—Ni el puto Dios te salvará, Wisker —escupió Nick cuando empujó el cuerpo del hombre al piso—. Arrodíllate y besa los jodidos pies de Phoenix, o paga lo que robaste.
Wisker alzó el mentón.
—No me arrodillaré —rezongó Morgan.
Nick apretó sus puños y Wisker se tensó. Morgan era un hombre delgado, encanecido por el alcohol, y que con un puño de Nick conocería el infierno. Nick, quien era estratosféricamente musculoso, lo miró de forma intimidante, sentenciándolo a muerte.
—Si no te arrodillas, tendremos un problema —gruñó Nick—. Tenemos formas dolorosas de cobrar nuestras deudas.
Wisker era un hombre educado, que no llegaba a los puños, y nunca estuvo involucrado en una pelea cuerpo a cuerpo. Él conocía sus leyes como socio de la petrolera. Debían ser ellos los que se arrodillaran para él, sin embargo, el encontrarlo robando no era algo que Phoenix aplaudiera. A diferencia de otros, él no permitiría que le cortaran un dedo, así como tampoco besaría la jodida mano de un Phoenix ni la de su puto lacayo.
—No pueden tocarme —dijo Morgan.
Nick crujió el hueso de su cuello de forma sonora y sonó los huesos de sus manos cuando comenzó a redirigirlos. Nick no tenía órdenes de torcerle un hueso ni arrancarle la garganta. Su orden era intimidar, persuadir y conseguir aquello que Phoenix quería; aquello que se encontraba en casa leyendo un clásico.
—No tenemos que tocarte —agregó Nick escupiendo junto a sus rodillas—. Solo verte sufrir por quien sí toquemos.
Wisker tragó grueso. Sabía a quien se refería Nick.
—Es un negocio, no la prisión —replicó Morgan—. No pueden hacerle daño a un miembro platino de su corporación.
Nick apretó más los puños.
—Conoces nuestra reputación, Morgan Wisker —dijo entre dientes—. No nos hicimos famosos por regalar dinero.
Wisker, quien sabía que ellos siempre encontraban una forma de cobrar sus deudas, miró a Nick y se colocó de pie. Era un hombre de palabra, y sabía que no saldría con vida si no dialogaba la forma de pagar la factura que solo cancelaría con una mujer.
—¿Qué quieren? —indagó—. Puedo darles lo que quieran.
Nick miró al hombre más bajo que él.
—El Rey la quiere a ella —dijo Nick mirándolo a los ojos.
El corazón de Wisker se sobresaltó cuando escuchó la petición. Tragó saliva y el sabor de la nicotina que acababa de fumar. Ella era su niña, su adoración, lo único que le quedó de su esposa muerta. Si se la entregaba, entregaba aquello que su esposa pidió que cuidara con su vida si era necesario. No podía dársela.
—Es mi hija —susurró Wisker.
Nick regresó la mirada a Morgan.
—Es el pago de tu error.
Aunque Nick lo intimidaba con su musculatura, hablaban de su hija. No era un saco de papas. Era una persona. Sería incapaz de entregarla. Era todo lo que Wisker tenía en la puta vida. Al principio fue renuente, pero si tenía que arrodillarse para salvar a su hija, lo haría, siempre que no se atrevieran a tocar a la princesa.
—Ella es mía.
—También tu vida y podemos quitártela —replicó Nick.
Uno de los escoltas del Rey se acercó a Nick y le dijo al oído una petición del Rey acerca de Morgan y su hija. El Rey no tenía tiempo para conversar si se la daría o no. Sería suya esa misma noche, y si requería que Wisker lo conociera para entregársela, que así fuese. Sería suya, sin importar cuantos matara por ella. El trabajo de Nick era ese: llevarlo al fin de su cordura por la mujer.
—El señor Phoenix quiere verte —le dijo Nick.
Todo estaba oscuro, sombrío, tenebroso, que cuando la persona comenzó a acercarse a él en la oscuridad, lo primero que pensó era que se trataba de un espectro. Las escaleras estaban sucias, las paredes negras. El interior del lugar donde se encontraba era asqueroso; para nada un lugar al que Rey iría. Eligieron ese lugar porque lo que harían con él sería igual de asqueroso.
Era un hombre enorme, casi el doble del tamaño de Nick. Las camisas abrazaban su torso, los pantalones eran como una segunda piel y su cabello era negro canoso. Era un hombre de entrada edad, pero con la mano dura de un jovencito. Era un hombre que solo con el físico intimidaba. Wisker apretó sus manos sudorosas y se acercó tan solo dos pasos al hombre que no movió más que sus pies para acercarse. Lentamente la cabeza salió a la claridad del bombillo que colgaba, y Wisker suspiró.
—Señor, le juro que le pagaré lo robado. Por favor no me quite a mi hija —suplicó Wisker cuando el Rey era peor de lo que decían—. Le juro de rodillas que le pagaré cada centavo.
