El departamento de Isela siempre parecía demasiado grande para una sola persona, especialmente los fines de semana. Las paredes blancas reflejaban la luz de la tarde, y el silencio, aunque pacífico, se hacía pesado. Solo el ronroneo de su gato, un felino perezoso de pelaje gris llamado Rufián, rompía la monotonía. Ella lo miraba con una sonrisa leve, acariciando su lomo mientras se dejaba caer en el sofá.
—A veces siento que eres el único que realmente me entiende —susurró, en voz baja, como si hablara consigo misma más que con el animal.
Rufián levantó la cabeza apenas, como dándole la razón, y se estiró perezosamente antes de acomodarse a su lado. De repente, con un salto inesperado, tiró una almohada al suelo.
— ¿En serio, Rufián? —dijo Isela, levantando una ceja—. ¿Ahora te pones rebelde?
El gato la miró, imperturbable, y volvió a acomodarse sobre el sofá, como si nada hubiera pasado. Isela suspiró, divertida a pesar de sí misma.
De un momento a otro, las palabras se formaron en su mente con tanta fuerza, tan claras que casi parecía que hablaba en voz alta: “Todos en la universidad son tan jóvenes: hablan de fiestas, de lo difícil que fue dejar la secundaria hace un año, de cómo sus papás todavía los despiertan para ir a clases. Y yo pasé por eso años atrás. Mi familia vive lejos, y aunque los quiero, cada vez siento que hay algo que nos separa más que la distancia. Me da miedo despertarme un día y descubrir que no pertenezco a ningún sitio.”
El sonido de un claxon en la calle la sacó de sus pensamientos. Rufián saltó de nuevo y corrió hacia la ventana abierta, olfateando el aire caliente.
—Vamos, pequeño detective —dijo Isela, riendo—, no hay misterio hoy. Solo autos y algún que otro repartidor perdido.
El gato la miró como si la desafiara y luego decidió tumbarse encima de su carpeta de apuntes, obligándola a sacar el brazo de debajo de él.
— ¡Ay, no! —exclamó—. ¿Por qué siempre eliges el lugar más incómodo?
Se levantó con pesadez. Tenía que preparar sus cosas para el día siguiente. Caminó hacia el escritorio y comenzó a revisar apuntes y cuadernos, organizando los que había usado durante la semana. Cada movimiento era mecánico, pero le daba una sensación de control sobre su entorno, un pequeño refugio en medio de la rutina y la confusión que sentía respecto a su lugar en el mundo.
Comenzó a pensar en su familia: en sus hermanos que habían ido por caminos complicados, al menos según su madre; su padre, a quién nunca veía, que parecía más una leyenda urbana que una persona real; y en su madre, una mujer solitaria y triste, pero extremadamente trabajadora. Se limpió las pequeñas lágrimas que se le formaron en los ojos mientras terminaba de guardar sus cosas. Le pesaba mucho estar lejos de casa.
Para distraerse, se agachó a recoger un lápiz que Rufián había robado de su estuche y ahora llevaba como trofeo por el departamento.
—Sí, sí, me rindo —dijo ella, dejando que el gato corriera con su “botín”—. Quédate con él, campeón.
El lunes comenzó con un cielo despejado y un aire húmedo que pegaba la humedad del ambiente a la piel. El campus de Bellanova hervía con el bullicio de cientos de estudiantes. Isela avanzaba con su mochila colgada en un solo hombro, el pelo recogido a medias, y esa mezcla de incomodidad y resignación que le acompañaba en cada jornada universitaria.
Las clases habían empezado en marzo, y ahora, a mediados de abril, la rutina ya estaba instalada. Sus compañeros, la mayoría recién salidos de la secundaria, parecían energéticos, ansiosos, incluso ingenuos. Reían fuerte en los pasillos, hablaban de videojuegos y de fiestas que rozaban lo ilegal.
Ella escuchaba en silencio y participaba lo justo. El peso de la diferencia de edad no era tanto un número como una sensación: ellos estaban empezando, mientras que ella sentía que volvía a empezar de nuevo.
