascada sobre sus hombros. La cuidaron con una atención meticulosa, casi personal. No había un juicio en sus ojos, solo una eficiencia entrenada.

Después del baño, la llevaron de regreso al vestidor. No había lencería esta vez, sino un vestido sencillo de seda gris que caía con fluidez hasta sus rodillas, con un cuello alto y mangas largas. Elegante, sobrio, y totalmente anónimo. No era la ropa que Jade elegiría, pero era la que le habían dado. Se sentía como si le hubieran puesto un uniforme, despojándola de su identidad.

Una vez lista, la condujeron al comedor principal. Era una sala inmensa, con ventanales gigantes que se abrían a un jardín monocromático, bañado por la misma luz gris y prometedora de lluvia. Una mesa de comedor larga y pulida, de ébano macizo, ocupaba el centro de la habitación. Hywell estaba sentado en un extremo, bebiendo café y leyendo un periódico digital. Llevaba un traje oscuro impecable, su cabello y barba canosos le daban un aire de autoridad aún mayor. Parecía completamente imperturbable cuando Jade entró. Hywell bajó el periódico, sus ojos azules se fijaron en ella con una intensidad que la hizo temblar. No había una sonrisa, ni nada que la hiciera sentit algo.

—Buenos días, Jade —dijo, su voz grave, pero sin la aspereza de la noche anterior. Un lugar ya estaba puesto frente a él, con un desayuno completo: fruta fresca, tostadas, huevos, y un tazón humeante de gachas. Era el desayuno favorito del señor.

Jade se sentó, sintiéndose diminuta en la vasta mesa.

—Buenos días, Hywell —respondió, su voz más firme de lo que esperaba. Tomó una taza de café negro y lo bebió lentamente.

—¿Dormiste bien?

La pregunta de Hywell fue una formalidad, pero sus ojos la escudriñaban, buscando una respuesta que fuera más allá de las palabras, por lo que Jade apretó los labios en una línea firme.

—Tan bien como se puede dormir en una jaula de oro —respondió con una acidez que no pudo ocultar de su señor—. Y sí, me siento… renovada, como si tuviera la vida soñada.

Su mirada era desafiante.

Hywell soltó una risa baja, un sonido sin alegría.

—Siempre tan arisca. Me gusta. El espíritu indomable es un activo. Me aburre la sumisión cuando quien la porta no tiene la acidez que necesito. ¿Te gustó la noche? ¿O la experiencia fue tan desagradable como tu expresión parece indicar?

Su pregunta fue directa, brutal, y a Jade le subió la sangre al rostro. Aun recordaba lo sucedido la noche anterior.

—¿Le gustó? —Jade dejó la taza de café con un golpe apenas audible—. ¿Acaso esperaba fuegos artificiales, Hywell? Fui despojada de mi voluntad, de mi elección, de mi dignidad. ¿Cree usted que la experiencia de ser una posesión es placentera?

Sus palabras eran rápidas, cargadas de la rabia que había contenido toda la noche. Hywell se apoyó en el respaldo de su silla, sus ojos fijos, con una mezcla de curiosidad y admiración.

—La dignidad, Jade, es un concepto que solo tiene valor para quien lo posee. Y la posesión… puede ser liberadora. Te libera de la carga de la elección, de la carga de la responsabilidad. La vida es más simple cuando alguien más decide por ti.

—Simple, quizás, pero vacía —replicó Jade con fervor—. Soy una persona, no un objeto. Tengo mis propias ideas, mis aspiraciones. No quiero una vida simple y vacía donde otros decidan por mí. Quiero libertad, una que usted no me ofrece.

Señaló los ventanales con un gesto de la mano.

—No quiero estar encerrada en esta prisión, por muy hermosa que sea —comentó—. Quiero volver con mi padre. Esta es una….

—Prisión —repitió Hywell, una sonrisa ladeada en sus labios—. Es una perspectiva. Yo lo veo como un refugio. Estarás segura, serás cuidada. Tendrás todo lo que necesites, algo que tu padre, con toda su “libertad” y “dignidad”, no pudo garantizarte.

