Isela siempre se sintió fuera de lugar: una estudiante mayor que sus compañeros, con la soledad como rutina y la compañía de su gato como único refugio. Pero cuando conoce a Damian, su profesor, todo se desmorona. Hay algo en su mirada que desnuda su alma, un peligro disfrazado de calma que la atrae más de lo que debería. Lo que comienza con mensajes inocentes y encuentros casuales pronto se convierte en una tensión imposible de ignorar. Cada roce, cada silencio cargado, la acerca a un límite que sabe que no debería cruzar, y aun así lo desea con una fuerza que la deja temblando. Pero no solo es el deseo lo que la acecha. Entre cartas anónimas, advertencias inquietantes y presencias desconocidas, Isela descubre que alguien la vigila, alguien que sabe demasiado. Y cada decisión que toma parece empujarla más hacia un juego donde el placer y el peligro se confunden. Ahora, atrapada entre el magnetismo prohibido de Damian y la amenaza que se esconde en las sombras, Isela deberá decidir qué arriesgar: su corazón, su seguridad, o su vida.
Ler maisAgosto 24, 2026.
El motor rugía como un animal herido, cada explosión más cercana al colapso. Damian sujetaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían vuelto blancos. Los faros del coche que los seguía parpadeaban detrás, cada vez más cerca, como si quisieran tragárselos en la oscuridad de la carretera desierta.
Isela miraba hacia atrás con el corazón acelerado, incapaz de ignorar el sudor frío que le recorría la espalda. Sabía que no había forma de escapar.
—Damian —su voz salió temblorosa, más un ruego que una advertencia.
—Lo sé —respondió él, sin apartar la vista del camino. Sus labios apenas se movieron, pero la tensión en su mandíbula hablaba por sí sola—. No puedo ir más rápido que esto.
Las palabras cayeron como plomo en el pecho de Isela. Ya lo había presentido, desde el primer instante en que aceptó subir a ese auto con él. Desde el primer beso prohibido en un salón de clases vacío.
El coche que los perseguía aceleró, y un haz de luz se clavó directo en el espejo retrovisor, cegándolos por un instante. Damian maldijo en voz baja y giró el volante con brusquedad. El vehículo derrapó sobre el asfalto húmedo.
Isela se aferró al asiento, sintiendo el corazón golpear contra sus costillas. El miedo y la adrenalina la mantenían despierta, pero tampoco no podía negar lo que la consumía por dentro: la atracción feroz hacia el hombre que conducía. Su profesor. Su secreto. Su condena.
— ¿Por qué no paramos? —preguntó ella, casi en un susurro.
Él soltó una risa seca, sin humor.
—Porque si paramos, nos matan.
El silencio se extendió unos segundos, interrumpido solo por el rugido del motor. Afuera, los árboles pasaban como sombras distorsionadas. No había pueblos, no había luces. Solo la oscuridad interminable.
Isela lo observó de reojo. La dureza en el rostro de Damian la estremecía, pero al mismo tiempo la mantenía atrapada en él. Había algo en su manera de enfrentarse a lo inevitable que la hacía desearlo aún más, aun sabiendo que era un error. Aun sabiendo que aquella podía ser la última noche de sus vidas. No solo porque lo suyo estaba prohibido, sino porque habían cruzado una línea con las personas equivocadas.
Él sintió su mirada y, sin soltar el volante, ladeó apenas el rostro hacia ella.
—No me mires así.
— ¿Así cómo?
—Como si esto fuera a terminar bien.
El pulso de Isela se desbocó. Sabía que tenía razón, pero se negó a apartar la vista. Con el coche temblando bajo ellos, con la muerte siguiéndolos a pocos metros, ella no quería pensar en finales.
El vehículo que los perseguía se emparejó por un instante en la otra vía. Una ventana bajó, y algo brilló en la oscuridad: un arma.
— ¡Agáchate! —gritó Damian.
Ella obedeció. El disparo tronó, desgarrando el aire. El proyectil impactó en la carrocería, arrancando fragmentos de vidrio que salieron disparados como cuchillas. El chirrido de las llantas hizo vibrar todo su cuerpo.
El coche enemigo quedó atrás un segundo. El alivio duró menos que un respiro.
Isela jadeaba, los ojos llenos de lágrimas. La presión en su pecho era insoportable. Se giró hacia él, rota, con la voz hecha trizas.
—Vamos a morir.
Damian frenó en seco. El vehículo derrapó hasta quedar cruzado en la carretera. El perseguidor se vio obligado a esquivarlos, pasando de largo hasta perderse en la curva.
El silencio después del caos fue peor que los disparos. Solo el golpeteo de sus corazones llenaba el espacio.
Damian soltó el volante, respiró hondo y cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos, los clavó en ella. Y había fuego. Un fuego que no tenía nada que ver con el peligro que acababan de dejar atrás.
—Si vamos a morir, no quiero arrepentirme —murmuró.
Antes de que pudiera reaccionar, se inclinó y la besó. Fue brutal. Desesperado. Un choque que encendió cada fibra de su cuerpo. El miedo se mezcló con un calor salvaje que le recorrió la piel.
Isela lo correspondió sin pensar, las manos temblorosas buscando su rostro, su cuello. Necesitaba aferrarse a él, como si en ese contacto hubiera una salida. Como si en ese beso estuviera la salvación.
El sabor de sus labios, la rudeza de sus manos enredándose en su cabello, el peso de lo imposible haciéndolo aún más irresistible. Ella sabía que aquello era peligroso, que estaban rodeados, que en cualquier instante podían morir. Pero también sabía que lo deseaba, que lo había deseado desde el principio.
El beso se rompió solo porque ambos necesitaban aire. Él apoyó su frente contra la de ella, respirando agitado.
