KOSTAS
Me miro en el espejo y mi reflejo es un fantasma pálido. La venda que tengo alrededor del abdomen me quema, mientras la herida me duele y cada pulsación me arrastra hacia lo que pasó, y así, las imágenes de esa noche se me vienen encima.
Estábamos recibiendo un cargamento de armas cuando, de repente, fuimos atacados por hombres que de seguro eran de nuestra organización, de eso no tengo dudas pese a no verles la cara.
Vuelvo a la realidad y mi respiración se agita.
Soy el Don de todas las mafias, el Don de la Sacra Corona, y esto que hicieron, sin duda es una traición. Ya sabían que querían mi cabeza, porque yo los estaba limitando.
Manejan los secuestros y la prostitución, y yo, como el Don, no permito que trafiquen con menores de edad. Por eso quieren mi cabeza. Pero será mi venganza, mi dulce venganza, la que se las corte.
Con dificultad, me pongo la camisa y los pantalones. Me cuesta, pero la adrenalina me da la fuerza necesaria. Tengo que ponerme al frente de mi organización lo antes posible porque un día que falte, las cosas se ponen turbias.
Nick, mi mano derecha y consiglieri entra a mi habitación.
—¿Cómo te sientes? —pregunta dejando sus manos atrás.
—¿Qué pasó? —le digo, omitiendo su preocupación.
Me explica que, después del ataque, perdí mucha sangre y me desmayé. Tuvieron que llevarme al hospital, y ahí, una doctora, Melisa, me salvó la vida. Pero como nuestros enemigos nos venían persiguiendo, tuvieron que huir y se la trajeron con ellos. Estuve dormido por dos días, y por eso la encontré en la habitación cuidándome.
Pienso en la doctora. Es hermosa. Su cabello negro, una cascada oscura sobre su piel pálida, sus pechos perfectos, la hacen ver como una tentación. La vi desnuda, y también yo lo estaba. Estaba a punto de matarla, pero no pude evitar fijarme en su cuerpo. La estaba ahorcando, y al mismo tiempo, el deseo me invadió y de la nada, tenía más ganas de follármela que de matarla.
Busco un cigarrillo, lo enciendo con el encendedor que tengo en mi bolsillo y lo llevo a mi boca. La nicotina, el humo, el sabor amargo, es lo único que me calma.
—¿Qué sabes del cargamento? —le pregunto a Nick que asiente como siempre rápidamente porque siempre tiene una respuesta.
—Perdimos el cargamento de armas que venía de Rusia. Sin embargo, tenemos a los que transportaban la mercancía —eso ultimo me gusta escucharlo.
—¿Ya los interrogaron? —le pregunto dándole otra calada a mi cigarrillo.
—No, claro que no, te lo estaba dejando a ti.
Música para mis oídos.
—Recuérdame darte un incentivo por eso—se rie.
—Tenemos cámaras —me dice mientras anudo mis zapatos con dificultad—. Identificamos a varios hombres de los Mancine.
Eso aviva mi rabia y le doy otra calada a lo que tengo en la boca.
Nick me mira, se acerca y me entrega unos analgésicos.
—Tómalos —Tomo los analgésicos.
Los trago sin agua. Los siento en mi garganta y en el cenicero aplasto el cigarrillo.
—Llévame con los traidores —le ordeno y asiente.
Me di la vuelta y seguí a Nick por el pasillo. Para mi alivio, mi mente estaba intacta. No había lagunas; cada recuerdo estaba en su lugar. Lo único que me desconcertaba era la ausencia total de sueños o memorias de esos dos días. Era como si no hubiera estado en un coma, sino simplemente durmiendo. Físicamente, el único cambio notorio era una debilidad que me hacía sentir más frágil de lo normal, una sensación que creí entender como una consecuencia natural de mi prolongado descanso.
A medida que nos acercamos, llego a la puerta del búnker. Es una puerta de acero, pesada y fría. El olor a tierra, a humedad y a muerte me inunda las fosas nasales.
Entro, y lo primero que veo son a los traidores. Están atados, amordazados, y sus ojos, llenos de miedo, me miran con miedo porque saben muy bien como son las cosas conmigo.
Me acerco a ellos, me pongo de rodillas. Miro a uno de ellos, un hombre que me ha traicionado. Lo miro a los ojos, y lo único que veo es a un hombre que va a morir.
El primer hombre, un tipo con barba y una cicatriz en la ceja.
—¿Ustedes les avisaron a los Mancine? —voy directo, no me gusta darle vuelta a las cosas.
—¿Ustedes les avisaron a los Mancine? —le pregunto, y la voz es un susurro.
El hombre no responde. Me toco el cuello. La herida me arde. La rabia que se convierte en una fiera que me devora, me hace querer matarlo. Pero no lo hago.
Me levanto, me quito el cinturón lentamente para que vea lo que va a suceder. La hebilla de metal, fría y pesada, se siente como una extensión de mi brazo. Lo miro, y el miedo en sus ojos es un mapa de lo que va a pasar.
—No voy a preguntar otra vez.