Ante Nick, Wisker fue un hombre que no se dejaba doblegar, pero ante el Rey, Wisker se colocó de rodillas como un devoto en la iglesia. Incluso colocó las manos con las palmas hacia arriba en señal de rendición. El Rey ni siquiera lo miró. Siempre era igual, todos los hombres eran iguales. Tenían testículos para robar, pero jamás para enfrentarse a la autoridad suprema. Eran muchos los que se orinaban cuando él los veía, o que preferían cortarse ellos mismos sus extremidades antes de que lo hiciera uno de los espectros, tal como el Rey le gustaba llamar a sus hombres.
El Rey miró al hombre con asco. Le dio la mano que él mismo mordió. ¿Cómo podía siquiera pensar en robarlo? Él lo conocía y lo veía todo. Nadie lo robaba jamás. Siempre vería todo.
Nick lo mantuvo arrodillado, casi besando sus pies. Era asqueroso ver como alguien que se sentó en la mesa con él era reducido a nada, tan asqueroso e infame como su ex esposa.
—Levántate, Wisker —dijo el Rey, en un tono de voz tan gutural que erizó su piel—. No soy un dios para que te arrodilles.
Phoenix suspiró cuando Wisker se levantó lentamente. Sus rodillas estaban sucias. Pobrecito. Casi le dio lástima.
—¿Es tu única hija? —preguntó el Rey.
Wisker limpió sus rodillas y bajó la cabeza. Ya no era el imponente que discutió con Nick antes de su llegada. Estaba ante una especie de deidad del petróleo y sus adyacencias.
—Sí, señor —respondió intimidado por Phoenix.
Era impresionante como alguien como él se intimidaba con alguien con quien bebió, con quien fue a clubes a coger, y con quien se sentó a comer. Eran casi de la misma estirpe. Era la primera vez que Wisker lo conocía por quien era en verdad, por el imponente asesino, y maldición, sí que era un jodido hombre imponente con esa mandíbula cuadrada y las cejas pobladas que no hacían más que convertir sus ojos en los de un depredador.
—No dudo que devolverás el dinero —dijo Phoenix—. Tu error conmigo tiene un costo de treinta millones, y el pago será ella.
Wisker continuaba reacio al tema. Debía existir otra manera de poder pagar el dinero que gastó y que su hija estuviese exonerada.
—Me dijeron que si me arrodillo y beso sus pies podré pagar la deuda —comentó Wisker, esa vez dispuesto a hacerlo por ella.
Usualmente las aceptaba, seguido de un dedo menos, pero con Wisker no quería eso. Él quería coger tan duro a su hija, que con cada eyaculación dentro de ella sería un monto menos que le debería. Tocar esa piel suave, lamer su vagina, meterse tan duro dentro de ella que se corriese para él. Eso era lo que quería. El dinero era algo momentáneo. Coger una virgen era eterno.
—No funciona de esa manera —respondió, mintiéndole a conveniencia—. Acepto ese trato cuando la persona no tiene más que su vida, pero tú tienes una hija deliciosa que me gustaría probar. No imagino lo buena que debe ser en la cama. Las que poseen un rostro angelical, son las que gimen hasta enronquecer.
A Wisker se le erizó el vello de la nuca cuando lo escuchó hablar así de alguien que para él siempre fue su niñita. Su hija no era vendible, ni un juguete sexual. Ella no sería su pago. Prefería que le cortaran la mano, la pierna, le sacaran los ojos o le cortaran la lengua, antes de entregársela a un hombre que la destriparía como pescado. Su hija era inocente de sus pecados. Hacerle eso era sentenciarla a una vida de miseria donde Wisker se preguntaría cada día si soportaría los castigos del Rey o la había asesinado.
Y con la poca fuerza de voluntad que le quedaba dijo:
—Lo siento, señor, pero no se la daré.
El Rey movió sus hombros y sus brazos se engrandecieron.
—No te la pedí, Wisker. Tu hija fue mía cuando decidiste vender ese petróleo fuera de la empresa —graznó—. Ella fue mía desde el momento que te arrodillaste para mí.
Wisker le mantuvo la mirada grisácea. No cedería, no con ella.
—Conozco las leyes, y sé que esto es ilegal —gruñó Wisker.
El Rey movió la cabeza. Admiraba a las personas que tenían la osadía de retarlo, pero no le gustaba cuando lo hacían.
—Puedes conocer las leyes, pero no mis formas de cobrar una deuda —respondió Phoenix—. El infierno es un carrusel, comparado con lo que mis espectros pueden hacerte. Entregarme a tu hija es un premio, para lo que pueden hacerle en tu presencia.
El Rey se acercó un paso que Wisker sintió agigantado.
—Es ella, o tus manos en la mesa como ejemplo para los demás. Y cuando tenga tus manos, tendré a tu hija bajo las mías.
—Te daré un día para que lo pienses —dijo Phoenix retrocediendo—. Si intentas comunicarte con alguien para sacarla de Washington, la conseguiré y tu castigo será peor.
El Rey suspiró.
—No me gusta que me desobedezcan, ni la palabra no—finiquitó—. Conserva tus manos. No me sirven.
Phoenix le dijo a Nick que lo sacara de la bodega, pero que lo llevara a casa y que no regresara sin la niña de sus ojos.
—Tu hija será mi pago, y lo gozaré como no tienes una puta idea.