Violeta jamás imaginó que su vida, dividida entre turnos en el hospital, repartos a medianoche y las cuentas médicas de su padre paralítico, cambiaría por completo la noche en que encontró a un desconocido medio muerto junto al río. Él no recordaba su nombre, ni su pasado, ni quién quiso asesinarlo. Movida por su instinto y su corazón, Violeta decide ayudarlo, sin saber que ese hombre pertenece a una de las familias más poderosas del país. Lo que empieza como un acto de compasión se transforma en una convivencia caótica: duchas rotas, una gata llamada Atenea que lo odia, y una tensión que ambos intentan negar. Pero el olvido no dura para siempre. Cuando René recupera la memoria, también comprende que su vida sigue en peligro… y que Violeta podría ser su punto débil. Para protegerla —y darle una oportunidad de salvar a su padre— le propone algo impensado: un matrimonio por contrato. Una enfermera con el corazón cansado. Un heredero que oculta su identidad. Una mentira que podría convertirse en el amor más verdadero.
Leer másEl sonido del despertador rompió el silencio del pequeño apartamento a las cinco y media de la mañana. Violeta se incorporó con los ojos entrecerrados y un suspiro cansado. La habitación olía a café viejo y desinfectante, un aroma que ya era parte de su rutina. Se recogió el cabello en una coleta, se colocó el uniforme blanco y tomó su mochila con el logo del hospital St. Bernard’s.
El amanecer aún no había pintado el cielo de Londres; apenas una neblina gris cubría las calles, mojadas por la llovizna de la madrugada. Violeta pedaleó su bicicleta a toda velocidad, esquivando charcos y autos, mientras el viento le cortaba las mejillas. Tenía solo quince minutos para llegar a su turno.
Trabajar como enfermera en el St. Bernard’s no era su sueño, pero era lo que tenía. Y lo necesitaba. Su padre llevaba tres meses internado, paralizado del cuello hacia abajo después de un accidente laboral. Según los informes, había sido “un fallo mecánico”, pero Violeta sabía que su padre trabajaba en condiciones peligrosas y mal pagadas. La empresa había prometido “una compensación justa”, pero nada llegaba, y las facturas médicas crecían como maleza.
Apenas entró al hospital, el olor a cloro y metal la envolvió. Saludó a los guardias, se puso los guantes y comenzó su jornada.
—Buenos días, Violeta —dijo Lucy, una compañera de turno, mientras preparaba una bandeja de medicamentos—. ¿Dormiste algo?
—Un poco —respondió con una sonrisa automática—. Hoy tengo doble turno.
Lucy frunció el ceño.
—¿Otra vez? Te va a dar algo si sigues así.
Violeta no respondió. Sabía que tenía razón, pero la deuda del hospital no se pagaría sola. Además, después del hospital, aún tenía otro empleo: repartía comida en las noches para un restaurante pequeño de Camden Town, y los fines de semana ayudaba en una cocina comunitaria. Dormía lo justo para mantenerse en pie.
A media mañana, mientras revisaba la presión de un paciente, su mirada se detuvo en la ventana del pasillo. El cielo estaba cubierto de nubes pesadas, y una llovizna suave comenzaba a caer. Londres siempre parecía llorar, pensó.
Cerca del mediodía, pasó a ver a su padre. Estaba en la habitación 312, junto a la ventana. Los monitores parpadeaban suavemente, y su respiración era estable.
—Hola, papá —dijo, dejando el bolso en una silla—. Traje tu jugo favorito.
Él apenas podía mover los ojos, pero su mirada era cálida.
—Todo va a mejorar, lo prometo —susurró ella, apretando su mano inmóvil—. Solo necesito un poco más de tiempo.
Cuando su turno terminó, el cansancio ya era un peso en los hombros, pero la noche apenas comenzaba. Se cambió el uniforme por una chaqueta impermeable azul y una gorra, encendió su teléfono y abrió la aplicación de entregas. “Tres pedidos nuevos”, leyó.
—Vamos allá —murmuró, y volvió a subir a su bicicleta.