—Dime que no me quieres —susurró, casi con rabia.
Isela lo miró fijamente, incapaz de mentir.
—No puedo.
Un nuevo haz de luces apareció de nuevo, iluminando la carretera con violencia. El coche que habían esquivado regresaba, más decidido que antes.
Damian encendió de nuevo el motor, pero antes de pisar el acelerador, sus labios rozaron una vez más los de ella, como si fuera una promesa y una despedida a la vez. El coche fue en reversa a una velocidad peligrosa para lograr escapar del otro vehículo.
El rugido del motor llenó el aire. El otro vehículo estaba a pocos metros por delante de ellos.
Isela entró a su departamento con el sonido apagado de la ciudad filtrándose por la ventana abierta. Cerró la puerta con cuidado, como si aislarse del bullicio urbano pudiera también contener la tensión que aún le recorría el pecho.Respiró hondo, dejó la mochila en el sofá y soltó un suspiro que parecía arrastrar consigo todo lo vivido desde la universidad. Por un instante, permitió que el silencio la envolviera, aunque sabía que la calma era solo temporal.Se dirigió a la cocina y encendió la tetera para prepararse una infusión de menta. Cada movimiento cotidiano parecía más lento, más consciente, como si evaluara su capacidad de volver a la normalidad.Rufián maulló y ella se inclinó para acariciarlo, buscando un ancla tangible en la rutina.— ¿Tienes hambre, mi amor? —preguntó, acariciando la espalda del gato mientras él ronroneaba.Rufián maulló como respuesta, rozando su mano en señal de impaciencia.Cada movimiento cotidiano parecía más lento, más consciente, como si evaluara s
El martes había transcurrido de manera tediosa y repetitiva, pero había cambiado para el miércoles.Isela entró al aula con la sensación de que no sería un día cualquiera. Su mochila colgaba de un hombro, sus manos temblaban ligeramente y, sin saber por qué, un cosquilleo recorría su pecho desde el momento en que puso un pie dentro de la clase. El murmullo de los estudiantes, el olor a café y los libros abiertos no podían competir con la electricidad que sentía.Damian Fontanela estaba allí, revisando diferentes papeles sobre el escritorio. Su presencia llenaba el espacio, aunque nada en él fuera extraordinario. No tenía el porte de un galán de cine, pero para Isela, cada movimiento suyo era hipnótico, como si el aire mismo se organizara a su alrededor. Intentó apartar la mirada, pero no pudo.Cuando levantó los ojos, él la miró directamente. Un calor extraño subió a sus mejillas y su respiración se aceleró. Quiso girar la cabeza, pero sus ojos se encontraron demasiado tiempo. Su aten
El departamento de Isela siempre parecía demasiado grande para una sola persona, especialmente los fines de semana. Las paredes blancas reflejaban la luz de la tarde, y el silencio, aunque pacífico, se hacía pesado. Solo el ronroneo de su gato, un felino perezoso de pelaje gris llamado Rufián, rompía la monotonía. Ella lo miraba con una sonrisa leve, acariciando su lomo mientras se dejaba caer en el sofá.—A veces siento que eres el único que realmente me entiende —susurró, en voz baja, como si hablara consigo misma más que con el animal.Rufián levantó la cabeza apenas, como dándole la razón, y se estiró perezosamente antes de acomodarse a su lado. De repente, con un salto inesperado, tiró una almohada al suelo.— ¿En serio, Rufián? —dijo Isela, levantando una ceja—. ¿Ahora te pones rebelde?El gato la miró, imperturbable, y volvió a acomodarse sobre el sofá, como si nada hubiera pasado. Isela suspiró, divertida a pesar de sí misma.De un momento a otro, las palabras se formaron en s
Mayo 14, 2026.El aire de la universidad de Bellanova estaba impregnado de esa mezcla inconfundible de fotocopias, café barato y conversaciones que nunca se apagaban del todo. Isela Castaner caminaba por los pasillos con la mochila colgada al hombro, cargando esa sensación familiar de expectación y un leve nerviosismo que siempre la perseguía.A sus veinticinco años, estaba comenzando su tercera carrera universitaria, buscando su rumbo después de tantos cambios.De medicina, se trasladó a administración, y de administración se trasladó finalmente a periodismo. Nada parecía satisfacerla del todo, siempre tenía esa sensación de que algo faltaba, como si una pieza importante de su identidad estuviera escondida en algún lugar al que aún no podía acceder.Ya habían pasado dos meses de clases, pero la ansiedad y la sensación de inquietud no pensaban desaparecer; al contrario, parecían multiplicarse con cada nuevo día.Al entrar al aula, notó el murmullo inquieto de los estudiantes, y ella n
Agosto 24, 2026.El motor rugía como un animal herido, cada explosión más cercana al colapso. Damian sujetaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían vuelto blancos. Los faros del coche que los seguía parpadeaban detrás, cada vez más cerca, como si quisieran tragárselos en la oscuridad de la carretera desierta.Isela miraba hacia atrás con el corazón acelerado, incapaz de ignorar el sudor frío que le recorría la espalda. Sabía que no había forma de escapar.—Damian —su voz salió temblorosa, más un ruego que una advertencia.—Lo sé —respondió él, sin apartar la vista del camino. Sus labios apenas se movieron, pero la tensión en su mandíbula hablaba por sí sola—. No puedo ir más rápido que esto.Las palabras cayeron como plomo en el pecho de Isela. Ya lo había presentido, desde el primer instante en que aceptó subir a ese auto con él. Desde el primer beso prohibido en un salón de clases vacío.El coche que los perseguía aceleró, y un haz de luz se clavó directo en el e
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