MELISA.
El fuerte golpe me estrella contra la pared. Un cuerpo masculino, definido y fuerte me mantiene en su sitio, impidiéndome cualquier escape. Una mano, grande y poderosa, se cierra alrededor de mi cuello. El aire deja de fluir. Mi visión se torna borrosa, la sangre golpeando en mis oídos. El olor a hombre, a su piel y a su colonia, me llena las fosas nasales, mezclándose con el sabor metálico del miedo en mi boca. Mis pensamientos se hacen borrosos, una neblina espesa que apenas me permite pensar con claridad. El mundo se reduce a la mano que me ahoga y a la pared fría que me mantiene prisionera.
—¿Quién eres? —susurra, la voz grave y ronca.
Su aliento me golpea la cara. Me sujeta con más fuerza. Acerca la nariz a mi cuello, me huele, como un animal. Y luego, el golpe. No físico, sino con una palabra.
—Eres una puta.
No puedo hablar. Las palabras se me atoran en la garganta. La asfixia me roba la voz, pero la vergüenza, el miedo, la desesperación, son más fuertes que el aire que no puedo respirar.
Dejo de pensar por un segundo con el…El miembro duro contra mi abdomen bajo, el frío de la pared contra mi espalda y el olor a hombre, a su piel, a su colonia.
Me agarra el trasero. Su mano es grande, fuerte. La aprieta con una fuerza que me hace querer gritar.
—Estás aquí para complacerme —dice, su voz grave, ronca.
Su aliento se siente caliente en mi cuello. Empieza a besar mi piel, sus labios se sienten ásperos, como una lija. El asco me revuelve el estómago. Instintivamente, lo empujo. Mi cuerpo reacciona antes que mi mente.
Él no se mueve, no se tambalea. Se ríe, una risa que me hace temblar de miedo. ¿Cómo un hombre que acaba de despertar de un coma tiene tanta fuerza, tanta energía? La confusión se apodera de mí.
—Espera. No es lo que piensas —murmuro.
Él no se aparta. Cierro los ojos con fuerza cuando muerde mi oreja. Siento su miembro duro contra mi bajo abdomen. Mi boca se siente seca. Mis labios se resecan y no encuentro palabras para detenerlo.
—Si no estás aquí para complacerme, ¿quién eres? —pregunta. Su voz es un susurro. Un susurro que me heló la sangre. —Acaso viniste a matarme.
El hombre aprieta mi cuello con más fuerza. Al instante, su mano se convierte en una jaula de acero de la que no puedo escapar. Mis ojos se abren de par en par mientras el aire se corta, una sierra afilada que me rasga la garganta y hace que mis pulmones ardan. Aunque intento hablar, mis súplicas son inútiles. Las palabras "soy tu enfermera" se forman en mi mente, desesperadas, pero no logran salir de mis labios. "Te curé", grito en mi cabeza, y el sonido simplemente no existe.
Mientras mi vida se me escapa, como un hilo de seda que se deshilacha, él me levanta del piso. Así, mis pies dejan de tocar el suelo, y quedo suspendida en el aire, como una marioneta sin cuerdas. La sangre golpea ferozmente en mis oídos y mi visión se nubla, un blanco brillante que lo borra todo. Y en ese último momento, lo último que mis ojos alcanzan a registrar son sus ojos. Ojos grises, un mar de metal frío, los mismos ojos del hombre que salvé, para que irónicamente, me matara.
De repente, un grito rompe el silencio.
—¡Kostas! ¡Suéltala, ella no es lo que crees!
El hombre me suelta, y entonces caigo al piso. Mi cuerpo desnudo golpea el frío suelo, pero mis pulmones, por fin, se llenan de aire. Es un aire que me quema la garganta, un aire que, sin embargo, me hace sentir viva. Mis manos, temblorosas, se aferran a mi cuello, a la piel que acaba de conocer el sabor de la muerte.
—¿Quién es ella? —pregunta Kostas, su voz grave y ronca.
—Es una doctora —le responde Nick de inmediato, su voz firme.
Mientras ellos hablan, yo extiendo la mano, temblorosa, y busco la toalla con la que cubro mi cuerpo desnudo. La agarro, la aprieto contra mi pecho, como si fuera un escudo.
—No la mates, se llama Melisa —continúa Nick tratando de ayudarme.
En ese momento, nuestros ojos se encuentran. Los míos, llenos de miedo y lágrimas, se cruzan con los de él, con su mirada vacía. El contraste es brutal. Yo, en el piso, una hormiga. Él, de pie, con los músculos puros, su miembro erecto, un arma erguida contra mí. Y en ese momento, me siento como una, pequeña e insignificante, ante ese hombre.
—Largo de aquí —ordena Kostas, su voz grave y ronca.
Así que, sin pensarlo dos veces, me levanto del piso con el cuerpo aún temblando, y corro. Paso junto a Nick, el hombre que me salvó, pero sin mirarlo, me dirijo a la primera habitación que veo. Empujo la puerta, entro y la cierro de un golpe. El sonido, un eco en el silencio de la casa, me llena de un inmenso alivio.
Me apoyo contra la puerta con la respiración agitada y el corazón golpeando como un tambor en mi pecho. Me siento a salvo. Lejos de ese hombre con su mirada fría y, sobre todo, lejos de su cuerpo desnudo. Lejos de ese hombre que me salvaba mientras me mataba al mismo tiempo.
