La tarde del viernes caía lenta sobre el campus. El aire estaba cargado con un olor a tierra húmeda, como si el cielo amenazara con tormenta. Isela caminaba hacia la biblioteca, intentando convencerse de que lo que había ocurrido el día anterior con Damian era algo normal. Casual. Un encuentro sin importancia.
Pero su cuerpo no le creía. Cada vez que pensaba en la forma en que la había mirado, en la seriedad de sus palabras y en la cercanía de su voz, el estómago se le encogía como si la estuviera viviendo todo de nuevo.
—Ridículo —susurró para sí, ajustándose la mochila al hombro.
Dentro de la biblioteca, el silencio era tan profundo que podía escuchar sus propios pasos. Eligió un asiento en la mesa más apartada, cerca de la ventana. Extendió los apuntes sobre la superficie de madera y trató de concentrarse, pero las letras bailaban frente a sus ojos.
No tardó en sentir esa sensación familiar: como si alguien la estuviera observando. Levantó la vista y, a unos metros, reconoció la figura de Damian. Estaba inclinado sobre una pila de papeles, revisando algo con expresión concentrada. El corazón de Isela se desbocó.
No era miércoles, no tenía clase con él. Y sin embargo, allí estaba. Una vez más, Como si estuviese acechándola.
Pensó en levantarse e irse antes de que la notara, pero sus piernas se negaron a obedecer. Entonces, como si el destino disfrutara de jugar con ella, él levantó la cabeza. Sus miradas se encontraron.
Damian dejó lo que estaba haciendo y caminó hacia su mesa. Cada paso suyo resonaba en el suelo como un tambor que se sincronizaba con los latidos de su corazón.
—Isela —dijo, con esa voz que parecía acariciar y ordenar al mismo tiempo—. ¿No deberías estar descansando?
Ella sonrió débilmente.
—Eso intento, pero parece que los libros tienen otros planes.
Damian arqueó una ceja y tomó asiento frente a ella sin pedir permiso. La simple acción hizo que el aire se volviera más denso, cargado de un magnetismo que Isela no podía ignorar.
—¿Qué estudias? —preguntó él, hojeando uno de sus cuadernos sin llegar a tocarlo.
—Psicología social —respondió ella, intentando sonar natural—. Aunque hoy nada parece entrar en mi cabeza.
Damian la observó por un largo momento. No había juicio en sus ojos, solo interés, y algo más oscuro que ella no lograba descifrar.
—Lo que roba tu atención no siempre está en el papel —susurró.
Isela tragó saliva. El recuerdo de la servilleta con el mensaje volvió a golpearla. “Sal de aquí.” La advertencia del mesero aún retumbaba en su mente. Miró alrededor, inquieta. Entre los estantes, creyó ver una sombra moverse. Un destello rápido, demasiado humano para ser el juego de la luz.
—¿Lo viste? —preguntó, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Damian giró la cabeza hacia donde ella señalaba, pero ya no había nada. Sus ojos se endurecieron.
—¿Qué viste, Isela?
Ella dudó un instante. ¿Y si pensaba que estaba loca?
—Alguien… entre los estantes. No sé, quizá fue un reflejo.
Damian la miró con una intensidad que la dejó clavada en su asiento. Luego, se inclinó hacia ella, reduciendo la distancia entre ambos.
—Escúchame. Si alguna vez sientes que alguien te sigue o te observa… no lo ignores.
El pulso de Isela se aceleró. Quiso preguntarle qué significaban esas palabras, pero la cercanía de su rostro, el roce apenas perceptible de su mano sobre la mesa, la dejó muda.
El silencio entre ellos fue interrumpido por un estruendo. Un libro cayó al suelo desde uno de los estantes más altos. El golpe resonó en toda la biblioteca, haciendo que ambos se giraran al mismo tiempo.
El bibliotecario levantó la cabeza desde su escritorio, frunciendo el ceño, pero no parecía alarmado. Isela, en cambio, sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Voy a ver qué fue —dijo ella, intentando levantarse.
Damian la detuvo con un gesto firme de la mano.
—Yo voy. Quédate aquí.
Ella lo observó alejarse entre los pasillos de estanterías. Cada paso suyo parecía perderse en la penumbra. Isela se mordió el labio, incapaz de quedarse tranquila. Su gato Rufián no estaba para distraerla esta vez; solo tenía sus pensamientos y el eco de ese libro que había caído sin explicación.
Los minutos se hicieron eternos hasta que Damian regresó. Sus ojos estaban más oscuros que antes.
—No hay nadie —dijo, aunque su tono no transmitía alivio.
Isela quiso responder, pero en su interior sabía que no estaba imaginando cosas. Había alguien allí, observándolos.
Decidió cerrar sus apuntes.
—Creo que será mejor que estudie en casa.
Damian asintió, como si hubiera esperado esa decisión. Caminó a su lado hasta la salida. Afuera, la tarde ya caía en sombras, y el aire anunciaba tormenta.
Cuando estuvieron frente a la puerta de la biblioteca, él se detuvo.
—Isela.
Ella giró hacia él, con el corazón en la garganta.
—Prométeme algo —dijo Damian, con voz grave—. Si notas algo extraño, cualquier cosa… me lo dirás.
Ella sostuvo su mirada, sintiendo que las palabras se grababan en su piel. En un pedazo de papel le dejó su número de teléfono.
—Lo prometo.
Un trueno retumbó en el cielo, como si la promesa hubiera sido escuchada por algo más allá de ellos. Damian le dedicó una última mirada intensa antes de girarse y desaparecer en la lluvia que comenzaba a caer.
Isela se quedó allí, bajo el marco de la puerta, con el agua golpeando el suelo y el eco de sus propias dudas latiendo en el pecho. No sabía qué era lo que se había desencadenado desde que ese hombre misterioso los interceptó en la calle, pero tenía la certeza de una sola cosa: lo que sea que se avecinaba, estaba más cerca de lo que imaginaba.
Y esa noche, mientras la tormenta azotaba la ciudad, alguien se detuvo frente a la ventana de su departamento, observando en silencio cómo la luz de su sala se apagaba poco a poco.