Las calles estaban húmedas, las luces de los pubs reflejaban destellos dorados sobre el asfalto, y el sonido lejano del Big Ben marcaba las ocho de la noche. Londres era una ciudad que no dormía, y Violeta tampoco.
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Al otro lado de la ciudad, en una mansión de paredes de mármol y ventanales infinitos, Liam Rothwell cerraba su laptop con fastidio. La pantalla aún mostraba el titular del día:
> “El heredero de Rothwell Foods gana el premio a la innovación alimentaria por tercer año consecutivo”
> “El genio invisible: Liam Rothwell revoluciona la industria sin dejarse ver”
> “El joven empresario que cambió la forma en que el continente come”
Sonrió sin emoción. Los periódicos hablaban de él como si fuera una especie de mito, un hombre que lo tenía todo: dinero, talento, poder. Y, sin embargo, nadie realmente lo conocía. Le gustaba así. Prefería la distancia.
A sus veintiocho años, Liam era el rostro —aunque casi nunca público— de Rothwell Foods, la mayor empresa de productos alimenticios de Europa. Su padre, Jonathan Rothwell, había sido un titán en el mundo empresarial, y él, su heredero natural. Pero Liam no se conformaba con ser “el hijo de”. Quería el trono completo, aunque eso significara mancharse las manos.
Dejó los informes sobre la mesa y se levantó, estirando el cuello. Vestía ropa deportiva: pantalones negros, una chaqueta gris y zapatillas nuevas.
—Thomas, ¿estás listo? —preguntó, saliendo al garaje.
El chófer, un hombre de cabello gris y rostro amable, lo esperaba junto al auto.
—Siempre, señor —respondió con una sonrisa—. ¿A correr otra vez bajo la lluvia?
Liam rió apenas.
—Es el único momento del día en el que no tengo que fingir nada.
—No sé cómo puede disfrutarlo —bromeó Thomas, abriendo la puerta del coche—. A su padre nunca le gustó mojarse.
—Por eso ahora yo manejo la empresa —replicó Liam con una media sonrisa.
El coche se detuvo en un parque a las afueras de la ciudad, donde los árboles se curvaban sobre el sendero y el río serpenteaba entre las rocas. Liam se quitó la chaqueta, dejó su billetera y su teléfono en el asiento del coche y estiró los brazos.
—Estaré de vuelta en cuarenta minutos —dijo.
—Tenga cuidado, Liam —advirtió Thomas—. Últimamente la prensa anda detrás de usted… y no solo ellos.
—No te preocupes —respondió, encendiendo sus auriculares—. Nadie me sigue si no quiere perderse.
Y comenzó a correr.
El aire olía a tierra mojada y hojas podridas. La lluvia caía con suavidad sobre su rostro mientras sus zapatillas golpeaban el pavimento. Era un ritmo que conocía de memoria: el pulso del esfuerzo, el escape temporal de un mundo de reuniones, contratos y mentiras.
Pero algo cambió en el aire. Un sonido distinto al de la lluvia lo hizo frenar. Pasos.
Se quitó un auricular. Nada. Solo el viento. Continuó corriendo, esta vez más rápido.
Entonces lo sintió. Una sombra detrás de él. Giró apenas a tiempo para ver a un hombre encapuchado acercarse con algo brillante en la mano. Un cuchillo.
Liam esquivó el primer golpe, el segundo lo rozó en el abdomen. Un ardor caliente le recorrió el cuerpo. Corrió cuesta abajo, entre ramas y barro, sin mirar atrás. Los pulmones le ardían, el mundo giraba. Oyó otro ruido, otro paso, y luego nada.
Un borde. Un vacío.
El suelo desapareció bajo sus pies y cayó al agua helada del río. El golpe lo dejó sin aire. Sintió cómo la corriente lo arrastraba, golpeándolo contra las rocas. Intentó nadar, pero la sangre de su herida se mezclaba con el agua oscura.
Y después, solo silencio.
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La noche había caído completamente cuando Violeta terminó su última entrega. Dejó la bicicleta junto a una cerca y se estiró los brazos entumecidos. Le dolían los pies, las manos, el alma. Pero el río cercano era su refugio. A veces caminaba por la orilla para despejar la mente antes de volver a casa.
