Alessandro Martineli es el heredero de un poderoso imperio criminal. Con su padre al borde de la muerte, la sucesión al mando está en juego. Pero hay una condición inquebrantable: si quiere convertirse en el próximo Don, Alessandro deberá casarse… y no por conveniencia, sino por amor verdadero. Solo después de un año de matrimonio podrá reclamar el trono de la mafia más temida. De lo contrario, perderá todo. Nataly, una joven inocente y desconfiada, jamás imaginó verse envuelta en los oscuros negocios de un hombre como Alessandro. Él es arrogante, peligroso y demasiado enigmático. Ella, la única capaz de desafiar sus reglas y tocar lo más profundo de su corazón endurecido. Entre pasiones prohibidas, lealtades rotas y enemigos al acecho, ¿podrá Nataly derribar los muros del implacable Don? ¿O el precio del amor será demasiado alto en un mundo gobernado por sangre y poder?
Ler maisEra ya entrada la noche cuando la tranquilidad del barrio de Chelsea, en Nueva York, se vio abruptamente perturbada. Un carro negro se estacionó frente a la casa de la familia James, y de él descendieron dos hombres corpulentos. Los curiosos que paseaban por la calle se detuvieron, conteniendo la respiración. Ambos llevaban trajes caros, gabardinas negras y sombreros calados que ocultaban parcialmente sus rostros, pero sus movimientos y la tensión en el aire dejaban claro a todos que no eran visitantes comunes: la mafia había llegado, y el objetivo era cobrar una deuda.
Sin una pizca de cortesía, los hombres caminaron hacia la puerta. Uno de ellos sacó un tubo de metal y golpeó con fuerza. La cerradura voló hecha añicos, y el obstáculo de madera no ofreció resistencia.
Franco James estaba sentado en su viejo sofá, mirando la televisión y bebiendo una cerveza. Al escuchar el estruendo, se incorporó de golpe, pero la cerveza se derramó por el suelo. El grito de Rosa, su madre, inundó la casa. Los intrusos la ignoraron por completo, pasando junto a ella como sombras amenazantes.
Uno de los hombres agarró a Franco por la camisa, levantándolo ligeramente del suelo. Su respiración era entrecortada, y un sudor frío recorría su frente. Sabía que la muerte estaba cerca, que no habría clemencia.
—¿Dónde está el dinero que le debes al jefe? —gritó el hombre, con acento italiano marcado, los ojos llenos de ira.
—No… no lo tengo… maña…na se lo llevaré —tartamudeó Franco, con la voz temblando, mientras sus manos se apretaban contra el pecho en un intento inútil de calmarse.
—Esa respuesta ya la has dado antes —replicó el matón, negando con la cabeza y chasqueando la lengua con desprecio.
—El jefe quiere lo que le pertenece. Ya te ha dado demasiado tiempo —dijo el otro, mientras golpeaba la mesa con el puño, haciendo que los vasos tintinearan.
—Le juro que le llevaré todo el dinero, pero no me maten —suplicó Franco, sus rodillas temblando y los ojos desorbitados de miedo.
—Deber a Alonso Rossini no es cosa de juego —comentó uno de los hombres, mientras su compañero lo golpeaba brutalmente. Puños que caían sobre su rostro, patadas que se estrellaban contra sus costados. Cada impacto hacía crujir huesos, y Franco gritaba entre dolor y desesperación. Los sollozos de Rosa eran incapaces de detener la furia de los mafiosos.
Cuando finalmente Franco cayó desmayado, los atacantes se detuvieron. Uno de ellos se agachó, agarró su cabello y levantó su rostro ensangrentado para que lo mirara.
—Si no pagas lo que le debes al jefe, la próxima vez no seremos benevolentes —dijo, estampando su cara contra el suelo. Se oyó el crujido de la mandíbula y el sonido de algunos dientes rompiéndose.
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Nataly había salido del supermercado muy tarde. Una compañera había tenido un percance, y ella tuvo que cubrir su turno. Estaba agotada: más de doce horas de pie habían dejado sus pies doloridos y su mente nublada. Solo deseaba llegar a casa, darse un baño, tomar un vaso de leche caliente y dormir.
