KOSTAS.
La persecución termina abruptamente en un pequeño claro al borde del bosque. Oleg, exhausto por la carrera y la desesperación, tropieza con una raíz. Lo alcanzo en un par de zancadas.
Dejo caer el rifle, la caza es demasiado personal para la distancia. Me abalanzo sobre él. El impacto es brutal, rodamos por el suelo húmedo. Él intenta defenderme con golpes torpes, pero yo estoy impulsado por la rabia y el juramento que le hice a Herodes. Lo inmovilizo, mi rodilla aplastando su pecho.
El ruido de la maleza cruje. Los hermanos Ferrari aparecen, sus rifles listos, pero se detienen al ver la escena. Se convierten en testigos silenciosos, los jueces de este juicio por traición.
Lo agarro por el cuello, su rostro pálido y sudoroso reflejando el terror bajo mi sombra.
—Mírame, Oleg —siseo, mi voz baja y venenosa—. ¿De verdad creíste que podrías tomar mi lugar? ¿Que esta basura, esta escoria sin valor, podría sentarse en mi mesa?
Lo zarandeo.
—Eres un traidor patético. Una rata ambici