Isela entró a su departamento con el sonido apagado de la ciudad filtrándose por la ventana abierta. Cerró la puerta con cuidado, como si aislarse del bullicio urbano pudiera también contener la tensión que aún le recorría el pecho.
Respiró hondo, dejó la mochila en el sofá y soltó un suspiro que parecía arrastrar consigo todo lo vivido desde la universidad. Por un instante, permitió que el silencio la envolviera, aunque sabía que la calma era solo temporal.
Se dirigió a la cocina y encendió la tetera para prepararse una infusión de menta. Cada movimiento cotidiano parecía más lento, más consciente, como si evaluara su capacidad de volver a la normalidad.
Rufián maulló y ella se inclinó para acariciarlo, buscando un ancla tangible en la rutina.
— ¿Tienes hambre, mi amor? —preguntó, acariciando la espalda del gato mientras él ronroneaba.
Rufián maulló como respuesta, rozando su mano en señal de impaciencia.
Cada movimiento cotidiano parecía más lento, más consciente, como si evaluara su capacidad de volver a la normalidad. Colocar la comida la obligó a concentrarse en algo tangible, aunque su mente volvía inevitablemente a la cafetería.
Colocar la comida la obligó a concentrarse en algo tangible, aunque su mente volvía, inevitablemente, a la cafetería. Recordó cómo, apenas sentada, un mesero deslizó discretamente una servilleta sobre la mesa frente a ella. Tres palabras garabateadas: “Sal de aquí.”
La advertencia se desvaneció tan rápido como había surgido; ella fingió revisar su maquillaje, pasando el trozo de papel sobre sus labios, intentando ignorar la urgencia que aún palpitaba en su pecho. Su corazón había comenzado a latir más rápido que con cualquier roce de Damian, y la imagen de sus ojos, preocupados pero esforzándose por no alarmarla, seguía grabada en su memoria.
Colgó su chaqueta y dejó el bolso en el perchero mientras su memoria la arrastraba otra vez a la cafetería. Damian había estado a su lado, sonriendo, intentando aliviar la tensión. La manera en que él había tomado su mano para guiarla al asiento parecía casual, pero el simple roce había encendido un cosquilleo que aún sentía. Habían intercambiado números con un gesto ligero, pero cada vez que su mente recreaba ese instante, sentía el mismo nerviosismo mezclado con emoción.
—Todo está bien —susurró, acariciando a Rufián mientras se sentaba en la mesa de la cocina—. Solo fue un mal momento.
El vapor de la tetera llenaba la cocina mientras preparaba la infusión. Vertió agua caliente en la taza y dejó que el aroma de la hierba la envolviera. Se sentó en el borde de la mesa, acariciando al gato que había saltado a su regazo, y dejó que los recuerdos fluyeran con mayor intensidad. Damian había estado a su lado, intentando romper la tensión con su sonrisa y comentarios tranquilos, mientras el mesero la observaba desde la distancia con una urgencia que no necesitaba palabras.
— ¿Por qué nadie más lo notó? —murmuró para sí misma—. ¿Por qué nadie más parece darse cuenta?
El recuerdo la hizo estremecerse, y sin darse cuenta, comenzó a repasar mentalmente la tarde: cada palabra de Damian, cada gesto que parecía casual pero que ahora tomaba un significado más profundo, cada movimiento de sus manos, la forma en que se inclinaba para entregarle la taza de café, el roce involuntario de sus dedos. Todo parecía cargado de un peso invisible que ella aún no comprendía.
Decidió tender la cama. Alisó las sábanas mientras reconstruía la conversación con Damian: cómo la miraba con intensidad, cómo sus palabras y gestos contenían un matiz protector incluso antes de que ella entendiera el riesgo. Rufián se acomodó sobre la cama y el recuerdo del mensaje del mesero volvió a recorrerle el pecho. Por un instante, la rutina y la alarma coexistieron como mundos paralelos.
Organizó su escritorio, apilando cuadernos y libros acumulados. Mientras separaba las hojas, recordó los gestos sutiles de Damian en la cafetería, su intento por mantenerla tranquila.
Colocando un bolígrafo en el portalápices, se detuvo frente a la ventana. La luz cálida de la tarde teñía la ciudad de dorado, y por un instante todo parecía quieto. Pero la advertencia silenciosa del mesero volvió a recorrerle el pecho. La seguridad de su hogar no lograba disipar la inquietud que se había instalado en su interior.
Se dirigió al pequeño estante donde guardaba papeles y facturas, buscando algo mundano a lo que aferrarse. Mientras revisaba los documentos, la brisa cálida que entraba por la ventana parecía calmarla, pero no podía olvidar la advertencia del mesero, la urgencia de su mirada, la certeza de que algo había cambiado.
Finalmente, decidió preparar algo de cena. Cortó verduras, encendió la estufa y escuchó el agua correr. Cada sonido cotidiano la mantenía anclada al presente, aunque su mente viajaba constantemente a la cafetería, reconstruyendo los silencios y miradas, los gestos que parecían triviales pero que ahora tenían otro peso.
— ¿Qué es lo que se supone que haga ahora?
Rufián maulló como si entendiera, y ella sonrió débilmente, acariciando su cabeza. El gato era un ancla tangible en un mundo que, de repente, parecía lleno de señales y advertencias invisibles.
Después de cenar, limpió la cocina y acomodó el departamento. Mientras pasaba la mano sobre la superficie del sofá y doblaba la manta, recordó otra vez la servilleta: la letra apresurada, la advertencia clara, la sensación de que alguien había visto algo que ella no. Incluso mientras realizaba tareas sencillas, la imagen se mantenía presente, como un eco que no quería desaparecer.
Se sentó frente a la ventana, con Rufián acurrucado en su regazo. La ciudad parecía tranquila, bañada en la luz dorada del atardecer, pero ella sentía la presión de algo que acechaba fuera de su vista. Inspiró profundamente, intentando convencer a su cuerpo de que estaba segura.
—Todo está bien —susurró nuevamente, más para sí misma que para el gato.
La servilleta con el mensaje, la urgencia en los ojos del mesero, todo flotaba en su memoria, recordándole que nada volvería a ser igual.
Rufián se acomodó más cerca de ella y, por un instante, Isela dejó que la calma la envolviera. Sin embargo, los ecos del día persistían: el mensaje, la advertencia silenciosa, la sensación de ser observada. Todo aquello que creía seguro y conocido, estaba a punto de transformarse.
Un leve sonido la hizo girar la cabeza: un golpe suave en la ventana. El corazón le dio un vuelco; algo invisible le susurraba que el juego apenas había comenzado, y que nada volvería a ser como antes.