El hombre niega con la cabeza, una lágrima se le escapa y sin medirme, le pego con la hebilla en la cara, una, dos, tres veces. La sangre, un veneno rojo, mancha su cara y ni así me detengo mientras llena la instancia de sus gritos.
—¿Qué les dijiste? —le pregunto, y la voz es una orden.
No resiste los golpes porque cae desmayado con la cabeza sobre su pecho. No me detengo. Me doy la vuelta y me acerco al segundo traidor. Su barbilla tiembla y mis labios se curvan en una sonrisa al ver como esta a punto de orinarse en sus pantalones.
—Ese va a ser tu destino —lo amenazo porque no estoy jugando—pero lo puedes evitar.
El hombre se rinde. Su cuerpo tiembla. Las lágrimas, calientes y saladas, se le escapan de los ojos.
—Tengo hijas —me dice.
Me quedo en silencio. Lo miro.
—Yo no tengo hijas —respondo indiferente—Así que no puedo sentir compasión. O el dolor de no volverlas a ver.
—Señor—llora.
—Así que, mejor, habla —le ordeno—Porque no tengo paciencia, y tengo ganas de sangre. Ya sea la de ustedes, o la de los Mancine.
—Sí —murmura, su voz rota por el terror—Le voy a contar todo, pero por favor, no me vaya a matar.
Suelto el aliento que no sabía que estaba conteniendo. Mi paciencia se ha agotado. La herida en mi abdomen me pulsa con un dolor que me hace querer desgarrar a alguien.
—Habla de una vez —le ordeno, con la voz dura como el hielo—No tengo tiempo para tus ruegos.
El hombre, al oír mi voz, se estremece y comienza a hablar.
—Los Mancine se contactaron con nosotros —dice, apurado, como si cada palabra pudiera salvarle la vida—. Nos dijeron que nos darían mucho dinero si les decíamos la fecha y la hora de la entrega. Entonces, aprovechamos el momento e hicimos el trato.
Suelta un suspiro desesperado. Sus ojos, llenos de un pánico abyecto, intentan buscar una excusa.
—Pero no sabíamos —continúa, su voz subiendo de tono—No sabíamos que iban a usar la información para atacarlo a usted. Se lo juro, en eso no teníamos nada que ver. No sabíamos que eso iba a pasar.
El hombre se calla de golpe bajando su mirada al piso. Lo miro desde arriba y analizo su historia, su patética excusa, me produce un asco profundo.
Recuerdo a mi padre. Él me decía que los hombres mienten. Que los hombres traicionan. Que no se puede confiar en nadie. Y este hombre, en su intento de salvarse, me ha confirmado lo que ya sabía.
Me pregunto qué clase de idiota pensó que podía traicionarme, al Don de la mafia italiana, el líder de todas las organizaciones, y salir ileso.
Lo que más me enfurece es que crean que soy un estúpido, que pueden verme la cara de idiota. El dolor en mi abdomen se aviva, un fuego que alimenta mi rabia.
—Debiste pensar antes de traicionarme —le digo, con la voz tan fría como el acero.
Entonces, hago una seña a Nick. Él, entendiendo mi orden, se acerca y me entrega el arma sin medir palabras. El hombre, al ver el arma, se estremece. Las lágrimas caen sin control por su rostro y debería tener compasión por sus hijos, pero traicionarme, se paga caro y ese precio es la vida.
—Por favor, no me mate —solloza, su voz rota por el terror—debe por favor otra oportunidad. No lo volveré a hacer.
Lo miro a los ojos.
—Sí, lo vas a volver a hacer —le digo.
Y le disparo.
El primer disparo resuena en el búnker con una violencia sorda que rompe el silencio. Mi mano no titubea al apretar el gatillo una segunda y tercera vez, sellando el destino de mi primer traidor. El hombre se desploma y sigo porque quiero acabar con esto de una vez.
Me repugna los traidores y si, es ilógico que un mafioso lo diga, pero siempre voy de frente. Doy la vuelta y mi mirada ya se fija en el siguiente hombre al que le disparo y solo queda uno. El desmayado.
El estruendo lo despierta de golpe, y el pánico puro le desfigura el rostro. Sus ojos se clavan en mí, desesperados, mientras ve el cuerpo de su cómplice en un charco de sangre. El terror es tan grande que la barbilla le tiembla sin control. Se atraganta con el aire al intentar hablar, y por primera vez, me siento al borde de una explosión. A pesar de mi dolor y mi cansancio, no le doy la oportunidad de decir nada. Simplemente levanto el arma y le apunto a la cabeza.
Salgo del búnker, dejando atrás el olor a sangre y el eco de los disparos. El aire de la casa, a pesar de su frialdad, se siente limpio en mis pulmones. Nick viene a mi lado y le entrego su arma.
—¿Cuál es el siguiente paso? —pregunta, su voz un susurro.
—Encárgate de enviar los cuerpos a los Mancine —le digo, y mi voz es una mezcla de hielo y fuego—. Y con ellos, una nota que diga que se lo que pretendieron.
El rostro de Nick se llena de terror. Sabe lo que significa. Es una declaración de guerra.
—Mientras tanto —continúo, y una sonrisa se dibuja en mi rostro—, yo me encargaré de la doctora que tengo en mi mansión.