MELISA.
Con el cañón de la ametralladora en mi frente, mi mirada se desvía un instante y veo lo que no había visto antes: un guardia del hospital en el suelo, un charco de sangre se extiende alrededor de su cabeza. Esto no es un accidente. Es un crimen.
—Salva a mi Don o te mueres —repite el hombre, su voz ahora es un gruñido.
Una mezcla de miedo y rabia me corre por las venas pero no digo nada para no desatar la ira de ese tipo sin escrúpulos. Pero el abuso que estan cometiendo sus hombres sobre el personal medico, los pacientes y sus acompañantes acaban con la poca cordura que tengo.
Siento el frío del metal en mi piel, pero hay algo más fuerte que mi miedo a morir, una rebeldía que no puedo controlar. Mi mente, mi cuerpo, mi alma han estado en situaciones peores que esta.
—Si me matas, no podré hacer nada por tu hermano —le digo con voz firme, sin dudar. Mi mirada se clava en la de él, y puedo ver la sorpresa en sus ojos—Así que quita esa maldita arma de mi cara, y busca una camilla.
La sorpresa cruza por los ojos del hombre, pero el cañón de la ametralladora baja lentamente.
—¡Muévete! —ordeno, mi voz suena extrañamente autoritaria. No espero a que reaccionen. Me arrodillo al lado del hombre que se desangra ya que mi mente profesional asume el control.
Veo la herida, es de bala. Y está justo en el estómago, en un lugar peligroso. A un lado, noto un anillo en su mano izquierda, un símbolo de poder que me dice que este no es un hombre cualquiera. Esto es algo más grande, algo mucho más oscuro.
—Necesitamos una camilla, ahora —ordeno a uno de los hombres de negro. Uno de ellos, el mismo que me había apuntado, corre a buscar una, mientras los otros se quedan vigilando.
Con la camilla lista, los hombres de negro me ayudan a mover al hombre que se desangra. El hombre de la ametralladora me mira fijamente, y no tiene necesidad de hablar, sus ojos me advierten que mi vida está en mis manos. Y lo sé. Si el hombre que se desangra muere, yo moriré con él. Pero por ahora, estoy viva.
La orden se ejecuta sin un segundo de duda. Con la camilla a nuestro lado, mi voz toma un tono de autoridad que ni yo reconozco.
—¡Muévanlo con cuidado! —grito, y los hombres, que segundos atrás me apuntaban con sus armas, obedecen sin rechistar.
Nos movemos a toda prisa por el pasillo y todo es surreal. Son un grupo de matones armados escoltando a una doctora que empuja una camilla. El silencio de la noche se rompe con el chirrido de las ruedas y la respiración agitada de todos nosotros. En cada esquina, la luz de los pasillos refleja el miedo en los ojos de las enfermeras y los celadores que se esconden a nuestro paso. Los comprendo, quien se va a enfrentar a mas de quince hombres armado y solo espero que llamen a la polica.
El hombre de la ametralladora se queda a mi lado. Su presencia es una sombra de advertencia que me recuerda que mi vida pende de un hilo. Mis ojos se centran en el paciente, que se vuelve cada vez más pálido. Su respiración es superficial, su pulso débil.
Llegamos a la entrada del quirófano, y las enfermeras que nos esperaban se quedan congeladas al ver a mis "acompañantes".
—¡Preparen el quirófano dos! —grito, mi voz es una orden que no deja lugar a la duda—. ¡Tiene una herida de bala en el abdomen, está perdiendo mucha sangre!
Nadie me responde, pero se mueven. Abren las puertas del quirófano, un portal a mi mundo. Y mientras entramos, me doy cuenta de que estoy a punto de salvar la vida de un hombre que, si muere, será la causa de mi propia muerte.
Apenas lo tumbamos sobre la camilla, Mis "acompañantes" se quedan en la puerta, en un rincón, las armas bajas, pero sus ojos vigilantes me recuerdan que mi vida depende de mí habilidad.
Con mis manos, rompo el silencio de la tela, abriéndole la camisa. Y me detengo. Debajo de la ropa, su cuerpo es una obra de arte, una colección de tatuajes intrincados que cubren su piel. A pesar de la sangre que lo cubre, sus músculos están esculpidos. El rostro, a la luz fría del quirófano, es sorprendentemente hermoso, un contraste que me desarma por un segundo.
No tengo tiempo para detenerme. Mi mente vuelve a su modo de trabajo. Busco la bala, esperando que no haya perforado ningún órgano vital. Mis manos buscan el pequeño rastro de la entrada de la bala y la sigo por la piel. Encuentro lo que estoy buscando. La herida de salida. Un pequeño agujero en su espalda, a la altura de los riñones, me dice que la bala salió del cuerpo. Un suspiro de alivio se me escapa, una emoción que ni yo esperaba sentir.
