El jueves siempre había sido un día más liviano para Isela. No tenía clase con Damian, y esa certeza solía darle un respiro. Al menos en teoría. Porque, desde que lo había conocido, los jueves se habían convertido en un campo minado de pensamientos, de recuerdos que volvían una y otra vez sin que ella pudiera detenerlos.
Aquella mañana, mientras caminaba por el campus, se convencía a sí misma de que podía manejarlo. Solo tenía que enfocarse en sus otras materias, ignorar el vacío que dejaba la ausencia de su clase favorita y, sobre todo, evitar que su mente divagara hacia él.
Pero el destino parecía empeñado en arruinarle el plan.
Apenas cruzó el pasillo principal de la univeridad, lo vio. Damian caminaba frente a ella, como si lo imposible hubiera decidido hacerse presente. Sus pasos eran firmes, seguros, y la manera en que sostenía una carpeta en la mano daba la impresión de que estaba allí por motivos muy claros.
El corazón de Isela se desbocó. Él no debería estar ahí. No los jueves.
Intentó apartar la vista, como si no lo hubiera notado, pero era inútil. La figura de Damian llenaba cada rincón de su atención. Su chaqueta oscura, la forma en que su cabello caía ligeramente sobre la frente, el porte sereno que siempre lo hacía destacar aunque no lo buscara.
Él también la vio. Fue solo un segundo, pero ese segundo bastó. La intensidad en su mirada era un hilo invisible que tiraba de ella, obligándola a detenerse en medio del pasillo como si sus piernas ya no le pertenecieran.
—Buenos días, Isela —saludó él con una voz baja, firme, que solo ella alcanzó a escuchar en medio del bullicio de los estudiantes.
Ella tragó saliva, luchando contra el temblor en sus manos.
—Pensé que los jueves no venías por aquí.
Una ligera sonrisa apareció en sus labios. Era la clase de sonrisa que podía ser un arma, un refugio o una advertencia.
—Normalmente no —respondió él, con calma—. Pero hoy tuve que encargarme de algo del trabajo. Y ahora… —sus ojos se detuvieron en ella unos segundos más de lo necesario—, parece que valió la pena.
El aire se volvió más denso alrededor de Isela. No sabía si debía sentirse halagada, asustada o ambas cosas. Lo único claro era que su pecho ardía con una mezcla de ansiedad y deseo imposible de ocultar.
Se obligó a caminar, a no quedarse petrificada en medio del pasillo, y él la acompañó. Sus pasos resonaban juntos, como si todo el pasillo se hubiera quedado en silencio para darles espacio.
— ¿Cómo te sientes después de lo de la cafetería? —preguntó él, con naturalidad, aunque en sus ojos brillaba algo más profundo.
Isela apretó la correa de su bolso.
—Estoy bien… supongo. Aunque todavía no entiendo qué pasó con ese hombre, ni por qué nos dijo lo que dijo.
El recuerdo del extraño en la calle, la advertencia susurrada con tanta seriedad, volvió a erizarle la piel.
Damian no respondió de inmediato. Su silencio fue peor que cualquier explicación a medias. Al cabo de unos segundos, desvió la mirada hacia la salida del edificio y murmuró.
—No deberías preocuparte demasiado por eso.
— ¿Cómo no voy a preocuparme? —su voz salió más alta de lo que pretendía, y de inmediato bajó el tono—. No es normal que alguien se me cruce en la calle solo para advertirme de algo así.
Él se detuvo. Ella también. El pasillo seguía lleno de estudiantes, pero de repente Isela sintió que estaban en una burbuja, aislados del resto.
Damian la miró con intensidad, con esa gravedad que siempre parecía esconder secretos más grandes de lo que ella podía imaginar.
—Hay cosas que todavía no entiendes, Isela. Cosas que… —calló de golpe, como si se hubiera arrepentido de hablar demasiado—. Lo importante es que confíes en mí.
Ella lo observó, desconcertada, con una mezcla de rabia y fascinación. ¿Cómo podía pedirle confianza sin darle respuestas? Y, sin embargo, algo en su pecho gritaba que lo hiciera, que lo siguiera incluso si el mundo entero le decía lo contrario.
La conversación quedó suspendida cuando un grupo de estudiantes pasó entre ellos, obligándolos a moverse. Damian aprovechó el movimiento para caminar hacia la salida, como si necesitara escapar de lo que estaba a punto de revelar.
Isela lo siguió, incapaz de dejarlo ir.
Salieron al aire fresco de la mañana. La brisa movía las hojas de los árboles y el bullicio del campus parecía lejano. Damian se detuvo junto a un banco vacío y, sin invitarla directamente, ella se sentó a su lado.
—No puedo fingir que nada está pasando —dijo ella con un hilo de voz—. No después de eso. No después de… de lo que siento cada vez que te veo.
El silencio de Damian fue como un golpe. Ella pensó que se marcharía, pero en lugar de eso, él giró hacia ella y la sostuvo con la mirada.
— ¿Sabes cuál es el problema, Isela? —dijo en voz baja—. Que yo siento lo mismo. Y ese es un lujo que no puedo permitirme.
El corazón de ella dio un vuelco. Las palabras eran un veneno dulce que la desarmaba por completo.
Antes de que pudiera responder, un sonido seco interrumpió la calma. Un golpe metálico, como si algo hubiera caído muy cerca de ellos. Isela se giró de inmediato. Alguien había dejado caer un cuaderno encima de un banco.
En el suelo, a pocos metros del banco, había un papel doblado en dos. Corrió a él. La misma caligrafía apresurada que había visto en la cafetería. Las mismas tres palabras, escritas una vez más:
“Sal de aquí.”
Un escalofrío recorrió la espalda de Isela. Levantó la vista, buscando a la persona que la había dejado allí, pero entre la multitud era imposible distinguir rostros.
Damian tomó el papel antes de que alguien más pudiera verlo. Su mandíbula se tensó, y por primera vez, ella percibió un destello de verdadero miedo en sus ojos.
—Vámonos —dijo él con voz firme, apretando los puños.
Isela lo siguió, el corazón latiendo a toda velocidad.