La mención de su padre la golpeó como un puñetazo.

Jade sintió un ardor en sus ojos.

—Mi padre cometió errores, pero al menos creía en la libertad. Usted solo cree en el control y en la venganza. —Se puso de pie abruptamente, el raspado de la silla contra el mármol rompiendo el silencio—. No puedo sentarme aquí y fingir que esto es normal. No puedo. No lo haré. No quiero fingiendo que siento algo por ti.

Se dio la vuelta y comenzó a caminar rápidamente hacia la puerta del comedor. No sabía a dónde iba, pero necesitaba escapar de su presencia, de la opresión de esas paredes, pero Hywell fue más rápido. En un instante, estaba fuera de su silla, su figura imponente bloqueando la salida. Su mano, grande y firme, se extendió y se cerró sobre el cabello de Jade, un mechón espeso y oscuro tirando de él con una fuerza que le arrancó un gemido de dolor. La detuvo en seco, estrellándola contra la pared.

—¡Suéltame! —exclamó Jade, su voz ahora un grito de rabia.

Hywell la jaló con un movimiento brusco, estampándola contra la pared de mármol con un impacto que le sacó el aliento. La espalda de Jade golpeó la superficie fría, y un dolor agudo la recorrió. Sus ojos se encontraron con los de él, y en esa cercanía forzada, la atmósfera se electrificó.

El odio era palpable en sus ojos, pero bajo él, una chispa oscura de tensión sexual brotaba de los poros de Hywell, una fuerza tan abrumadora que Jade sintió un calor innegable, avergonzante, extendiéndose por su cuerpo. La cercanía de sus cuerpos, el olor a su colonia y a su piel, era embriagadora y aterradora a la vez.

—¿Crees que puedes ignorar las reglas, Jade? —gruñó Hywell, su voz baja y cargada de una furia controlada, pero su mirada la devoraba con una intensidad brutal. Su cuerpo estaba pegado al de ella, inmovilizándola—. ¿Crees que puedes simplemente levantarte y marcharte cuando te plazca? Estás aquí porque lo decidí, y tu vida, a partir de ahora, se rige por mis designios.

Jade lo desafió con la mirada, a pesar del temblor en su cuerpo.

—No soy su juguete. No puede tenerme encerrada para siempre.

Una sonrisa lenta y depredadora se extendió por el rostro de Hywell. Sus ojos azules brillaron con un deseo crudo. Se inclinó, su boca a centímetros de la de Jade, su aliento cálido rozándola.

—Puedes no ser mi juguete, Jade, pero eres mía, y eso, para mí, es mucho más satisfactorio —gruñó contra sus labios.

Intentó besarla.

Jade reaccionó por puro instinto. Giró la cabeza bruscamente, el beso de Hywell aterrizando en su mejilla, un roce áspero y posesivo. La repulsión le revolvió el estómago, pero también la chispa de resistencia que la mantenía entera.

—¡No! —exclamó, reuniendo toda la fuerza que le quedaba. Con un empuje inesperado, logró separarse de él, apenas un palmo. La sorpresa cruzó por el rostro de Hywell por un instante, el tiempo suficiente para que Jade se liberara.

Sin mirar atrás, corrió. Corrió por el largo pasillo del comedor, sus pasos resonando en el mármol, buscando desesperadamente la familiaridad de su habitación. Sentía la mirada de Hywell en su espalda, una presencia ardiente y peligrosa. No se detuvo hasta que se encerró en su habitación, el seguro de la puerta el único consuelo en la vasta soledad.

Del otro lado, en el comedor, Hywell se quedó de pie, la mano levantada, mirando la puerta por donde Jade había huido. Una mezcla de furia y una excitante satisfacción bailaba en sus ojos azules. La insolencia de ella, su espíritu indomable, solo lo atraía más. Su cuerpo vibraba con la tensión liberada y contenida.

—Jade —murmuró, su voz ronca, la promesa de una posesión aún más intensa—. No sabes con quién te has metido.

Estaba enojado, y terriblemente excitado.

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