Pero al abrir la puerta, lo que encontró la dejó congelada. Su padre estaba tendido en medio del salón, casi irreconocible. Su abuela, Rosa, tenía una crisis de nervios. Nataly quedó paralizada unos segundos, sin saber cómo reaccionar, pero luego salió del shock y marcó de inmediato al 911. Su corazón latía con fuerza, y sus manos temblaban mientras revisaba los signos vitales de Franco.
—¿Abuela, qué ocurrió aquí? —preguntó, con la voz quebrada mientras tomaba el pulso de su padre.
Rosa sollozaba sin poder hablar, pero finalmente logró articular:
—No lo sé, mi amor… entraron unos hombres y le hicieron esto… —Se cubrió el rostro con las manos, intentando controlar el llanto.
Nataly se acercó con cuidado, temiendo que la presión arterial de su abuela subiera.
—Todo va a estar bien, abuela, ya viene la ambulancia —dijo Nataly, tratando de tranquilizarla mientras le pasaba un brazo alrededor de los hombros—. Mi papá está vivo, se pondrá bien.
Para Nataly, su abuela Rosa lo era todo. Su madre había muerto cuando ella era muy joven, y Rosa había sido su única familia, quien le enseñó amor, ternura y cuidado. Si seguía viviendo bajo el mismo techo que Franco, lo hacía por ella, por Rosa.
—Dios te oiga, mi amor, Dios te oiga —susurró la anciana, con la voz entrecortada y los ojos empañados de lágrimas.
La ambulancia llegó diez minutos después. Los paramédicos trataron algunas heridas y estabilizaron a Franco antes de montarlo en la camilla para llevarlo al hospital. Nataly lo acompañó, la ira y la preocupación luchando en su interior. Entre ellos nunca hubo una buena relación; Franco jamás se había comportado como un padre. Su vida giraba en torno a los vicios y a causarle problemas a Rosa y a ella.
Nataly estaba convencida de que la golpiza había sido producto de su mala vida, pero esta vez la línea roja había sido cruzada: no solo lo habían golpeado hasta casi matarlo, sino que habían irrumpido en la casa de su abuela, algo que Nataly consideró un verdadero peligro.
Franco, además de las magulladuras por todo su cuerpo, tenía tres costillas fracturadas y debía permanecer al menos una semana en el hospital. Sin embargo, consciente de que su vida pendía de un hilo y que necesitaba el dinero que debía, aprovechó un descuido de las enfermeras y de su hija para escapar del hospital.
Habían pasado tres días desde que Natalia había llegado a los dominios de Alessandro Molinari. Por más que lo intentó, no logró escapar de aquel lugar. Acostada en aquella enorme cama de sábanas impolutas, repasó una y otra vez los planes de huida que había ideado durante las noches en vela. Ninguno había funcionado. Hasta que, de pronto, una idea se abrió paso con fuerza en su mente: la mujer que entraba a diario en su recámara podía ser su salvación.Esa mujer siempre acudía con una rutina fija: limpiaba, le dejaba ropa limpia, revistas y hasta periódicos. Si lograba ganarse su confianza, tal vez podría ponerla de su lado. Natalia estaba dispuesta a todo: razonar, manipular, incluso suplicar. No soportaba la idea de pasar un día más encerrada sin saber nada de su abuela. Solo imaginar el estado de angustia en el que Rosa debía encontrarse, sin noticias de su paradero, le revolvía el estómago y la mantenía en pie, aferrada a la esperanza de escapar.A media mañana, la puerta crujió s
Después de dar varias vueltas alrededor de la habitación, Nataly se detuvo, respirando con rapidez, con la firme convicción de que la única salida a su problema era huir. Observó cada rincón del cuarto con atención y se quedó contemplando el enorme ventanal que adornaba la habitación. Se acercó, abrió cuidadosamente el panel de vidrio y miró el impresionante jardín. Su corazón se hundió al comprobar que desde allí no podía escapar: demasiado alto para saltar y con el riesgo de lastimarse gravemente. Cerró los ojos un instante, conteniendo un suspiro frustrado, y decidió que debía encontrar otra vía de escape.Pensó en su amiga Rosa y en lo necesario que sería llamarla una vez estuviera lejos de allí, para que la ayudara a salir de la ciudad. Franco podría devolverla al burdel si la encontraba nuevamente.Nataly se dirigió hacia la puerta y, casi brincando de alivio, descubrió que no tenía seguro. Su corazón latía con fuerza mientras se quitaba los zapatos, consciente de que huir con t
