El sonido del despertador rompió el silencio del pequeño apartamento a las cinco y media de la mañana. Violeta se incorporó con los ojos entrecerrados y un suspiro cansado. La habitación olía a café viejo y desinfectante, un aroma que ya era parte de su rutina. Se recogió el cabello en una coleta, se colocó el uniforme blanco y tomó su mochila con el logo del hospital St. Bernard’s.
El amanecer aún no había pintado el cielo de Londres; apenas una neblina gris cubría las calles, mojadas por la llovizna de la madrugada. Violeta pedaleó su bicicleta a toda velocidad, esquivando charcos y autos, mientras el viento le cortaba las mejillas. Tenía solo quince minutos para llegar a su turno.
Trabajar como enfermera en el St. Bernard’s no era su sueño, pero era lo que tenía. Y lo necesitaba. Su padre llevaba tres meses internado, paralizado del cuello hacia abajo después de un accidente laboral. Según los informes, había sido “un fallo mecánico”, pero Violeta sabía que su padre trabajaba en condiciones peligrosas y mal pagadas. La empresa había prometido “una compensación justa”, pero nada llegaba, y las facturas médicas crecían como maleza.
Apenas entró al hospital, el olor a cloro y metal la envolvió. Saludó a los guardias, se puso los guantes y comenzó su jornada.
—Buenos días, Violeta —dijo Lucy, una compañera de turno, mientras preparaba una bandeja de medicamentos—. ¿Dormiste algo?
—Un poco —respondió con una sonrisa automática—. Hoy tengo doble turno.
Lucy frunció el ceño.
—¿Otra vez? Te va a dar algo si sigues así.
Violeta no respondió. Sabía que tenía razón, pero la deuda del hospital no se pagaría sola. Además, después del hospital, aún tenía otro empleo: repartía comida en las noches para un restaurante pequeño de Camden Town, y los fines de semana ayudaba en una cocina comunitaria. Dormía lo justo para mantenerse en pie.
A media mañana, mientras revisaba la presión de un paciente, su mirada se detuvo en la ventana del pasillo. El cielo estaba cubierto de nubes pesadas, y una llovizna suave comenzaba a caer. Londres siempre parecía llorar, pensó.
Cerca del mediodía, pasó a ver a su padre. Estaba en la habitación 312, junto a la ventana. Los monitores parpadeaban suavemente, y su respiración era estable.
—Hola, papá —dijo, dejando el bolso en una silla—. Traje tu jugo favorito.
Él apenas podía mover los ojos, pero su mirada era cálida.
—Todo va a mejorar, lo prometo —susurró ella, apretando su mano inmóvil—. Solo necesito un poco más de tiempo.
Cuando su turno terminó, el cansancio ya era un peso en los hombros, pero la noche apenas comenzaba. Se cambió el uniforme por una chaqueta impermeable azul y una gorra, encendió su teléfono y abrió la aplicación de entregas. “Tres pedidos nuevos”, leyó.
—Vamos allá —murmuró, y volvió a subir a su bicicleta.
Las calles estaban húmedas, las luces de los pubs reflejaban destellos dorados sobre el asfalto, y el sonido lejano del Big Ben marcaba las ocho de la noche. Londres era una ciudad que no dormía, y Violeta tampoco.
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Al otro lado de la ciudad, en una mansión de paredes de mármol y ventanales infinitos, Liam Rothwell cerraba su laptop con fastidio. La pantalla aún mostraba el titular del día:
> “El heredero de Rothwell Foods gana el premio a la innovación alimentaria por tercer año consecutivo”
> “El genio invisible: Liam Rothwell revoluciona la industria sin dejarse ver”
> “El joven empresario que cambió la forma en que el continente come”
Sonrió sin emoción. Los periódicos hablaban de él como si fuera una especie de mito, un hombre que lo tenía todo: dinero, talento, poder. Y, sin embargo, nadie realmente lo conocía. Le gustaba así. Prefería la distancia.
A sus veintiocho años, Liam era el rostro —aunque casi nunca público— de Rothwell Foods, la mayor empresa de productos alimenticios de Europa. Su padre, Jonathan Rothwell, había sido un titán en el mundo empresarial, y él, su heredero natural. Pero Liam no se conformaba con ser “el hijo de”. Quería el trono completo, aunque eso significara mancharse las manos.
Dejó los informes sobre la mesa y se levantó, estirando el cuello. Vestía ropa deportiva: pantalones negros, una chaqueta gris y zapatillas nuevas.
—Thomas, ¿estás listo? —preguntó, saliendo al garaje.
El chófer, un hombre de cabello gris y rostro amable, lo esperaba junto al auto.