Me muevo con rapidez. La herida es grave, pero no hay órganos dañados. El riesgo de infección es alto, pero la vida de este hombre ya no pende de un hilo. Me acerco, tomo la aguja, y la sutura comienza a tejer su magia. Mientras coso la herida, mis ojos se quedan en sus tatuajes que cuentan una historia de violencia y poder.
Los monitores lanzan la alarma y es normal porque ha perdido mucha sangre
—Necesita una transfusión de sangre, ahora —le digo con voz firme, sin dudar. Mi mirada se clava en la de él, y puedo ver la sorpresa en sus ojos.
—O negativo —dice, con voz clara. Y luego, como si estuviera recitando algo que ha repetido mil veces, añade—Es el donante universal.
Es donante universal y mata gente. Que ironía.
La enfermera prepara la transfusión de O negativo.
—¿El nombre del paciente? ¿Su edad? —pregunta el enfermero, con una voz tranquila y profesional.
El tipo que me amenazó con la ametralladora se queda en silencio reparando al enfermero que acaba de hablarle solo para llenar una documentación de rutina. La tensión en la sala se torna agobiante y una gora de sudor baja por mi cuello. Los otros hombres de negro se quedan quietos, observando la escena con sus armas en la mano.
En vez de responderle, el hombre que tiene la ametralladora levanta el arma y le clava una bala en la cabeza al enfermero. Un sonido seco y agudo me rompe los tímpanos, y el cuerpo del enfermero cae al suelo en un charco de su propia sangre.
Los gritos de las enfermeras llenan el espacio desatando mis pálpitos… «mi abuela»… El caos se desata en la sala. El hombre de la ametralladora sonríe, satisfecho con su acto. Mis acompañantes se miran entre ellos, sorprendidos y solo puedo pensar si muero, quien la va a cuidar.
Mi mente se detiene por un segundo. La bala que le atravesó el cráneo al enfermero lo mató al instante, Los gritos de las enfermeras llenan la sala y Me quedo mirando, mi mente se niega a creer lo que ha pasado.
—¡¿Por qué hizo eso?! —grito, mi voz tiembla—. ¡¿Es que no tiene respeto por la vida de nadie?!
El hombre me mira con una sonrisa de burla y sacude la cabeza dándole todo igual.
—Preciosa, no te preocupes —dice, con voz suave y sarcástica—y sigue con tu trabajo porque la siguiente serás tu.
Una rabia me invade. No tengo tiempo para llorar, para gritar, para lamentar la muerte del enfermero. No tengo tiempo para pensar en mi propia vida, porque si no hago algo, mi vida también se irá al infierno.
—No me digas así —grito, mi voz se quiebra—que no soy preciosa y no vuelvas a matar a nadie. Si no, no trabajaré en salvarle la vida a su jefe. Así me mates.
Nuestros ojos se encuentran y me doy cuenta de que este es el fin. Pero le sostengo la mirada decidida, a pesar de que tiene el poder, no dejare que vuelva hacer lo que hizo.
—Bien—me responde—sigue con tu trabajo.
Me vuelvo hacia la camilla y me concentro en la herida, el chirrido de la aguja que se une a la piel y el hilo que se desliza.. Otro de los hombres de negro se acerca. Es más grande y más alto que el primero. Le susurra algo al oído al hombre que me amenazo y mato al enfermero. No puedo escuchar lo que dice, pero sé que es algo importante.
Una maldición se desliza por su boca, una palabra tan cruda que hace que la sangre se me congele en las venas porque presiento que algo se viene.
El hombre se da la vuelta, con su rostro lleno de furia, me mira fijamente dandome miedo, hay algo siniestro en él, y me detengo esperando lo peor.
—Nos vamos.
Mi corazón se detiene. No puede ser. Si lo movemos, lo matamos.
—No se pueden llevar al paciente, si lo hacen morirá. Si no recibe los cuidados idóneos... —digo, mi voz se quiebra.
El hombre no se detiene encogiéndose de hombros y no entiendo porque lo hace.
—No hay tiempo —me responde.
Me quedo en silencio por un segundo, mi mente se niega a creer lo que ha pasado, lo que esta sucediendo y no comprendo porque tengo que pasar por cosas como estas.
—Si se va, es su responsabilidad —le digo, mi voz tiembla.
El hombre se detiene y me mira, su rostro es de pura maldad.
—La tuya, preciosa —me dice, con voz suave y sarcástica. Me quedo sin palabras. No entiendo lo que dice, pero sé que es algo importante.
No me da tiempo a reaccionar. El hombre me agarra del brazo, con una fuerza de hierro, que me hace sacudirme por conversación de mi propio cuerpo, pero no me suelta, poniéndome a doler el brazo.
—Sueltame—le bramo furiosa.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Vienes con nosotros.
Me arrastra, pese a mi negativa, me lleva con ellos a las malas.