ALIANZAS PELIGROSAS

KOSTAS

Observo el exterior de la fortaleza mientras la puerta se abre para mí. Es oscura, con una fachada que se camufla en la noche. No es solo un refugio; es una tumba porque nadie conoce su ubicación, solo los miembros mas importantes.

Se me va a estallar la cabeza, acabo de regresar de un coma y los problemas no acaban con mis enemigos, los hermanos Mancine. Oleg, Karen y Persia, la triada que controla la mafia 'Ndrangheta'. Son una plaga, eso lo sé. Crueles sin sentido, lo que los hace impredecibles. Yo, como Don de la Cosa Nostra , soy despiadado, pero reconozco a un monstruo cuando lo veo. Esos tres hermanos son peores que cualquier pesadilla.

Mientras mis hombres cierran la puerta a mi espalda, siento el aire pesado de mi fortaleza. La seguridad que me rodea debería tranquilizarme, pero no puedo dejar de pensar en un problema que camina entre mis paredes. Una mujer.

Ella me salvó, y por un momento mi moral, si es que tengo, se tambalea. Pero no puedo dejar testigos. La policía debe estar buscándola. Y los policías, como lo sé muy bien, están coludidos con la 'Ndrangheta'. Si la encuentran, la interrogarán y revelarán la ubicación de mi fortaleza. Es un riesgo que no puedo correr. Por el bien de mi organización, sé lo que debo hacer, pero no sé si puedo.

Subo las escaleras, un eco hueco en la inmensidad de la fortaleza. Mi mano se desliza por mi barbilla, y me rasco la cabeza, pensando. Es un problema simple, con una solución brutalmente simple. No necesito complicarme. Un tiro directo, sin hablar. Sin preguntas. Entro, disparo y se acabó el problema.

No necesito una mujer aquí, y menos una que es un riesgo. Mi organización no puede fallar. Oleg, el maldito bastardo, quiere matarme, y mis enemigos siempre tienen un plan. Si me encuentran, el juego termina para mí. Un error, un solo error, me costaría la vida. Y no voy a morir por una mujer a la que acabo de conocer. No, no tengo tiempo para testigos.

Saco el arma, mi dorada Beretta. El metal se siente frío en mi mano. Abro la puerta, decidido a terminar con el problema de la mujer.

Pero me detengo.

Ella se voltea, tiene una galleta a medio camino de su boca. Su mirada se encuentra con la mía, y el pánico se apodera de sus ojos. La veo retroceder, asustada, y el dulce que lleva a su boca cae al suelo. Le apunto con el arma, y ella, sin una palabra, cierra los ojos esperando el disparo. Mi dedo se tensa en el gatillo.

Pero no disparo.

En lugar de eso, mi mente me traiciona. No es la galleta, no es el miedo en sus ojos. Lo que veo es su cuerpo desnudo, la calidez de su piel contra la mía, y la forma de sus labios. Es un recuerdo que me asalta, una memoria que no puedo borrar. Mi mano baja lentamente y siento que el problema no se ha acabado, por el contrario acaba de comenzar.

Después de un largo momento, ella abre los ojos, un par de estrellas asustadas. Me quedo inmóvil, observándola. Dejo mis manos detrás de mi espalda, un gesto para controlarme. Es una precaución, nada más.

Veo una lágrima solitaria deslizarse por su mejilla. Es una visión tan tierna que, por un segundo, siento un absurdo impulso de estirar la mano y limpiarla suavemente. Me contengo, un nudo se forma en mi estómago. No soy esa clase de hombre. No me lo permito.

Mis ojos se encuentran con los suyos. Son de un azul tan profundo como los míos. El parecido me provoca una sensación extraña, un escalofrío que no me gusta. Es como si me estuviera viendo a mí mismo.

—No vas a matarme —susurra, y escucho el temblor en su voz.

—Motivos no me faltan —le respondo. No es una amenaza; es la pura verdad.

Ella me mira directamente a los ojos, su voz aún tiembla, pero su pregunta es firme.

—Entonces, ¿por qué no lo haces?

Me gusta su insolencia. Me gusta su valentía. Es una extraña cualidad en una mujer que está a centímetros de su muerte. Una sonrisa se dibuja en mis labios a modo de juego.

—No me vas a decir lo que tengo o no tengo que hacer, ¿verdad? —respondo, y mi voz es tranquila.

Ella no se inmuta.

—¿Me vas a dejar ir? —Sacudo la cabeza. Es una pregunta tonta. Por supuesto que no—¿Por qué no? —insiste.

—Eres un peligro.

—Solo soy una doctora —dice, y en su voz hay un rastro de súplica.

—Una que la policía debe estar buscando. Sé cómo saliste del hospital y es obvio que están buscándote.

Sus ojos se llenan de pavor, pero se mantiene firme.

—No diré nada.

La veo temblar, pero sus ojos no se apartan de los míos. Su promesa, "no diré nada", es la misma que he escuchado cien veces de gente que ya está muerta.

—Tu palabra no vale nada para mí —le digo, mi voz es dura y sin emoción. —No sé quién eres, ni cuánto aguantarías un interrogatorio. La policía es una rata. Te quebrarían en cuestión de minutos, te harían hablar. Y una vez que lo hicieras, la ubicación de esta fortaleza estaría en sus manos.

