Inocencia Peligrosa
Inocencia Peligrosa
Por: Agnes Blanco
1 | Tu hija o tu vida

El aire en la bodega abandonada era un sudario frío, denso con el olor a óxido, a polvo y a la desesperación silenciosa que emanaba de Morgan aquella mañana cuando lo encontraron.

La humedad se pegaba a la piel, un recordatorio constante de la podredumbre que se había asentado en el lugar. Hywell no movía un músculo, sentado frente a él en una silla destartalada, bajo el único haz de luz pálida que se filtraba por una rendija del techo y caía directamente sobre el rostro sudoroso y demacrado de su socio. Las sombras bailaban alrededor, proyectando siluetas alargadas que parecían devorar el espacio, haciendo que cada crujido del viejo edificio sonara como un lamento.

—Así que, Morgan —dijo con voz reseca.

La voz de Hywell era un susurro gélido, casi una caricia mortal que prometía más daño que consuelo. No había en ella ni un atisbo de rabia abierta, solo una fría certeza que helaba la sangre. Su mirada, de un azul tan profundo que parecía absorber la poca luz, atravesaba a Morgan como cuchillos de hielo.

—Diez millones de dólares —continuó Hywell receloso—. Una suma considerable, incluso para alguien de tu… ambición.

Morgan tragó saliva, el nudo en su garganta más apretado que las sogas invisibles que lo ataban a la silla. El corazón le latía desbocado, un tambor frenético en el pecho, y un sudor frío le perlaba la frente. Sentía una punzada de náuseas.

—No sé de qué hablas, Hywell —tartamudeó—. Mis libros están limpios. Sabes que soy un hombre de negocios, recto.

Las palabras salían con dificultad, la sequedad en su boca insoportable. Intentó sonar convincente, pero el temblor en sus manos lo delataba.  Hywell sonrió, un gesto que no alcanzaba sus ojos, solo un ligero arqueo de la comisura de sus labios que revelaba un diente ligeramente más afilado que los demás. Era un animal, un lobo viejo y solitario, dispuesto a devorarlo.

—Recto. Me gusta esa palabra —sonó divertido—. ¿Es recto el trato que hiciste con los intermediarios somalíes? ¿Es recto el desvío de fondos a las cuentas de Chipre que creíste indetectables? ¿Es recto robar a espaldas de quien te dio su confianza?

Hywell se inclinó ligeramente, su voz bajando un tono, volviéndose aún más íntima, un susurro que se clavaba en la conciencia de Morgan de tal manera que era casi hostil.

—Te diré lo que no es recto, Morgan —corrigió sensato—. No es recto mentirle a un hombre que ya sabe la verdad.

El silencio se estiró, opresivo, pesado como una losa. El goteo constante de una tubería lejana era el único sonido, un metrónomo lúgubre que marcaba el paso de los segundos hacia el desastre. Morgan sintió un escalofrío que no tenía que ver con el frío de la bodega; era miedo puro. La sensación de que Hywell podía ver a través de su alma, desnudando cada una de sus mentiras, hizo que su estómago se volteara. La piel se le erizó y un fuerte sonido atravesó sus oídos como un pitido atroz.

—Yo… yo solo estaba… diversificando las inversiones — balbuceó Morgan, sus ojos inyectados en sangre, buscando una salida en la penumbra que nunca se iba—. Los números no cuadraban, y pensé que… que podíamos recuperar un poco, sin que nadie se diera cuenta. Fue un error de juicio, Hywell, nada más. Juro que pensaba dividir el dinero contigo.

La desesperación lo hacía aferrarse a cualquier hilo de excusa.

Hywell soltó una risa seca, un sonido áspero que rasgó el silencio. Le parecía patética su forma de defenderse.

—Diversificar, ¿eh? —preguntó rodeando su cuerpo—. La verdad es que robaste, Morgan. Robaste para llenar tus bolsillos, pensando que eras más astuto que yo. Y te equivocaste. Ese fue tu primer error. Y el más costoso, me atrevería a decir.

Se puso de pie con una lentitud deliberada, su figura alta y amenazante recortándose contra el débil resplandor. Caminó lentamente alrededor de Morgan, sus pasos resonando en el silencio, amplificando la tensión en el espacio que lentamente se achicaba. Cada paso era un golpe para Morgan, uno silencioso.

—Fue un desliz. Puedo… puedo devolver el dinero. Dame tiempo —imploró Morgan, el aliento atrapado en el pecho. Una punzada de dolor se extendió desde su pecho hasta sus sienes.

—¿Tiempo? —La pregunta de Hywell era retórica, cargada de escarnio. Se detuvo justo detrás de él, la voz ahora un susurro en su oído, tan cerca que Morgan sintió el aliento frío—. El tiempo ya se acabó para ti, Morgan. Y para el dinero, no tengo prisa. Hay otras formas de pago mucho más… personales.

