El reloj de la cafetería marcaba las seis y media de la tarde cuando Hope se quitó el delantal, con las manos aún tibias del vapor de la máquina de espresso.
El día había sido largo. Lleno de clientes, risas forzadas y pensamientos que iban y venían como olas: Eugene, sus palabras, la confesión de que siempre la había querido.
Intentaba no pensar en eso, pero era inútil.
El rostro de él la perseguía incluso en los reflejos del vidrio, en el sonido del viento cuando salía a la calle.
Al girar, lo vio esperándola en la puerta. Eugene estaba allí, apoyado contra el marco, con una chaqueta negra y esa sonrisa que hacía que sus nervios se desordenaran.
—¿Vas a ignorarme otra vez? —preguntó, medio divertido.
Hope levantó la ceja.
—No estaba segura de que siguieras esperándome.
—No pienso rendirme tan fácil. —Cruzó los brazos, mirándola—. Te llevo a casa.
Ella dudó un segundo.
—No puedo. Tengo que pasar a la biblioteca.
Él arqueó una ceja.
—¿Otra vez? Estás ahí más tiempo que en tu propio ap