MELISA.
Ha pasado un mes desde el último aliento de Oleg. Con la amenaza más grande neutralizada, el mundo que antes se sentía en constante peligro, finalmente respiraba. Mi padre, Herodes, se recuperó adecuadamente de sus heridas, y la tranquilidad se había instalado como una niebla tibia sobre nuestra vida. Las cosas cambiaron. El miedo se hizo recuerdo.
Por eso, ahora, estoy de pie frente al espejo, no con el uniforme de mis días de trabajo como doctora, sino con un hermoso vestido de novia. Es de encaje chantilly, marfil, con una larga cola que se esparce como una nube en el suelo. El ajuste en la cintura realza la curva que ya empieza a dibujar mi vientre, donde late la vida de mi hijo.
Mikeila me da los últimos toques al peinado, sus ojos brillando con una emoción que no es del todo suya; es por mí.
—Te lo dije. Eres la mujer más hermosa que he visto. Literalmente. El encaje con la luz... parece que estás envuelta en polvo de estrellas. Mírate, Melisa. Eres una diosa.
Sonrío, to