La luna apenas se veía entre las nubes. El aire era húmedo, y el murmullo del agua le resultaba extraño esa noche, más fuerte, más agitado.
Siguió el sonido, con la linterna del móvil encendida. El haz de luz iluminó ramas, hojas… y algo más.
Un cuerpo.
—¿Qué…? —susurró, acercándose con cautela.
Estaba tendido boca abajo, medio cubierto de barro, el agua golpeándole los brazos. Vestía ropa deportiva oscura, empapada y manchada de sangre.
Violeta sintió que el corazón se le salía del pecho. Corrió hasta él, se arrodilló y lo giró con cuidado.
El rostro del hombre era joven, pálido, con una herida en el abdomen y los labios azulados por el frío.
—¡Dios mío! —jadeó, temblando—. ¡Oiga! ¿Puede oírme?
No hubo respuesta.
Violeta apoyó dos dedos en su cuello. Un pulso débil, casi imperceptible. Estaba vivo.
El río seguía rugiendo a sus espaldas, el viento le azotaba el rostro, pero ella no se movió. Se quitó la chaqueta y la envolvió alrededor de él, intentando darle calor.
—Aguante, por favor… —susurró con desesperación—. No se muera, ¿sí?
Sacó el teléfono, pero no había señal. Ni una sola barra. Maldijo en voz baja, mirando hacia el bosque oscuro. Estaban demasiado lejos del camino.
Su respiración se volvió rápida. Tenía que hacer algo.
—Te sacaré de aquí —dijo, como si él pudiera oírla.
Y con un esfuerzo casi sobrehumano, se colocó detrás de su cuerpo, lo levantó por los brazos y comenzó a arrastrarlo hacia la orilla más alta, lejos del agua. Sus rodillas se llenaron de lodo, las manos le ardían, pero no se detuvo hasta que el río quedó atrás.
El hombre seguía inconsciente, con el rostro pálido bajo la luna. Violeta cayó de rodillas junto a él, respirando con fuerza.
Por un instante, el silencio volvió. Solo el sonido del río y de la lluvia cayendo alrededor.
El silencio que siguió a sus palabras pareció devorar todo sonido a su alrededor. El bullicio del público, los aplausos por los ganadores, incluso las luces centelleantes del escenario… todo se volvió distante, como si el mundo se hubiera detenido en torno a ellos.Liam la miró, con los labios entreabiertos y los ojos desbordados de sorpresa. Nunca pensó escuchar su verdadero nombre de los labios de ella. Nunca quiso que ese momento llegara así.—Violeta… —empezó, pero ella dio un paso atrás.—No —lo interrumpió, con la voz quebrada—. No te atrevas. No quiero excusas.Sus manos temblaban, pero su mirada estaba firme, dolida, como si estuviera intentando sostenerse en pie frente a un terremoto.—Todo este tiempo —continuó—, me mentiste. Me dijiste que no recordabas quién eras, que estabas perdido, que no tenías a nadie…Liam apretó la mandíbula, incapaz de sostener su mirada por más de un segundo.—No fue así. No al principio.—¿Y después? —preguntó ella, dando un paso hacia él—. ¿Desp
El escenario del concurso estaba iluminado con luces blancas que reflejaban el brillo metálico de las cocinas portátiles. El murmullo del público se mezclaba con el sonido de cubiertos, ollas y el zumbido constante de cámaras que registraban cada detalle.Violeta y René tomaron su lugar en la estación número seis, la misma de la ronda anterior, con los delantales recién lavados y la determinación pintada en el rostro.Ella respiró hondo, observando el reloj que marcaba el inicio. Tres horas. Tres horas para hacer que todo su esfuerzo, su esperanza y su necesidad de ayudar a su padre valieran la pena.Liam, por su parte, se mantenía en silencio. Estaba tan concentrado que apenas notaba los aplausos o los flashes de las cámaras. Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Violeta, algo dentro de él se calmó. Esa mirada bastó para recordar por qué estaba allí.—Vamos a hacerlo bien —murmuró ella, mientras tomaba el cuchillo para cortar los vegetales.—Lo haremos perfecto —respondió él.E