Morgan sintió un terror helado trepando por su espina dorsal, un escalofrío que le erizó el vello de los brazos y las piernas. Sabía a dónde iba esto. El pánico se apoderó de él, nublándole la vista.

—No. Por favor, Hywell —imploró cuando lo  vio en sus ojos. Vio hacia donde se dirigía esa conversación—. Ella no. Es mi hija. Es lo único que tengo. No tiene nada que ver con esto.

El dolor en su voz era palpable, una herida abierta.

Hywell se alejó un paso, su voz regresando a un tono frío y autoritario, pero con una resonancia de perversa satisfacción.

—Tienes algo, Morgan. Algo muy valioso. Algo que me compensará por el disgusto, por la traición y el dolor de tu insolencia. Algo que has protegido con recelo toda tu vida. Jade —pronunció el nombre con una suavidad que resultaba aún más amenazante que estar atado en esa bodega—. Diez millones de dólares, Morgan, o la chica. La elección es tuya, pero solo hay una respuesta que te permitirá ver el amanecer un vez más.

El rostro de Morgan se descompuso. Las lágrimas, que había contenido con tanta fuerza, ahora caían por sus mejillas sucias, arrastrando el polvo y el sudor. El dolor de perder su fortuna no se comparaba con la punzada de esta nueva y devastadora demanda. El aire le faltaba, como si la propia bodega se encogiera a su alrededor. Hywell lo miraba, impasible, como un depredador que espera la inevitable rendición de su presa, disfrutando cada segundo de la agonía que le generaba. Estaba feliz, lo disfrutaba. Había un gozo casi glorioso en obtener lo que siempre quiso.

—Hywell… te lo ruego —gimió Morgan, su voz quebrada y el sonido de su propia humillación—. Ella es… ella es inocente. Solo tiene diecinueve años. Está estudiando. No tiene nada que ver con tus negocios. Por favor, sé compasivo.

—Precisamente —dijo Hywell, y en su voz había un matiz de satisfacción perversa que a Morgan le revolvió el estómago—. Su inocencia la hace invaluable. Un recordatorio constante para ti de lo que pierdes por tu codicia. Y para mí… un nuevo activo.

Morgan cerró los ojos, el peso de su decisión aplastándolo, el aire abandonando sus pulmones. Las palabras murieron en su garganta, ahogadas por la vergüenza y el horror. Sabía que no había otra salida. El frío acero en los ojos de Hywell no dejaba lugar a negociación. Sentía cómo se le desgarraba el alma, cómo le arrancaban a su única hija de los brazos.

Finalmente, su voz salió como un raspón, casi inaudible.

—De acuerdo —dijo con dos lágrimas cayendo—. Ella. Tómala. Pero… pero prométeme que la tratarás bien. Por favor.

 El ruego era un grito mudo de su alma, un último intento de proteger lo único que realmente amaba: Jade.

Hywell se rio, una risa baja y cruel que resonó en la bodega. Fue un eco de maldad que se extendía por el aire frío.

—Tratarla bien, Morgan. Es un término subjetivo. Lo que sí te prometo es que no la olvidarás, y cada vez que pienses en el dinero que me robaste, pensarás en ella. Para mí, es un pago justo. Para ti, Morgan, es el verdadero precio de tu traición. —Hywell se acercó a la mesa, sacó una pluma y un documento ya preparado lo deslizó por el viejo tablón—. Firma aquí, y esto terminará."

Morgan, con la mano temblorosa, apenas capaz de sostener la pluma, firmó el documento que sellaba el destino de su hija. En ese momento, en la lejanía de su propia mente, una imagen fugaz de Jade cruzó por su mente. Su risa, su forma de mirar las estrellas, su inocencia, y se hundió en un abismo de arrepentimiento y desesperación. No podía creer lo que estaba haciendo. Su hija no era una vaca que debía vender. Su hija no era un objeto que debía poseer. Era una persona, bastante inteligente para su edad. Con tan solo diecinueve años, Jade era el ejemplo de hija perfecta.

La educó tan bien que no había manera humana de que pudieran corromperla, pero eso fue antes de que Hywell la tuviera.

Mientras tanto, a kilómetros de allí, en su pequeño apartamento lleno de libros y el aroma de café, Jade se despertó sobresaltada.

Una sensación de malestar profundo se había instalado en su pecho, y un escalofrío le recorrió la espalda a pesar del calor de la manta. Era como una premonición oscura, un presentimiento helado que no podía sacudirse. El sueño que acababa de tener, fragmentos sin sentido de su padre en un lugar oscuro, y la extraña sensación de que un hilo invisible y cruel se había tensado a su alrededor, la dejaron con una opresión inusual.

Se sentó en la cama, abrazándose, intentando darle sentido a esa ansiedad inexplicable. Sabía que algo terrible había sucedido. Sentía el dolor antes de que tuviera un rostro o un nombre, y cuando respiró profundo y cerró los ojos, solo supo una cosa:

Estaba jodidamente en problemas.

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