Su rostro se contrae y es tan bella, aun recuerdo el momento de nosotros dos desnudos cuando desperté desorientado, con el miembro erecto y si mi hombre de confianza no llega, era capaz de matarla o follarla ahí mismo.

—¡No puedo quedarme aquí! —me dice, y su voz se eleva, casi en un grito desesperado—. ¡Tengo una vida! ¡Mi abuela me necesita! No quiero involucrarme en esta vida de porquería. Eres un mafioso. Me obligaron a salvarte.

La observo y escucho cada una de sus palabras, pero no siento nada. Su abuela, su vida. Son debilidades, fichas en un juego que ella no entiende.

—Salvar vidas es lo que haces, ¿no? —le pregunto, mi voz es suave, pero la suavidad tiene un filo.

—Sí, es lo que hago —responde, y su voz se quiebra—pero eso no significa que el hombre al que salvé tenga derecho a secuestrarme y, peor aún, a matarme.

Hay una lógica impecable en sus palabras, un argumento que en el mundo de los hombres normales sería irrefutable. Pero este no es ese mundo.

—Así es la vida de irónica —le digo, y una sonrisa fría se dibuja en mis labios.

Es la única respuesta que le puedo dar. La única que mi mundo entiende.

Me doy la vuelta, porque si no, soy capaz de romperle la ropa, para verla de nuevo desnuda. Estoy a punto de irme, de dejarla ahí parada, cuando su voz, apenas un susurro, me detiene.

—¿Para dónde vas? —Me giro, y la miro.

No hay pánico en sus ojos, solo una curiosidad mezclada con el miedo que ya conozco.

—A pensar —aunque no quiera, mi voz es fría, no hay compasión, solo una fría lógica—A decidir qué haré contigo. Si te mato o te encuentro un propósito.

Ella no dice nada. Su silencio es una extraña forma de alivio que me permite un respiro en medio de todo este caos.

Salgo de la habitación, dejándola sola. Bajo las escaleras hasta mi despacho donde ,e encierro para ponerme al frente de mi organización. Hay reportes y problemas acumulados que debo atender. El mundo no se detiene por mis problemas.

Siento un dolor agudo en el costado, justo donde me dispararon. La herida me comienza a doler, pero la ignoro. En mi mundo, la debilidad se paga muy caro.

El teléfono suena, un sonido irritante que me arranca del silencio de mi despacho.  Es Herodes. Contestando la llamada porque es mi único aliado, en el que puedo confiar al ser un líder de las mafias.

—Vaya, vaya, Kostas. Eres un maldito suertudo. Nadie puede contigo—su voz,r ronca, llega a través de la línea, riéndose.

Una risa amarga me sube por la garganta. Si supiera la verdad... Si no fuera por la mujer que mantengo cautiva en el piso de arriba, ya estaría muerto. Sin embargo, no le doy el gusto de mi debilidad.

—Para acabar conmigo se necesita más que eso —le respondo, mi voz firme, mientras me sirvo un whisky—Un plan, una estrategia… no una simple bala.

Herodes se ríe de nuevo.

—¿Sabes quién fue?

—Sí —le digo, dando un sorbo a mi trago—Los Mancini.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro.

El silencio se vuelve tenso al otro lado de la línea. Lo estoy oyendo a treves del altavoz y camino de un lado a otro, sopesando las posibilidades en su mente.

—¿Qué piensas hacer?

—Matarlos —le respondo, sin dudar.

La palabra sale con una facilidad que me asusta incluso a mí mismo.

—¿Les declararás la guerra abiertamente?

Pienso en lo que desataría eso. Un baño de sangre, un caos que arrasaría nuestras organizaciones. Pero la verdad es que la guerra ya ha comenzado. Es silenciosa, pero ya está aquí. Quieren mi cabeza, y no voy a dársela.

—Sí —le digo, sin dudarlo—Hay una guerra silenciosa en la organización, y esa guerra me quiere muerto.

Herodes se queda en silencio por un momento, ponderando mi decisión. Luego, su risa estalla, esta vez, más alta y con un tono de genuina aprobación.

—Así me gusta—ese hombre es raro— Con huevos. Sabía que no eras un cobarde. Tienes mi apoyo.

No me sorprendo. Su apoyo no es un regalo; es una inversión. Él sabe que la guerra me debilita, pero también que los Mancine son un problema creciente para todos nosotros.

—No necesito tu apoyo —le digo, aunque en mi interior, sé que lo necesito.

—No seas estúpido —me interrumpe, riendo de nuevo—. Necesitas más que solo tu fuerza bruta, y lo sabes. La 'Ndrangheta' es una serpiente con tres cabezas, actuando en un solo cuerpo. Yo tengo información, tengo hombres. Esto será una limpieza. Por lo tanto, no rechaces mi ayuda.

Acepto la oferta sin una palabra más. Es un pacto con el diablo, y lo sé, pero el otro camino es la muerte.

—Toma mi apoyo, y úsalo bien. Esta guerra la ganamos o morimos intentándolo. Y no te olvides: ellos no tienen honor, pero nosotros, entre nosotros, tenemos un código. No lo rompas.

La línea se corta y respiro profundo recordando el código que tenemos entre mafiosos.

«La lealtad se paga con lealtad. La traición, con la vida»

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