Hermanos.

La noche no cayó de golpe. Se deslizó sobre el lugar como una decisión postergada, lenta, inevitable.

El espacio donde se habían refugiado quedó envuelto en una penumbra irregular, rota solo por las luces frías de los monitores y el pulso constante del punto ciego, que ya no parecía un fenómeno distante sino una presencia viva, expectante.

Cayden se había apartado. No por rechazo, sino por necesidad. Isela lo vio alejarse unos metros, sentarse solo, con la espalda recta y la mirada perdida en algo que solo él podía ver. No lloraba, no temblaba, eso era lo que más la aterraba.

Damian seguía allí, siempre seguía allí.

Isela no supo cuándo empezó a temblar.

No fue un colapso visible; fue algo más pequeño, más íntimo. Un cansancio que por primera vez no estaba dispuesto a obedecerle.

Se apoyó contra la pared, cerró los ojos, y dejó escapar un suspiro que parecía venir de años atrás.

Damian se acercó sin hacer ruido, no dijo su nombre, no le preguntó si estaba bien.

Simplemente se colocó f
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