La Tormenta.

La tormenta rugía contra los ventanales del departamento, como si el cielo quisiera arrancar de raíz todo lo que encontraba a su paso. El golpeteo incesante de la lluvia sobre el cristal se mezclaba con el eco de los truenos lejanos, y cada destello de relámpago iluminaba por segundos el interior de la sala.

Isela se abrazó a sí misma, intentando ignorar el vacío que se abría en su pecho. Había apagado la luz hacía unos minutos, con la esperanza de que la penumbra la ayudara a encontrar calma. Pero el silencio, interrumpido solo por el rugir de la tormenta, no hacía más que amplificar el eco de sus pensamientos.

Se dirigió a la cocina, buscando refugio en lo cotidiano. Puso agua en la tetera y observó cómo el vapor comenzaba a elevarse. El olor fresco de la menta llenó el aire, pero ni siquiera eso consiguió tranquilizarla. Cada vez que cerraba los ojos, regresaba a la servilleta del café, a las palabras garabateadas con urgencia: “Sal de aquí”.

Se mordió el labio con fuerza. Había pasado horas convenciéndose de que quizás no significaba nada, que podía haber sido una broma pesada del camarero aburrido. Pero en el fondo sabía que no.

Mientras removía la infusión, un trueno la hizo sobresaltarse. El gato, Rufián, saltó sobre el sofá con el lomo erizado. Ella dejó la taza en la mesa y fue a acariciarlo, buscando tanto calmarlo a él como a sí misma.

—No pasa nada —susurró, aunque ni siquiera ella lo creyó.

Su celular vibró sobre la mesa. El nombre de su hermano, Leo, apareció en la pantalla. Isela frunció el ceño: no hablaban tan seguido, y mucho menos a esas horas. Contestó de inmediato.

— ¿Leo?

El ruido al otro lado era caótico, voces mezcladas con un murmullo metálico que no lograba identificar. Su hermano respiraba entrecortado.

—Isela… —su voz sonaba tensa, casi quebrada—. Escúchame bien, ¿estás en casa?

—Sí… ¿Qué sucede?

Un silencio pesado se extendió, interrumpido solo por el retumbar de la tormenta.

—No salgas. ¿Entiendes? No abras la puerta a nadie.

El corazón de Isela dio un salto.

—Leo, me estás asustando. Dime qué ocurre.

Pero antes de que él pudiera responder, la llamada se cortó. La pantalla volvió a quedar en negro, reflejando el rostro pálido de Isela. Sintió un frío recorrerle la espalda.

Miró alrededor como si esperara encontrar a alguien escondido entre las sombras de su propio departamento. La tormenta seguía golpeando sin piedad, y por un instante pensó en llamar de nuevo a Leo. Sin embargo, la voz automatizada al otro lado de la línea le indicaba que el número se encontraba fuera de servicio.

—Maldita sea —murmuró, dejando caer el teléfono sobre la mesa.

En ese mismo instante, otro sonido se coló por encima de la lluvia. Un golpe suave, apenas audible, proveniente de la ventana. Isela se quedó inmóvil. Contuvo la respiración y giró lentamente la cabeza. Nada. Solo la lluvia resbalando por el cristal.

Se levantó con cautela y cerró las cortinas, apretándolas con fuerza. Pero ese gesto no borró la sensación de estar siendo observada.

Buscó refugio en su taza de té, pero sus manos temblaban tanto que derramó unas gotas sobre la mesa. Rufián maulló, inquieto, como si también sintiera la presencia invisible que la rodeaba.

El teléfono volvió a vibrar. Esta vez, no era Leo. El nombre que apareció en la pantalla hizo que el aire se atascara en sus pulmones: Damian.

— ¿Si? —contestó en voz baja, como si temiera que alguien pudiera escucharla.

—Isela —su voz era grave, cargada de tensión—. ¿Dónde estás?

—En mi casa ¿Qué está pasando?

Un silencio corto, como si él dudara en responder.

—Escúchame bien: no abras la puerta, pase lo que pase. ¿De acuerdo?

El eco de las mismas palabras que Leo le había dicho la golpeó con fuerza. El corazón le martillaba en el pecho.

— ¿Qué sabes de todo esto? —preguntó, casi suplicando.

Damian exhaló con fuerza, como si estuviera luchando consigo mismo.

—No puedo explicarlo ahora, Isela. Pero necesito que me prometas que no confiarás en nadie más.

La garganta de ella se cerró. Quiso hacer mil preguntas, pero al final solo murmuró:

—Está bien.

Él guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Bien. Te llamaré en cuanto pueda.

La línea se cortó.

Isela dejó el teléfono a un lado, temblando. La coincidencia de las palabras de Leo y Damian la dejó helada. Algo estaba ocurriendo, algo mucho más grande de lo que ella podía imaginar.

Se abrazó las rodillas mientras se acurrucaba en el sofá. La tormenta seguía golpeando los ventanales, y cada trueno parecía retumbar dentro de su pecho.

Su mente no dejaba de dar vueltas. ¿Qué tenían que ver Damian y su hermano? ¿Por qué ambos parecían ocultarle algo? La advertencia del mesero, las llamadas, los golpes en la ventana… todo se entrelazaba como piezas de un rompecabezas que aún no sabía armar.

Un ruido distinto la sacó de sus pensamientos. Esta vez no fue la ventana. Era la puerta. Tres golpes secos, firmes, que resonaron en la entrada del departamento.

Isela contuvo la respiración. El gato volvió a erizarse, soltando un maullido agudo.

El eco de las advertencias se repitió en su mente: “No abras la puerta a nadie”.

Se acercó despacio, con el corazón desbocado. La sombra de unos pies se dibujaba bajo la rendija iluminada del pasillo. La voz de un hombre se filtró entre los truenos.

—Isela, soy yo. Ábreme.

Su sangre se heló. Esa voz no era de Leo. Tampoco de Damian.

Y mientras la lluvia rugía afuera, los golpes en la puerta le recordaron una verdad aterradora: ya no había lugar donde esconderse.

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