Me deslizo por la puerta hasta el suelo. Mi cuerpo tiembla incontrolablemente. Mi mente, un torbellino de emociones, no puede procesar lo que acaba de pasar.
Me quedo en silencio dentro de la habitación, inmóvil. Pasan unos veinte minutos en los que aun trato de recuperarme de lo sucedido. Mientras mi cuerpo tiembla, miro por la ventana. A lo lejos, solo hay vegetación, un muro verde que no me ofrece ninguna salida. Por lo tanto, el miedo me invade. Si ese hombre despertó, entonces mis días están contados. Me va a matar en cualquier momento.
Busco desesperadamente una salida, mientras mi corazón late con fuerza en mi pecho y la respiración es un jadeo. Veo un balcón, una pequeña esperanza, así que corro hacia él, abro la puerta y me asomo. El viento me golpea la cara mientras miro el borde, es demasiado alto para saltar, y además, a lo lejos, veo a varios guardias.
De repente, la puerta se abre, y un grito de pánico se ahoga en mi garganta. Es Nick. Viene hacia mí con ropa en sus manos. Inmediatamente, me pego a la pared del balcón, como si fuera a desaparecer. Él se acerca, pero se detiene a unos pasos. Sus ojos me miran con preocupación, pero mi corazón no puede detenerse de latir.
—¿Intentabas escapar? —me pregunta.
—No —le digo, mi voz un susurro—Solo buscaba aire fresco.
—Voy a revisarte —me dice, y la voz es más una orden que una pregunta.
Inmediatamente, sus ojos se posan en mi cuello. El contacto de su mirada se siente como si fuera un fuego. La piel me arde, una sensación que me hace temblar.
—Si no llego, te mata —dice Nick y asiento con lagrimas en los ojos.
—Gracias por llegar —le digo bajito y espero que me escuche.
—No me agradezcas nada —me responde, y su voz es una mezcla de preocupación y cansancio. Me da un paso más cerca y me extiende la ropa. —Ponte esto.
Tomo la ropa, una camisa grande de hombre y unos pantalones, y me dirijo al baño. La puerta se cierra detrás de mí y por primera vez desde que llegué, me siento a salvo.
Me acerco al espejo. Mis ojos, llenos de lágrimas, miran mi cuello. La piel, una rosa pálida, tiene los dedos de Kostas marcados. Me toco el cuello. Mis dedos rozan la piel, y el ardor se siente como si fuera un fuego. Me duele. Me duele tanto que me dan ganas de gritar. Intento tragar saliva, pero el dolor es tan fuerte que el nudo en mi garganta me hace querer vomitar.
Me miro en el espejo, y lo único que veo es a una mujer que ha visto la muerte.
Me limpio las lágrimas con el dorso de la mano. Mi vida nunca ha sido fácil. He enfrentado situaciones tan difíciles que han endurecido mi carácter. Por lo tanto, no voy a rendirme. No voy a morir. No voy a dejar que un hombre, por muy peligroso que sea, me arrebate la vida.
Cierro los ojos, y le pido a mi abuela, la mujer que me enseñó a luchar, su fuerza y su resistencia. Y entonces, abro los ojos, tomo una bocanada de aire, y salgo del baño. Me acerco a Nick, el hombre que me salvó, para enfrentar mi destino.
Me cruzo de brazos ocultando el temblor que avasalla mi cuerpo, pero mi voz, sin embargo, no.
—¿Qué va a pasar conmigo? —le pregunto, y la voz es más una orden que una pregunta.
Nick me mira. Sus ojos, llenos de preocupación, me dan un poco de paz. Pero sus palabras, por el contrario, son frías y directas.
—Tu vida, Melisa, depende de lo que decida Kostas.
Un nudo se forma en mi garganta. Y la pregunta que me atormenta es: ¿puedo escapar?
—¿Y tú no puedes hacer nada por mí? —le pregunto, mi voz temblorosa, una súplica.
Nick baja la mirada, y luego me mira de nuevo. Sus ojos, que me miran con lástima, me dicen todo lo que necesito saber.
—Lo siento. Al haber conocido la mansión, eres un peligro para la organización.
—¡Ustedes me trajeron aquí! —con rabia que no puedo contener le grito—. ¡Y lo único que hice fue salvarle la vida a tu jefe de m****a! Es injusto que me maten.
—La vida no es justa —responde Nick, su voz tan fría como un témpano de hielo.
—¡Lo sé mejor que nadie! —contesto sin emocion—. Porque la vida conmigo ha sido una hija de perra.
—Lo siento, pero no puedo hacer nada por ti —asiento, porque le voy a rogar por mi vida si es lo que espera que haga.
Me quedo en silencio. La confusión se apodera de mí. ¿Qué significa eso? ¿Me vas a dejar aquí para que me maten? Él no me responde. Se da la vuelta, y se dirige a la puerta.
—Más que decirte que tú misma puedes salvarte —dice sin mas, confundiendome.
El muy hijo de puta se va, dejándome peor que antes porque no entiendo que quiere decir con sus ultimas palabras.
¿Salvarme yo misma? ¿pero como?