—Siempre, señor —respondió con una sonrisa—. ¿A correr otra vez bajo la lluvia?
Liam rió apenas.
—Es el único momento del día en el que no tengo que fingir nada.
—No sé cómo puede disfrutarlo —bromeó Thomas, abriendo la puerta del coche—. A su padre nunca le gustó mojarse.
—Por eso ahora yo manejo la empresa —replicó Liam con una media sonrisa.
El coche se detuvo en un parque a las afueras de la ciudad, donde los árboles se curvaban sobre el sendero y el río serpenteaba entre las rocas. Liam se quitó la chaqueta, dejó su billetera y su teléfono en el asiento del coche y estiró los brazos.
—Estaré de vuelta en cuarenta minutos —dijo.
—Tenga cuidado, Liam —advirtió Thomas—. Últimamente la prensa anda detrás de usted… y no solo ellos.
—No te preocupes —respondió, encendiendo sus auriculares—. Nadie me sigue si no quiere perderse.
Y comenzó a correr.
El aire olía a tierra mojada y hojas podridas. La lluvia caía con suavidad sobre su rostro mientras sus zapatillas golpeaban el pavimento. Era un ritmo que conocía de memoria: el pulso del esfuerzo, el escape temporal de un mundo de reuniones, contratos y mentiras.
Pero algo cambió en el aire. Un sonido distinto al de la lluvia lo hizo frenar. Pasos.
Se quitó un auricular. Nada. Solo el viento. Continuó corriendo, esta vez más rápido.
Entonces lo sintió. Una sombra detrás de él. Giró apenas a tiempo para ver a un hombre encapuchado acercarse con algo brillante en la mano. Un cuchillo.
Liam esquivó el primer golpe, el segundo lo rozó en el abdomen. Un ardor caliente le recorrió el cuerpo. Corrió cuesta abajo, entre ramas y barro, sin mirar atrás. Los pulmones le ardían, el mundo giraba. Oyó otro ruido, otro paso, y luego nada.
Un borde. Un vacío.
El suelo desapareció bajo sus pies y cayó al agua helada del río. El golpe lo dejó sin aire. Sintió cómo la corriente lo arrastraba, golpeándolo contra las rocas. Intentó nadar, pero la sangre de su herida se mezclaba con el agua oscura.
Y después, solo silencio.
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La noche había caído completamente cuando Violeta terminó su última entrega. Dejó la bicicleta junto a una cerca y se estiró los brazos entumecidos. Le dolían los pies, las manos, el alma. Pero el río cercano era su refugio. A veces caminaba por la orilla para despejar la mente antes de volver a casa.
La luna apenas se veía entre las nubes. El aire era húmedo, y el murmullo del agua le resultaba extraño esa noche, más fuerte, más agitado.
Siguió el sonido, con la linterna del móvil encendida. El haz de luz iluminó ramas, hojas… y algo más.
Un cuerpo.
—¿Qué…? —susurró, acercándose con cautela.
Estaba tendido boca abajo, medio cubierto de barro, el agua golpeándole los brazos. Vestía ropa deportiva oscura, empapada y manchada de sangre.
Violeta sintió que el corazón se le salía del pecho. Corrió hasta él, se arrodilló y lo giró con cuidado.
El rostro del hombre era joven, pálido, con una herida en el abdomen y los labios azulados por el frío.
—¡Dios mío! —jadeó, temblando—. ¡Oiga! ¿Puede oírme?
No hubo respuesta.
Violeta apoyó dos dedos en su cuello. Un pulso débil, casi imperceptible. Estaba vivo.
El río seguía rugiendo a sus espaldas, el viento le azotaba el rostro, pero ella no se movió. Se quitó la chaqueta y la envolvió alrededor de él, intentando darle calor.
—Aguante, por favor… —susurró con desesperación—. No se muera, ¿sí?
Sacó el teléfono, pero no había señal. Ni una sola barra. Maldijo en voz baja, mirando hacia el bosque oscuro. Estaban demasiado lejos del camino.
Su respiración se volvió rápida. Tenía que hacer algo.
—Te sacaré de aquí —dijo, como si él pudiera oírla.
Y con un esfuerzo casi sobrehumano, se colocó detrás de su cuerpo, lo levantó por los brazos y comenzó a arrastrarlo hacia la orilla más alta, lejos del agua. Sus rodillas se llenaron de lodo, las manos le ardían, pero no se detuvo hasta que el río quedó atrás.
El hombre seguía inconsciente, con el rostro pálido bajo la luna. Violeta cayó de rodillas junto a él, respirando con fuerza.
Por un instante, el silencio volvió. Solo el sonido del río y de la lluvia cayendo alrededor.