En la biblioteca, buscó un asiento cerca de la ventana, donde la brisa caliente entraba cargada de olor a asfalto. Su nuevo docente apareció unos minutos después, y le habló como si fueran amigos de toda la vida. A diferencia de los demás, él no parecía perdido en una adolescencia tardía. Su edad le daba otra presencia, y aunque hablaba poco, la sola existencia de alguien cercano en edad a ella ya la hacía sentir menos sola.
— ¿Descansaste algo el fin de semana? —preguntó él al sentarse a su lado.
Isela lo miró de reojo, y por un momento pensó en decirle que había pasado todo el domingo escribiendo, leyendo y hablando con su gato como si fuese un humano de carne y hueso.
Pero se encogió de hombros y sonrió apenas.
—Más o menos. ¿Y tú? —respondió, intentando sonar despreocupada.
—Lo mismo —contestó él, acomodando sus carpetas con un movimiento que parecía natural, confiado.
La conversación se apagó ahí, pero Isela sintió un alivio extraño. A veces no hacía falta hablar demasiado. Ella repasó mentalmente ochenta temas diferentes para continuar la charla, pero simplemente no tenía ganas. Sentía que, a veces, solo estar cerca de alguien sin hablar ya era suficiente.
Al salir de la biblioteca, se encontró con sus amigas, Selena y Livia, quienes la esperaban cerca de la cafetería. Livia era de las más jóvenes del grupo, apenas veinte años, llena de energía y con el cabello teñido de un rojo intenso. Selena, un poco más serena pero igual de risueña, siempre llevaba galletas en la mochila para compartir.
— ¡Isela! —Gritó Selena, agitando la mano—. Ven, vamos al parque, que el calor en los pasillos está insoportable.
El grupo caminó hasta el parque frente al campus, donde los árboles ofrecían algo de sombra. El aire olía a tierra seca y hojas caídas, una mezcla entre el verano que se resistía a irse y el otoño que apenas insinuaba su llegada.
—Dime la verdad —empezó Livia, con una sonrisa traviesa—, ¿qué tanto hablas con Damian en la biblioteca?
Isela se sonrojó sin querer, intentando desviar la mirada.
—No mucho, la verdad es que he tenido conversaciones más interesantes con mi gato —replicó, bromeando para no mostrar lo nerviosa que se sentía.
—Ajá —dijo Selena, riéndose—. Pues yo digo que deberían hablar más. Vaya uno a saber.
Pasaron un rato ahí, entre charlas sin sentido y risas que a veces le parecían demasiado juveniles, pero que también la aliviaban. Livia contaba anécdotas de sus viajes familiares; Selena hablaba de los problemas con un profesor; ambas intentaban arrastrar a Isela a su mundo, aunque a veces ella sentía que no pertenecía del todo.
Cuando regresó a su departamento, el sol ya caía y la ciudad se pintaba de un naranja cálido. Rufián la esperaba en la puerta, como si supiera la hora exacta de su llegada. Al abrir la puerta, el gato corrió hacia su taza de agua, que por alguna razón siempre parecía medio vacía.
— ¡Ya la llené ayer! —Se quejó Isela—. Pero si insistes, te lo vuelvo a cargar.
Lo levantó en brazos y lo abrazó fuerte.
—Hoy fue un día normal, ¿sabes? —le dijo al gato, mientras él ronroneaba—. Pero me alegra volver a casa.
Se dejó caer en el sofá otra vez, con los ojos fijos en el techo. Afuera, las voces de la calle seguían vivas, recordándole que el mundo no se detenía aunque ella se sintiera atrapada en una rutina que aún no entendía.
— ¿Cuánto más durará esta sensación de no encajar? —murmuró, más para sí misma que para Rufián.
Sin darse cuenta, su mente volvió a la imagen de Damian, serio, acomodando sus papeles, sentado junto a ella en la biblioteca. Una chispa diminuta, apenas un respiro distinto en medio del ruido de la universidad. Quizás Selena tenía razón, debería conversar con él.
Aquel pensamiento se sentía cada vez más lejano mientras sus ojos se cerraban a la par que el sol desaparecía, y la noche se adueñaba de la ciudad. Pero antes de rendirse al sueño, juraría haber escuchado su nombre susurrado desde la ventana entreabierta, como si alguien la llamara sin ser visto.