Fue mucho el tiempo que estuvieron practicando. Si bien, René ya se había recuperado de la fractura, era difícil negar que la recuperación por no usar su mano por más de un mes era algo costoso. Aun así, el se mostró muy positivo para ensayar y usar ambas manos lo mejor que pudiera.El día del concurso amaneció gris, con un cielo cubierto de nubes que amenazaban lluvia, pero dentro del apartamento la atmósfera era una mezcla de emoción y nerviosismo. El despertador sonó más temprano de lo habitual, y Violeta se levantó de un salto, con la adrenalina recorriéndole el cuerpo.Había soñado con ese día toda la noche: la posibilidad de ganar, la esperanza de conseguir el dinero para la cirugía de su padre, la oportunidad de demostrar que podía lograr algo grande por sí misma. Pero lo que no se había permitido imaginar era lo que realmente sentía: una mezcla de miedo, ilusión… y ese extraño cosquilleo que le provocaba compartir el momento con René.En la cocina, el aroma del café se mezclab
El apartamento olía a mezcla de harina, café y algo que probablemente había estado demasiado tiempo en el horno. La encimera estaba cubierta de ingredientes, utensilios y un caos delicioso que hablaba por sí solo: el primer día de ensayos de cocina había comenzado.Violeta, con el cabello recogido en un moño desordenado y el delantal atado a la cintura, se movía entre los estantes con agilidad, mientras Liam la observaba desde la mesa, sosteniendo una cuchara con cierta desconfianza.El sol de media mañana entraba por la ventana, iluminando el polvo suspendido en el aire y bañando el lugar con un tono dorado. En el suelo, Atenea observaba cada movimiento con ojos atentos, como si comprendiera que algo importante estaba ocurriendo.La cocina, antes silenciosa, se llenaba ahora de sonidos: el golpeteo de los cuchillos, el burbujeo de una salsa y el ocasional suspiro resignado de Violeta cuando algo no salía como planeaba. Liam intentaba picar cebolla siguiendo las indicaciones de ella,
El hospital estaba más tranquilo de lo habitual aquella mañana. El aroma a café recién hecho y desinfectante se mezclaban en el aire, y Violeta aprovechaba su breve descanso para revisar las notas de los pacientes antes de que iniciara la siguiente ronda. Se sentía exhausta, pero también un poco más esperanzada desde la charla con René.Mientras hojeaba una carpeta, un póster colorido pegado en el tablón de anuncios frente a ella llamó su atención.“Concurso de cocina en parejas — ¡Gana 11 mil libras!Inscríbete antes del viernes.”Violeta parpadeó, leyó el texto otra vez y casi se atragantó con el sorbo de café que acababa de dar. Once mil libras. Su mente hizo cálculos automáticos. Era casi justo lo que necesitaba para cubrir la cirugía de su padre. O al menos una parte.—¿Once mil? —susurró para sí, mordiéndose el labio—. Esto tiene que ser una señal.Se acercó al tablón, arrancó uno de los folletos y lo observó detenidamente. El concurso consistía en preparar un menú de tres tiemp
El amanecer se filtraba tímidamente por las amplias ventanas del hospital. El silencio del pasillo se rompía solo por el eco de los pasos de las enfermeras y el leve pitido de los monitores cardiacos que resonaban a lo lejos.Violeta estaba sentada en la banca de metal frente a la habitación de su padre, con las manos entrelazadas sobre el regazo y la mirada perdida. No recordaba cuándo fue la última vez que había dormido bien; el cansancio pesaba en sus ojos, pero su mente seguía despierta, llena de pensamientos que giraban sin descanso.La puerta se abrió suavemente, dejando escapar un soplo de aire frío del cuarto. El médico de turno le había dicho que su padre estaba estable, pero nada garantizaba que siguiera así mucho tiempo. A cada respiro débil que escuchaba desde adentro, un pedazo de ella se rompía.No sabía cuánto tiempo había pasado hasta que escuchó unos pasos acercarse. Levantó la vista, y allí estaba René, con una pequeña bolsa de papel en una mano y dos vasos de café e
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