Nerviosa, Nataly observó con más detenimiento la propiedad en la que habían entrado y se quedó maravillada ante los imponentes jardines que le daban la bienvenida, perfectamente cuidados. Luego alzó la vista hacia la enorme mansión y sus ojos se abrieron de par en par; grandiosa, impresionante, lujosa, muy al estilo Tudor, era una combinación impecable de encanto del viejo mundo y comodidad moderna. Una casa sacada de un libro de cuentos de principios de siglo. Permaneció abismada, con la boca entreabierta, incapaz de apartar la mirada.El carro se estacionó frente a la magnífica propiedad.—Sígueme —ordenó él con un tono gélido, tan frío que le erizó la piel.Alessandro se giró, dejando de mirarla con esa insolencia que la había irritado antes. Nataly apretó los puños con fuerza, sintiendo un hormigueo de ansiedad; aquello no pintaba nada bien.Entraron a la imponente mansión, pero la joven no reparó en nada. En cuestión de segundos, la percepción que tenía de ese hombre había cambia
La hora llegó y todas las mujeres fueron conducidas hacia el salón principal. Nataly caminaba como un cordero directo al matadero; su estómago se revolvía, las piernas le temblaban y apenas podía mantener el equilibrio con los tacones de aguja que llevaba puestos. Jamás en su vida había usado un calzado así, y por un instante estuvo a punto de caer desparramada en el centro del escenario. No le hubiera importado, pero Molly la sostuvo con firmeza, impidiéndole el desastre.La colocó en el centro de la tarima junto a las demás. Un mareo la invadió al ver el salón repleto de hombres elegantemente vestidos, caballeros que en la calle parecían inocentes, pero que allí, bajo la luz de los candelabros, se transformaban en depredadores.Al percatarse de las chicas ligeras de ropa, los hombres comenzaron a gritar obscenidades. Los organizadores obligaron a Nataly a adoptar poses sensuales; recibió un par de regaños por taparse los pechos, y su cara se encendió de vergüenza mientras intentaba
Rosa estaba en casa preparando la comida, para que todo estuviera listo cuando Nataly regresara. El golpe seco de la puerta al cerrarse la sacó de sus pensamientos. Se limpió las manos en el delantal y salió al pequeño salón, contenta al ver a Franco sentado en el sillón, con esa sonrisa que le helaba la sangre. Ese rostro de triunfo y perversidad solo aparecía cuando hacía algo verdaderamente malvado. Todas las alarmas se encendieron en la cabeza de Rosa.—¿Dónde está Nataly? —preguntó rápidamente, el corazón latiéndole con fuerza al notar que su hija no la acompañaba.—Ella no vendrá —respondió él mientras apuntaba el control remoto hacia la televisión, sin levantar la mirada.—¿Cómo que no vendrá?—Desde hoy, ella vivirá en otro lugar. Al fin me deshice de ese maldito estorbo. Hice lo que debía hacer hace años —Franco la miró con una amplia sonrisa de satisfacción—. Vendí a Nataly a un burdel.Los ojos de Rosa se llenaron de horror; frialdad y desprecio se reflejaban en los de su h
Nataly se reprochó por preocuparse por aquel desalmado que era su padre. Ni siquiera con unas costillas rotas tenía la decencia de reposar; y aún así ella lo esperaba, con el corazón encogido y los ojos fijos en la puerta del hospital. Cada minuto que pasaba, su ansiedad crecía, y cuando finalmente se dio cuenta de que no aparecería, sintió cómo una mezcla de frustración y temor la golpeaba como un puño invisible. Regresó a casa con pasos pesados y tuvo que mentirle a su abuela, diciendo que Franco estaba hospitalizado. No podía decirle la verdad: Rosa estaba demasiado frágil, y cualquier angustia podía dispararle la presión.Casi de madrugada, Franco irrumpió en la casa, tambaleándose por el efecto combinado de sus heridas y el alcohol. La puerta golpeó la pared, y el sonido seco hizo que Nataly contuviera la respiración.—¡Naty, qué bueno que estás aquí! —dijo él, con una sonrisa torcida que le erizó la piel.Nataly se plantó frente a él, las manos firmes en la cintura, con los ojos
Último capítulo